Capítulo 9 Domingo, 6 de marzo – Viernes, 11 de marzo
De camino al comedor, el doctor A. Sivarnandan detuvo sus pasos al descubrir a Holger Palmgren y Lisbeth Salander. Estaban inclinados sobre el tablero de ajedrez. Ella había adquirido la costumbre de visitarlo una vez por semana, generalmente los domingos. Siempre llegaba a eso de las tres y pasaba unas cuantas horas jugando al ajedrez con él. Se iba sobre las ocho de la noche, cuando él debía irse a la cama. El doctor Sivarnandan había notado que ella ni mostraba veneración alguna por Palmgren ni lo trataba como si estuviera enfermo. Todo lo contrario: siempre parecían estar pinchándose y ella dejaba que fuera él quien fuese a buscar el café.
El doctor A. Sivarnandan frunció el ceño. No sabía cómo entender a esa curiosa chica que se consideraba la hijastra de Holger Palmgren. Tenía un particular aspecto y daba la impresión de observar todo su entorno con recelo. Resultaba imposible bromear con ella.
También parecía prácticamente imposible entablar una conversación normal con esa chica; en una ocasión él le preguntó a qué se dedicaba y ella contestó con evasivas.
Unos días después de su primera visita, Lisbeth se presentó con un montón de papeles que daban fe de que se había creado una fundación sin ánimo de lucro con el explícito objetivo de colaborar en la rehabilitación de Holger Palmgren. El presidente de la fundación era un abogado residente en Gibraltar. La dirección estaba compuesta por un solo miembro, también abogado y domiciliado en Gibraltar, así como por un auditor llamado Hugo Svensson que vivía en Estocolmo. La fundación administraba dos millones y medio de coronas de las que el doctor A. Sivarnandan podría disponer como quisiera, siempre y cuando el dinero se empleara en ofrecer todo tipo de atenciones a Holger Palmgren. Para usar los fondos, Sivarnandan tenía que dirigir una petición al auditor, quien más tarde se encargaría de realizar los pagos. Se trataba de un acuerdo poco habitual, por no decir insólito.
Durante varios días, Sivarnandan estuvo pensando si había algo que no fuera ético en esa manera de hacer las cosas. No se le ocurrió ninguna objeción, de modo que contrató a Johanna Karohna Oskarsson, de treinta y nueve años, como la entrenadora y asistenta personal de Holger Palmgren. Era fisioterapeuta titulada y contaba en su haber con varios cursos complementarios de psicología y una amplia experiencia como rehabilitadora. Formalmente estaba contratada por la fundación y, para asombro de Sivarnandan, el primer sueldo se le pagó por adelantado en cuanto firmó el contrato. Hasta ese momento había albergado la ligera duda de que todo eso tal vez se tratara de algún tipo de absurdo engaño.
Y, además, pareció dar resultado. Durante el último mes, la capacidad de coordinación y el estado general de Holger Palmgren habían mejorado considerablemente, cosa que podía comprobarse en las pruebas que realizaba todas las semanas. Sivarnandan se preguntaba cuánto de esa mejora se debía al entrenamiento y cuánto a Lisbeth Salander. No cabía duda de que Holger Palmgren se esforzaba al máximo y de que esperaba sus visitas con la ilusión de un niño. Parecía divertirle que ella le ganara siempre al ajedrez.
Una vez el doctor Sivarnandan los acompañó. Fue una partida curiosa. Holger Palmgren jugaba con las blancas y abrió con la defensa siciliana. Y lo hizo todo bien.
Meditaba cada movimiento durante mucho tiempo. Poco importaban los impedimentos físicos que la apoplejía le hubiera provocado: su agudeza mental permanecía intacta.
Mientras, Lisbeth Salander leía un libro sobre un tema tan peculiar como «la calibración de frecuencia de radiotelescopios en estado de ingravidez». Se encontraba sentada sobre un cojín para estar más alta frente a la mesa. Cuando Palmgren hizo su movimiento, ella levantó la vista y movió una pieza sin apenas pensárselo aparentemente. Acto seguido volvió al libro. Tras la jugada veintisiete, Palmgren se rindió. Salander levantó la mirada y, con el ceño fruncido, examinó el tablero durante un par de segundos.
