Dave sonrió y no dejó de hacerlo mientras daba la vuelta al coche de Val para llegar hasta la puerta del copiloto. Una juerga de hombres a pleno día. Precisamente lo que necesitaba. Val y él de copas como viejos amigos. Ésa era una de las cosas que más le gustaban de su barrio, y que temía que pudiera perderse: el modo en que los viejos sentimientos y el pasado se olvidaban con el tiempo, a medida que uno envejecía, cuando te dabas cuenta de que todo estaba cambiando y que lo único que seguía igual era la gente con la que uno había crecido y el lugar del que uno provenía. El barrio. «Ojalá viva para siempre -pensó Dave mientras abría la puerta-, aunque sólo sea en nuestra imaginación.»
Whitey y Sean comieron tarde en Pat's Diner, en una salida de la autopista. El restaurante existía desde la Segunda Guerra Mundial, y hacía tanto tiempo que era el lugar favorito del cuerpo de policía que a Pat el Tercero le gustaba vanagloriarse de que su familia era con toda probabilidad la única que había resistido tres generaciones sin que la atracaran.
Whitey se tragó un trozo de hamburguesa con queso y la hizo bajar con un trago de gaseosa.
– No se te habrá pasado por la cabeza que lo hizo Brendan, ¿verdad?
Sean comió un trocito de su bocadillo de atún, y contestó:
– Sé que me estaba mintiendo. Creo que sabe alguna cosa sobre esa pistola. Y considero que existe la posibilidad de que su padre siga con vida.
Whitey bañó un trozo de cebolla en salsa tártara, y preguntó:
– ¿Lo dices por los quinientos dólares al mes que alguien les manda desde Nueva York?
– Sí. ¿Sabes a cuánto asciende esa cantidad a lo largo de todos esos años? A casi ochenta mil dólares. ¿Quién mandaría ese dinero si no fuera el padre?
Whitey se limpió los labios con una servilleta y luego siguió comiendo su hamburguesa con queso. Sean se preguntaba cómo había conseguido evitar un ataque al corazón, comiendo y bebiendo como lo hacía, y trabajando setenta y cuatro horas a la semana cuando un caso le interesaba de veras.
– Supongamos que está vivo -sugirió Whitey.
– De acuerdo.
– ¿De qué va todo esto, pues, de una conspiración genial para vengarse de Jimmy Marcus matando a su hija? ¿A qué jugamos? ¿A ser los protagonistas de la película?
Sean soltó una risita y contestó:
– ¿Quién crees que interpretaría tu papel?
Whitey fue sorbiendo la gaseosa con una paja hasta que sólo quedó hielo.
– Pienso mucho en eso, ¿sabes? Podría suceder, si no resolvemos este caso, Superpoli. Si vamos contando por ahí la historia del Fantasma de Nueva York, sabes perfectamente que seríamos el hazmerreír de todo el mundo. Y Brian Dennehy tendría muchas posibilidades de interpretar mi papel.
Sean lo consideró y añadió:
– No me parece tan descabellado -dijo, a la vez que se preguntaba cómo era posible que no se hubiera dado cuenta antes-. No eres tan alto como él, sargento, pero tienes su barriga.
Whitey hizo un gesto de asentimiento, apartó el plato y dijo:
– Estaba pensando que cualquiera de esos mentecatos que salen en la serie Friends podría interpretar tu papel. De hecho, esos tipos parecen pasarse una hora cada mañana recortándose los pelos de la nariz y depilándose las cejas; seguro que se hacen la pedicura una vez a la semana. Sí, cualquiera de ellos lo haría muy bien.
– Estás celoso.
– Sí, pero tengo razón -apuntó Whitey-. El enfoque que le estamos dando al asunto de Ray Harris no nos lleva a ninguna parte. Tiene un cociente de probabilidad de… seis.
– ¿De seis sobre diez?
