Dennis Lehane - Rio Mistico

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Jimmy, Dave y Sean crecieron juntos en la sección peligrosa de Boston. Veinticinco años después vuelven a reunirse, cuando la hija de 19 años de Jimmy es brutalmente asesinada. Sean, que ahora es policía, es asignado para resolver el caso. Además de desenredar este crimen, Sean deberá estar pendiente de su amigo Jimmy, quien busca vengarse del asesino de su hija. Conectado al crimen por una serie de circunstancias, Dave se ve obligado a enfrentarse con los demonios de su propio pasado. A medida que la investigación se concentra alrededor de estos tres amigos, se despliega una siniestra historia, que tiene que ver con la amistad, la familia y la inocencia perdida demasiado pronto.

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Pero Michael no estaba en la escuela y Celeste tampoco estaba en el trabajo. De alguna manera, Dave sabía que se escondían de él; por lo tanto, se acabó su segunda cerveza sentado a la mesa de la cocina, sintiendo cómo le hacía efecto, cómo lo calmaba todo, convirtiendo el aire que le rodeaba en pequeños torbellinos y tiñéndolo de color plateado.

Debería habérselo dicho. Desde un buen principio, debería haberle contado a su mujer lo que en realidad había sucedido. Debería haber confiado en ella. Seguro que no había muchas mujeres que hubiesen aguantado a un antiguo campeón de béisbol de instituto, del que habían abusado sexualmente de niño, y que era incapaz de conservar un puesto de trabajo estable. Pero Celeste lo había hecho. Al recordarla junto al fregadero esa noche, lavando la ropa y diciéndole que se encargaría de eliminar las pruebas… ¡No había duda de que era una mujer extraordinaria! ¿Cómo podía haberlo olvidado? ¿Por qué llegaba un momento en que uno dejaba de ver a la gente que siempre le rodeaba?

Dave sacó la tercera y última cerveza de la nevera y siguió andando por la casa un poco más, con el cuerpo repleto de amor hacia su mujer e hijo. Deseaba acurrucarse junto al cuerpo desnudo de su mujer mientras ésta le acariciaba el pelo, para decirle lo mucho que la había echado de menos en aquella sala de interrogatorios, con su silla rota y su frialdad. Un poco antes, había pensado que deseaba calor humano, pero lo que en realidad quería era el calor de Celeste. Quería estrecharla entre sus brazos, hacerla sonreír, besarle los párpados, acariciarle la espalda y fundirse con ella.

«No es demasiado tarde -le diría cuando ella regresara a casa-. Lo único que pasa es que mi cerebro se ha liado un poco últimamente; tan sólo se me habían cruzado los cables. Supongo que la cerveza no sirve de mucha ayuda, pero la necesito hasta que regreses a casa. Cuando lo hagas, dejaré de beber. Dejaré la bebida, iré a clases de informática o algo así, y conseguiré un empleo en una oficina. La Guardia Nacional se ofrece a pagar los estudios, y yo podría hacerlo. Podría estudiar un fin de semana al mes y unas cuantas semanas en verano; podría hacerlo por mi familia. Por ellas, lo podría hacer con los ojos cerrados. Me ayudaría a ponerme en forma, a perder el peso que he ganado con la cerveza, y a aclararme las ideas. Y cuando haya conseguido el trabajo de oficina, entonces nos iremos de aquí, de este barrio que tiene unos alquileres que no paran de subir, proyectos para construir estadios y que se está llenando de burgueses. ¿Por qué luchar contra ello? Tarde o temprano, nos echarán. Se librarán de nosotros y se construirán un mundo a su medida, para hablar de sus segundas residencias en las cafeterías y en los pasillos de los supermercados de comida integral.

«Iremos a un buen sitio -le diría a Celeste-. Iremos a un lugar limpio donde podamos criar a nuestro hijo. Empezaremos de cero. Y te contaré lo que sucedió, Celeste. No es nada bueno, pero no es tan malo como piensas. Te explicaré que tengo algunas cosas sobrecogedoras y perversas en mi cabeza, y que tal vez tenga que ir a ver a alguien para librarme de ellas. Tengo ciertas necesidades que me horrorizan, cariño, pero estoy esforzándome. Estoy intentando ser un hombre bueno y enterrar al chico. O como mínimo, enseñarle un poco de compasión.»