– No -dijo-. Todavía puedes conseguir tablas.
Palmgren suspiró y dedicó cinco minutos a estudiar el tablero. Al final la miró fijamente.
– Demuéstramelo.
Ella le dio la vuelta al tablero y se hizo cargo de sus piezas. Llegó a tablas en la jugada treinta y nueve.
– ¡Dios mío! -exclamó Sivarnandan.
– Lisbeth es así. Nunca apuestes dinero con ella -dijo Palmgren.
Sivarnandan llevaba jugando al ajedrez desde pequeño; siendo adolescente se presentó al campeonato escolar de Abo, donde quedó segundo. Se consideraba un aficionado competente. Se dio cuenta de que Lisbeth Salander era una extraordinaria jugadora. Por lo visto, nunca había pertenecido a ningún club, de modo que cuando él mencionó que la partida le recordaba a una variante de una clásica partida de Lasker, ella puso cara de no entender nada. No parecía haber oído hablar de Emanuel Lasker. El doctor no pudo resistir la tentación de preguntarse si su talento sería innato y, en tal caso, si tendría otros talentos que pudieran interesar a un psicólogo.
Pero no le dijo nada. Constató, simplemente, que Holger Palmgren daba muestras de encontrarse mejor que nunca desde que ella había llegado a Ersta.
El abogado Nils Bjurman llegó a casa tarde. Había pasado cuatro semanas seguidas en la casa de campo que tenía en las afueras de Stallarholmen. Estaba desanimado. No había ocurrido nada que cambiara en lo fundamental su miserable situación. Tan sólo que el gigante rubio le había comunicado que les interesaba la propuesta; le iba a costar cien mil coronas.
En el suelo, bajo la trampilla del buzón, se había acumulado una montaña de correspondencia. La recogió y la puso sobre la mesa de la cocina. Había perdido el interés por todo lo que tuviera que ver con el trabajo y el mundo exterior. Hasta bien entrada la noche no detuvo la mirada en el montón de cartas. Las revisó distraídamente.
Una de ellas procedía de Handelsbanken. La abrió y casi sufrió un shock cuando descubrió que era el extracto de un reintegro de 9.312 coronas de la cuenta de Lisbeth Salander.
«Ha vuelto.»
Entró en su despacho y dejó el documento en su mesa de trabajo. Lo contempló con odio durante más de un minuto mientras ordenaba sus ideas. Tenía que buscar el número de teléfono ya. Acto seguido, levantó el auricular y marcó el número de un móvil con tarjeta prepago. El gigante rubio contestó con un ligero acento.
– ¿Sí?
– Soy Nils Bjurman.
– ¿Qué quiere?
– Ha vuelto a Suecia.
Al otro lado del hilo se hizo un breve silencio.
– Está bien. No vuelva a llamar a este número.
– Pero…
– Le avisaré dentro de poco.
Para su gran irritación, la llamada se cortó. Bjurman lo maldijo por dentro. Se acercó al mueble bar y se sirvió un buen chorro de Kentucky Bourbon. Apuró la copa en dos tragos. «Tengo que beber menos», pensó. Luego se sirvió un poquito más y se llevó la copa a su mesa, donde volvió a mirar el extracto.
Miriam Wu masajeó la espalda y el cuello de Lisbeth. Llevaba veinte minutos amasando intensamente mientras Lisbeth se limitaba a emitir algún que otro gemido de satisfacción. Que Mimmi le diera un masaje resultaba enormemente placentero: se sentía como una gatita que sólo quería ronronear y mover las patitas.
Ahogó un suspiro de decepción cuando Mimmi le pegó una palmadita en el culo diciendo que ya estaba bien. Permaneció quieta un momento, alimentando la vana esperanza de que Mimmi continuara; pero cuando la oyó alargar la mano para coger una copa de vino, se volvió boca arriba.
– Gracias -dijo.
– Creo que pasas demasiado tiempo sentada ante el ordenador. Por eso te duele la espalda.
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