Dennis Lehane - Rio Mistico

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Jimmy, Dave y Sean crecieron juntos en la sección peligrosa de Boston. Veinticinco años después vuelven a reunirse, cuando la hija de 19 años de Jimmy es brutalmente asesinada. Sean, que ahora es policía, es asignado para resolver el caso. Además de desenredar este crimen, Sean deberá estar pendiente de su amigo Jimmy, quien busca vengarse del asesino de su hija. Conectado al crimen por una serie de circunstancias, Dave se ve obligado a enfrentarse con los demonios de su propio pasado. A medida que la investigación se concentra alrededor de estos tres amigos, se despliega una siniestra historia, que tiene que ver con la amistad, la familia y la inocencia perdida demasiado pronto.

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Dave hizo un gesto de asentimiento y respondió:

– Del todo.

El sargento Powers garabateó algo en su libreta; el bolígrafo arañaba el papel como si fuera una pequeña zarpa.

Dave, ¿recuerdas haber visto a un tipo lanzando las llaves a otro?

– ¿Qué?

– A un tipo -repitió Sean, hojeando su propia libreta- llamado, ch…Joe Crosby. Sus amigos intentaron cogerle las llaves del coche. Se las lanzó a uno de ellos. Muy cabreado, ¿sabes? ¿Estabas allí cuando eso sucedió?

– No, ¿Por qué?

– Me parece una historia divertida -afirmó Sean-. Un tipo que intenta que no le quiten las llaves y va y se las tira a uno de ellos. Lógica propia de borracho, ¿no crees?

– Supongo.

– ¿No notaste nada raro esa noche?

– ¿Qué quieres decir?

– Pues, no sé, ¿había alguien en el bar que no mirara a las chicas con simpatía? Ya sabes a los tipos que me refiero: a esos que miran a las chicas jóvenes con una especie de odio oscuro, que aún siguen cabreados por haberse quedado en casa el día del baile del instituto, y que quince años después, se dan cuenta de que su vida sigue siendo una mierda. Esos que miran a las mujeres como si tuvieran la culpa de todo. ¿Sabes a qué tipo de hombres me refiero?

– Sí, claro. He conocido a unos cuantos.

– ¿Esa noche viste a algún tipo así en el bar?

– No. De todas maneras, casi todo el rato estuve mirando el partido, Sean. Hasta que las chicas no se subieron encima de la barra, ni siquiera me había percatado de que estaban allí.

Sean hizo un gesto de asentimiento.

– ¡Un buen partido! -exclamó el sargento Powers.

– Bien -añadió Dave-, contaban con Pedro. Si no llega a ser por su lanzamiento en el octavo, el equipo contrario se hubiera hecho con la pelota para el resto del partido,

– ¡Así es! ¡Realmente se merece el sueldo que gana!

– Es el mejor jugador del momento.

El sargento Powers se volvió hacia Sean y ambos se pusieron en pie a la vez.

– ¿Hemos acabado?

– Sí, señor Boyle. -Estrechó la mano de Dave-. Gracias por su colaboración, señor.

– Encantado de haberles podido ayudar.

– ¡Mierda! -exclamó el sargento Powers-. He olvidado preguntarle algo. ¿Adonde fue al salir del McGills, señor?

Las palabras le salieron de la boca antes de que pudiera detenerlas:

– Volví aquí.

– ¿A casa?

– Sí.

Dave mantuvo la mirada fija y la voz firme.

El sargento Powers abrió la libreta de nuevo y apuntó: «En casa alrdedord de la una y cuarto». Se volvió hacia Dave mientras lo anotaba.

– ¿Correcto?

– Sí, sí, más o menos.

– De acuerdo, señor Boyle. Gracias una vez más.

El sargento Powers se encaminó hacia las escaleras, pero Sean se detuvo junto a la puerta y le dijo:

– Me ha encantado volver a verte, Dave.

– A mí también -respondió Dave, intentando recordar qué era lo que le desagradaba tanto de Sean cuando eran niños; sin embargo, fue incapaz de conseguir una respuesta.

– Un día de estos deberíamos vernos para tomar una cerveza -sugirió Sean.

– Cuando quieras.

– Bien, pues, hasta entonces. Cuídate, Dave.

Se estrecharon la mano y Dave se esforzó por no hacer una mueca de dolor al sentir que le apretaban la mano hinchada.

– Tú también, Sean.

Sean empezó a bajar las escaleras mientras Dave permanecía en el rellano. Sean le saludó con la mano y Dave le devolvió el saludo, aunque sabía que Sean no podía verle.