Tal vez fuera eso lo que andaba buscando el tipo del Cadillac: un poco de compasión. Pero el chico que había escapado de los lobos no se sentía nada compasivo el sábado por la noche. Tenía aquella pistola en la mano y le había dado un golpe al tipo ése a través de la ventana abierta; Dave había oído cómo le rompía los huesos mientras el niño pelirrojo no paraba de moverse en el asiento contiguo, observándole con la boca abierta mientras Dave le golpeaba una y otra vez. Había entrado en el coche y le había sacado arrastrándole por el pelo, y el tipo no se encontraba tan desvalido como le había hecho creer. Había estado haciéndose el muerto, y Dave sólo alcanzó a ver el cuchillo cuando le rasgó la camisa y se lo clavó en la carne. Era una navaja, y no se la había clavado con mucha fuerza, pero estaba lo bastante afilada para herir a Dave, hasta que éste consiguió golpearle la muñeca con las rodillas y apretarle el brazo contra la puerta del coche. Cuando la navaja cayó al suelo, Dave le dio una patada y fue a parar bajo el coche.

El niño pelirrojo parecía estar asustado, pero también conmocionado. Dave, que en ese momento ya estaba fuera de sí, le dio al tipo un golpe en la cabeza con la culata de la pistola con tanta fuerza que rompió la empuñadura. El tipo empezó a retorcerse de dolor, y Dave le saltó encima, sintiendo el lobo, odiando a aquel hombre, a aquel monstruo, a aquel jodido degenerado abusador infantil, y cogió por los pelos a ese desgraciado y le golpeó la cabeza contra la acera. Una y otra vez, hasta que lo dejó hecho polvo, a Henry, a George, santo cielo, Dave, Dave.

«Muérete, cabrón. Muérete, muérete, muérete.»

En ese instante el niño pelirrojo se fue corriendo; Dave volvió la cabeza y se dio cuenta de que estaba pronunciando las palabras en voz alta: «Muérete, muérete, muérete, muérete». Dave vio cómo el niño atravesaba el aparcamiento a toda velocidad y empezó a perseguirle a gatas, con la sangre del hombre goteándole por las manos. Deseaba decirle al niño que lo había hecho por él. Le había salvado. Y que si él quería, le protegería para siempre.

Permaneció en el callejón de detrás del bar, sin aliento, a sabiendas de que el niño ya estaría muy lejos. Alzó los ojos hacia el oscuro cielo y dijo:

– ¿Por qué? ¿Por qué me has metido en esto? ¿Por qué me has dado esta vida? ¿Por qué me has dado esta enfermedad que tanto odio? ¿Por qué permites que mi cerebro disfrute de momentos de belleza, ternura y amor intermitente por mi hijo y mi mujer? En realidad, son sólo vislumbres de lo que mi vida podría haber sido si aquel coche no se hubiera detenido en la calle Gannon y no me hubieran encerrado en ese sótano. ¿Por qué? Contéstame, por favor. Por favor, te lo suplico, contéstame.

Pero, evidentemente, no hubo respuesta. No se oyó nada, a excepción del silencio, del goteo de las alcantarillas y de la lluvia que empezaba a caer con fuerza.

Unos minutos más tarde salió del callejón y se encontró al hombre tendido junto a su coche.

«Caramba -pensó Dave-. Le he matado.»

Pero entonces el hombre se dio la vuelta, boqueando como un pez. Tenía el pelo rubio y una gran panza a pesar de que era un hombre delgado. Dave intentó recordar qué aspecto tenía antes de que él hubiera metido la mano por la ventana abierta y le hubiera golpeado con la pistola. Lo único que recordaba es que sus labios le habían parecido rojos y carnosos en exceso.

Su rostro, sin embargo, había desaparecido. Parecía que hubiera chocado contra un motor a reacción, y Dave sintió náuseas al observar cómo aquella cosa sangrienta hacía un esfuerzo por respirar; era repugnante.

Daba la impresión de que el hombre no era consciente de la presencia de Dave. Se puso de rodillas y empezó a gatear. Se arrastró hacia los árboles de detrás del coche. Consiguió llegar hasta el pequeño terraplén y apoyó las manos en la valla de tela metálica que separaba el aparcamiento de la empresa de chatarra que había al otro lado. Dave se quitó la camisa de franela que llevaba encima de la camiseta. Envolvió la pistola con ella mientras se dirigía a la criatura sin rostro.

La criatura consiguió agarrarse en lo alto de la valla, pero luego las fuerzas le flaquearon. Se cayó de espaldas y se inclinó hacia la derecha, y acabó sentado contra la valla, con las piernas extendidas, observando cómo se acercaba Dave.

– No -susurró-. No.

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