Stieg Larsson - La Chica Que Soñaba Con Una Cerilla Y Un Bidón De Gasolina

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Lisbeth Salander se ha tomado un tiempo: necesita apartarse del foco de atención y salir de Estocolmo. Trata de seguir una férrea disciplina y no contestar a las llamadas ni a los mensajes de Mikael, que no entiende por qué ha desaparecido de su vida sin dar ningún tipo de explicación. Lisbeth se cura las heridas de amor en soledad, aunque intente distraer el desencanto mediante el estudio de las matemáticas y con ciertos placeres en una playa del Caribe.
¿Y Mikael? El gran héroe vive buenos momentos en Millennium, con las finanzas de la revista saneadas y el reconocimiento profesional por parte de los colegas. Ahora tiene entre manos un reportaje apasionante sobre el tráfico y la prostitución de mujeres procedentes del Este que le ha propuesto Dag Svensson, periodista de investigación, y su mujer, la criminóloga e investigadora de género Mia Bergman.
Las vidas de los dos protagonistas parecen haberse separado por completo, pero entretanto… una muchacha, atada a una cama, soporta un día tras otro las horribles visitas de un ser despreciable y, sin decir palabra, sueña con una cerilla y un bidón de gasolina, con la forma de provocar el fuego que acabe con todo.

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– Mi nombre es Gunilla Hansson. Ayer mi perro fue atropellado por una persona que se dio a la fuga. El muy sinvergüenza conducía un coche cuya matrícula revela que pertenece a Auto-Expert. Era un Volvo blanco.

Le dio la matrícula.

– Lo siento mucho.

– Quiero algo más que eso. Quiero el nombre de ese canalla para exigirle una compensación.

– ¿Lo ha denunciado a la policía?

– No, quiero llegar a un acuerdo amistoso con él.

– Lo siento, pero si no existe una denuncia policial, no puedo dar el nombre de ningún cliente.

La voz de Lisbeth Salander adquirió un tono más serio. Le preguntó si era una buena política empresarial obligarla a denunciar a los clientes en vez de darles la oportunidad de llegar a un acuerdo amistoso. Refik Alba volvió a lamentar lo ocurrido e insistió en que, desgraciadamente, no podía hacer nada. Lisbeth continuó discutiendo un par de minutos más sin conseguir el nombre del gigante rubio.

El nombre de Zala resultó ser otro callejón sin salida. Excepto las dos interrupciones que realizó para su Billys Pan Pizza, Lisbeth Salander pasó la mayor parte de las siguientes veinticuatro horas delante del ordenador. Su única compañía fue una botella de litro y medio de Coca-Cola.

Encontró centenares de personas con el nombre de Zala, desde un deportista italiano de élite hasta un compositor argentino. No dio con nada de lo que buscaba.

Lo intentó con el nombre de Zalachenko sin hallar nada que mereciera la pena.

Frustrada, entró finalmente dando tumbos en el dormitorio y durmió doce horas seguidas. Cuando se despertó eran las once de la mañana. Puso la cafetera y llenó el jacuzzi. Se llevó el café y los sándwiches al cuarto de baño, echó sales de baño en la bañera y desayunó dentro. De repente deseó que Mimmi la acompañara. Pero ni siquiera le había revelado dónde vivía.

A eso de las doce salió del jacuzzi, se secó con una toalla y se puso un albornoz. Volvió a encender el ordenador.

Los nombres de Dag Svensson y Mia Bergman dieron mejor resultado. Con la ayuda de Google pudo hacerse rápidamente con un breve resumen de lo que habían hecho durante los años precedentes. Descargó algunos de los artículos de Dag y encontró una foto suya. Sin mucha sorpresa constató que se trataba del hombre que había visto unas noches antes en el Kvarnen en compañía de Mikael Blomkvist. El nombre ya tenía una cara, y viceversa.

Encontró más textos de y sobre Mia Bergman. Unos años antes ella había llamado la atención con un informe sobre el diferente trato que reciben hombres y mujeres en los juzgados. El informe motivó no sólo una buena cantidad de editoriales sino también unas cuantas intervenciones en páginas de debate y opinión de distintas organizaciones feministas; la propia Mia Bergman contribuyó escribiendo varias de ellas. Lisbeth Salander leyó atentamente. Ciertas feministas consideraban que las conclusiones de Bergman eran importantes, mientras que otras la criticaban por «difundir ilusiones burguesas». No quedaba exactamente claro, sin embargo, en qué consistían esas ilusiones burguesas.