Decidió tomarse una cerveza en la cocina antes de regresar a casa de Jimmy y de Annabeth. Albergaba la esperanza de que Michael, que con toda probabilidad habría oído a Sean y al otro policía marcharse, no bajará de inmediato, pues necesitaba unos minutos de tranquilidad, un poco de tiempo para poner sus ideas en orden. No estaba muy seguro de lo que acababa de ocurrir en la sala de estar. Por las preguntas que le habían hecho Sean y el otro poli, no tenía muy claro si le consideraban testigo o sospechoso, y al habérselas formulado de una forma tan casual no acababa de ver cuál era el verdadero motivo que les había llevado hasta allí. Esa duda le había dejado con un horroroso dolor de cabeza. Cuando Dave no estaba seguro de algo o cuando el suelo bajo sus pies le parecía movedizo e inestable, el cerebro se le solía dividir en dos mitades, como si se lo partieran con un trinchante. Eso le provocaba dolor de cabeza y, de vez en cuando, algo mucho peor.

Porque, a veces, Dave no era Dave. Era el chico. El chico que había escapado de los lobos. Y no sólo eso, sino el que había escapado de los lobos y que, además, se había convertido en un hombre. Y aquella criatura era muy diferente del Dave Boyle de siempre.

El chico que había escapado de los lobos era un animal de la noche que se desplazaba a través de los bosques, silencioso e invisible. Vivía en un mundo que los demás nunca veían ni reconocían ni querían saber que existía: un mundo que fluía cual corriente oscura junto al nuestro, un mundo de grillos y luciérnagas, que sólo se podía ver como un efímero destello por el rabillo del ojo, y que desaparecía en cuanto uno volvía la cabeza.

Ése era el mundo en el que Dave vivía casi todo el tiempo. No como Dave, sino como el niño que había escapado de los lobos. Y ese niño no había crecido bien. Se había vuelto más furioso y más paranoico, capaz de hacer cosas que el verdadero Dave ni siquiera habría podido imaginar. Por lo general, aquella criatura se limitaba a vivir en el mundo imaginario de Dave, un salvaje moviéndose a toda velocidad entre espesas hileras de árboles, y sólo en ocasionales destellos dejaba entre ver a los demás vislumbres de sí mismo; mientras permaneciera en el bosque de los sueños de Dave, era inofensivo.

Sin embargo, Dave había sufrido ataques de insomnio desde que era niño. Podían presentarse después de muchos meses de sueño tranquilo y, de repente, se encontraba otra vez en ese mundo agitado y desapacible del constante despertar y la falta de descanso. Después de unos cuantos días así, Dave comenzaba a ver cosas por el rabillo del ojo: casi siempre ratones, que pasaban como un rayo sobre las tablas del suelo y por encima de las mesas; otras veces, veía moscardones negros que doblaban rápidamente las esquinas y entraban como un rayo en las habitaciones. EI aire que le rodeaba estallaba inesperadamente y veía diminutas bolas de fuego luminoso. La gente empezaba a parecerle presuntuosa, y el niño cruzaba el umbral de su hosque imaginario para adentrarse en el mundo real. Por lo general, Dave era capaz de controlar a aquel niño, pero algunas veces le asustaba. El niño le gritaba al oído. El niño amenazaba con matar impúdicamente a través de la máscara que solía cubrir el rostro de Dave, y mostrarse tal como era ante los demás.

Hacía tres días que Dave no dormía muy bien. Se quedaba en la cama cada noche observando cómo dormía su mujer, mientras que el niño danzaba por su esponjoso tejido cerebral y rayos resplandecientes estallaban ante sus ojos.

«Lo único que necesito es poner en orden mis ideas -susurraba mientras tomaba un trago de cerveza-. Si lo consigo, todo irá bien- se decía a sí mismo mientras oía cómo Michael bajaba las escaleras. Sólo tengo que actuar con lógica, tranquilizarme, conseguir dormir bien y el niño regresará al bosque; la gente dejará de parecerme estúpida, los ratones regresarán a sus agujeros y los moscardones se iran tras ellos.»

Eran más de las cuatro cuando Dave y Michael regresaron a casa de Jimmy y Annabeth. Ya no había tanta gente y se respiraba cierta sensación de que las cosas se habían estancado: las bandejas casi vacías de donuts y de pasteles, el aire de la sala de estar en la que la gente había estado fumando todo el día, la muerte de Katie. Durante la mañana y las primeras horas de la tarde se había respirado un aire sosegado y coIectivo de amor y de dolor, pero cuando Dave regresó, se había convertido en algo más frío, en una especie de retraimiento tal vez, como si la gente empezara a irritarse por el rechinar continuo de las sillas y por las tristes despedidas del vestíbulo.

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