– No, de seis sobre mil. Pista equivocada, ¿no crees? Ray Harris delata a Jimmy Marcus, éste se entera, sale de chirona, y va a por Ray. Digamos que Harris consigue salir de la ciudad, se va a Nueva York, y encuentra un empleo lo bastante estable para mandar quinientos dólares al mes durante los siguientes trece años. Un día se despierta y se marcha. Ha llegado la hora de vengarse. Se sube a un autobús, llega a la ciudad, y se carga a Katherine Marcus. Y no lo hace de cualquier manera, sino que se la carga sin ningún tipo de compasión. Lo que vimos en ese parque es obra de un psicópata cabreado. Y después, el viejo Ray (y le llamo viejo, porque a pesar de que ya debe de tener unos cuarenta y cinco años, recorrió todo el parque, tras ella), se sube al autobús y regresa a Nueva York con su pistola. ¿Lo has verificado con el Departamento de Policía de Nueva York?
Sean hizo un gesto de asentimiento y dijo:
– No aparece en la lista de la Seguridad Social, no tiene tarjetas de crédito a su nombre, no existe nadie con su nombre y de su edad que tenga historial laboral. El Departamento de Policía de Nueva York y los estatales nunca han arrestado a nadie con sus huellas dactilares.
– Pero aun así, crees que mató a Katherine Marcus.
Sean negó con la cabeza y contestó:
– No. Lo que quiero decir es que no estoy seguro. Ni siquiera sé si está vivo. Lo único que intento decirte es que podría estarlo. Además, parece muy probable que el asesinato se perpetrara con su pistola. Estoy convencido de que Brendan sabe algo y, además, no tiene a nadie que pueda confirmar que estuviera durmiendo en casa a la hora en que asesinaron a Katie Marcus. Me queda la esperanza de que si pasa una temporada encerrado, nos contará unas cuantas cosas.
Whitey expulsó un eructo que desgarró el aire.
– ¡Es un encanto, sargento!
Whitey se encogió de hombros y apuntó:
– Ni siquiera sabemos si en realidad fue Ray Harris el que atracó esa tienda de licores hace dieciocho años. No sabemos si la pistola era suya. Todo son conjeturas. Aunque así fuera, tampoco tenemos pruebas. Nunca le llevaron a juicio. ¡Qué caramba, un buen ayudante del fiscal del distrito ni se molestaría en exponer el caso!
– Sí, pero tengo la corazonada de que tengo razón.
– ¡Corazonada! -exclamó Whitey. Se volvió hacia Sean en el momento en que la puerta se abría tras él-. ¡Lo que faltaba, los gemelos imbéciles!
Souza apareció junto a su asiento, y Connolly lo hizo unos cuantos pasos detrás.
– ¡Y dijo que no era importante, sargento!
Whitey se puso la mano detrás de la oreja, y alzó los ojos hacia Souza:
– ¿De qué se trata, chico? Ya sabes que no oigo muy bien.
– Hemos estado repasando la lista de coches que la grúa se ha llevado del aparcamiento del Last Drop.
– Eso está bajo jurisdicción del Departamento de Policía de Boston -protestó Whitey-. ¿No os lo había dicho?
– Hemos encontrado un coche que no ha reclamado nadie, sargento.
– ¿Y?
– Pues que le dijimos al empleado que volviera a comprobar si el coche todavía estaba ahí. Cuando se puso de nuevo al teléfono, nos dijo que el maletero goteaba.
– ¿Qué era lo que goteaba? -preguntó Sean.
– No lo sé, pero nos contó que olía a mil demonios.
Era un Cadillac de dos colores: la cubierta blanca sobre la carrocería azul. Whitey se agachó junto a la ventana del copiloto, con las manos a ambos lados de los ojos.
– Diría que esa mancha marrón que hay junto a la puerta del conductor parece un poco sospechosa.
Connolly, de pie junto al maletero, exclamó:
– ¡Caramba, qué pestazo! ¡Apesta igual que la marea baja en Wollaston!
Whitey se acercó al maletero en el instante en que el empleado le entregaba un punzón a Sean.
Sean se colocó junto a Connolly y, apartándolo de en medio, le aconsejo:
– Use la corbata.
– ¿Cómo dice?
– ¡Para taparse la boca y la nariz, hombre! ¡Use la corbata!
– ¿Y ustedes qué usan?
Whitey señaló su resplandeciente labio superior y contestó:
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