Hacia las dos de la tarde entró en Asphyxia 1.3, pero en vez de elegir MikBlom/laptop optó por MikBlom/office, el ordenador de sobremesa que Mikael Blomkvist tenía en la redacción de Millennium. Sabía por experiencia que Mikael apenas guardaba allí nada de valor. Exceptuando las veces que lo utilizaba para navegar por Internet, trabajaba casi exclusivamente en su iBook. En cambio, Mikael podía entrar en todos los ordenadores de la redacción. Rápidamente encontró las contraseñas necesarias para acceder a la intranet de Millennium.

Para poder entrar en otros ordenadores de Millennium no era suficiente con el disco duro espejo del servidor de Holanda; también el MikBlom/office original tenía que estar en activo y conectado a la intranet. Tuvo suerte. Al parecer, Mikael Blomkvist se encontraba en su puesto de trabajo con el ordenador encendido. Esperó durante diez minutos, pero no pudo apreciar ningún signo de actividad, algo que interpretó como que Mikael había conectado el ordenador al entrar en el despacho y que tal vez hubiera navegado por Internet para, acto seguido, dejarlo encendido mientras se dedicaba a otras cosas o usaba su portátil.

Había que hacerlo con sumo cuidado. Durante la siguiente hora, Lisbeth Salander pirateó cuidadosamente, de uno en uno, cada ordenador y descargó el correo electrónico de Erika Berger, de Christer Malm y de una colaboradora, desconocida para ella, llamada Malin Eriksson. Por último, se encontró con el ordenador de sobremesa de Dag Svensson, un viejo Macintosh PowerPC con un disco duro de sólo 750 megabytes, según los datos del sistema; o sea, un trasto que, con toda seguridad, sólo usaban como máquina de escribir algunos colaboradores ocasionales. Estaba conectado, lo cual quería decir que Dag Svensson se encontraba en ese momento en la redacción de Millennium. Descargó su correo y repasó el disco duro. Halló una carpeta a la que simplemente había bautizado como «Zala».

El gigante rubio estaba descontento y sentía que algo iba mal. Acababa de recibir doscientas tres mil coronas al contado, una cantidad inesperadamente grande para los tres kilos de metanfetamina que le entregó a Magge Lundin a finales de enero. Como sueldo por unas cuantas horas de trabajo real tampoco estaba mal: recoger la anfetamina del correo, quedarse con ella un rato, entregársela a Magge Lundin y luego cobrar el cincuenta por ciento de los beneficios. No cabía duda de que Svavelsjö MC podía mover ese volumen de negocio todos los meses, y la banda de Magge Lundin era sólo una de las tres bandas con las que operaba. Las otras dos actuaban, respectivamente, en la zona de Gotemburgo y de Malmö. En conjunto, las bandas podían ingresar más de medio millón de coronas limpias mensuales.

Aun así, se encontraba tan mal que se desvió hasta el arcén, aparcó y apagó el motor. Llevaba más de treinta horas sin dormir y se sentía ofuscado. Abrió la puerta, estiró las piernas y meó en la cuneta. Hacía frío y la noche estaba estrellada. Se hallaba en pleno campo, no muy lejos de Järna.

Se trataba más bien de un conflicto de naturaleza estratégica. A menos de cuatrocientos kilómetros de Estocolmo la oferta de metanfetamina era infinita. La demanda del mercado sueco era indiscutiblemente grande. El resto era una cuestión de logística: ¿cómo transportar el producto deseado desde el punto A hasta el punto B? O, mejor dicho, desde un sótano de Tallin hasta el puerto franco de Estocolmo.

El eterno y frecuente problema: ¿cómo garantizar un transporte regular desde Estonia hasta Suecia? Ese era el quid de la cuestión y el eslabón realmente débil, ya que todo lo que habían logrado, después de años de esfuerzos, eran constantes improvisaciones y soluciones temporales.

El problema residía en que durante los últimos tiempos la máquina chirriaba demasiado a menudo. El gigante rubio estaba orgulloso de su capacidad organizativa. En tan sólo unos años, había creado una maquinaria bien engrasada de contactos que había cultivado con buenas dosis de palo y zanahoria. Era él quien había hecho el trabajo de calle, consiguiendo socios, negociando los acuerdos y controlando que las entregas se efectuaran en el lugar adecuado.

La zanahoria era el incentivo que se les ofrecía a intermediarios como Magge Lundin: un beneficio bueno y con pocos riesgos. El sistema era irreprochable. Magge Lundin no tenía que levantar ni un solo dedo para recibir la mercancía en su misma puerta: nada de complicados viajes de compra ni forzosas negociaciones con personas que podían ser desde policías antidroga hasta mafiosos rusos, que, en cualquier momento, tal vez, lo estafarían y se lo quitarían todo. Lundin sabía que el gigante rubio entregaba la mercancía y que luego cobraba su cincuenta por ciento.

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