Stieg Larsson - La Chica Que Soñaba Con Una Cerilla Y Un Bidón De Gasolina

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Lisbeth Salander se ha tomado un tiempo: necesita apartarse del foco de atención y salir de Estocolmo. Trata de seguir una férrea disciplina y no contestar a las llamadas ni a los mensajes de Mikael, que no entiende por qué ha desaparecido de su vida sin dar ningún tipo de explicación. Lisbeth se cura las heridas de amor en soledad, aunque intente distraer el desencanto mediante el estudio de las matemáticas y con ciertos placeres en una playa del Caribe.
¿Y Mikael? El gran héroe vive buenos momentos en Millennium, con las finanzas de la revista saneadas y el reconocimiento profesional por parte de los colegas. Ahora tiene entre manos un reportaje apasionante sobre el tráfico y la prostitución de mujeres procedentes del Este que le ha propuesto Dag Svensson, periodista de investigación, y su mujer, la criminóloga e investigadora de género Mia Bergman.
Las vidas de los dos protagonistas parecen haberse separado por completo, pero entretanto… una muchacha, atada a una cama, soporta un día tras otro las horribles visitas de un ser despreciable y, sin decir palabra, sueña con una cerilla y un bidón de gasolina, con la forma de provocar el fuego que acabe con todo.

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Hasta que el vehículo no se paró en Lundagatan y el chófer la zarandeó ligeramente no se percató de que le había dado mal la dirección. Rectificó y pidió que siguiera hasta la cuesta de Götgatan. Le dio una buena propina en dólares norteamericanos y soltó un taco al pisar un charco nada más bajar del coche. Vestía vaqueros, camiseta y una fina cazadora. Calzaba sandalias y calcetines cortos no muy gruesos. Tambaleándose, cruzó la calle hasta el 7-Eleven, donde compró champú, pasta de dientes, jabón, yogur líquido, leche, queso, huevos, pan, bollos de canela congelados, café, bolsitas de té Lipton, pepinillos en vinagre, manzanas, un paquete grande de Billys Pan Pizza y un cartón de Marlboro Light. Pagó con Visa.

Ya en la calle, dudó sobre qué camino tomar. Podía subir por Svartensgatan o por Hökens gata, que quedaba un poquito más abajo, en dirección a Slussen. El inconveniente de ir por Hökens gata era que entonces tendría que pasar por delante del portal de la redacción de Millennium y corría el riesgo de toparse con Mikael Blomkvist. Al final decidió que, de ahora en adelante, no daría rodeos para evitarlo. Por lo tanto, fue bajando hacia Slussen a pesar de que era un poco más largo, y giró a la derecha por Hökens gata para subir a la plaza de Mosebacke. Pasó ante la estatua de Las Hermanas, frente al Södra Teatern, y tomó las escaleras hasta Fiskargatan. Se detuvo y, pensativa, contempló el edificio. No se sentía del todo «en casa».

Miró a su alrededor. Era un rincón aislado de todo en pleno Södermalm. No había apenas tráfico, cosa que le gustaba. Resultaba fácil observar a los que se movían por la zona. Probablemente durante el verano se tratara de un popular lugar de paseo, pero en invierno sólo pasaban por allí los que tenían algún motivo concreto. Nadie a la vista. Al menos, nadie que pudiera reconocerla. Lisbeth depositó la bolsa en la sucia aguanieve que cubría la calle para sacar la llave. Cogió el ascensor hasta la última planta y abrió una puerta que tenía una placa donde podía leerse: «V. Kulla».

Una de las primeras medidas de Lisbeth en cuanto se hizo con una gran cantidad de dinero y se convirtió en económicamente independiente para el resto de su vida (o mientras duraran los casi tres mil millones de coronas) fue buscarse una nueva casa. Hacer negocios inmobiliarios resultó una nueva experiencia para ella. Nunca había invertido dinero en nada grande, excepto algún que otro objeto que pudiera pagar al contado o en unos cuantos plazos. Hasta ahora sus mayores gastos no habían pasado de unos ordenadores y su moto Kawasaki. Esta última la compró por siete mil coronas: un chollo. Adquirió piezas de repuesto por un valor similar y dedicó varios meses a desmontar la moto, ella misma, y ponerla a punto. Habría querido un coche pero dudó en comprárselo, ya que no sabía muy bien cómo hacer que le cuadraran las cuentas.

Un piso -comprendió- era un negocio de mayor envergadura. Había empezado leyendo los anuncios de Dagens Nyheter en su edición digital. No tardó en entender que aquello era toda una ciencia.

2 hab. + coc. + com. situación ideal, cerca de Södra Station. Precio: 2.700.000 coronas o al mejor postor. Comunidad y otros gastos: 5.510.

3 hab. + coc, vistas al parque, Högalid. 2.900.000 coronas.

2,5 hab., 47 m2, baño reformado, edificio rehabilitado en 1998. Gotíandsgatan. 1.800.000 coronas. Comunidad y otros gastos: 2.200.

Se rascó la cabeza y, al azar, eligió unos anuncios a los que llamó por teléfono sin saber muy bien qué preguntar. Al cabo de un rato se sintió tan tonta que lo dejó. El primer domingo de enero salió e hizo dos visitas de pisos. Uno de ellos se encontraba en Vindragarvägen, en Reimersholme, y el otro en Heleneborgsgatan, cerca de Hornstull. El de Reimersholme tenía cuatro habitaciones y mucha luz; estaba en una torre con vistas a Långholmen y Essingen. Allí estaría a gusto. El piso de Heleneborgsgatan era un cuchitril con vistas al edificio de enfrente.

El problema residía en que no sabía dónde quería vivir, qué aspecto debería tener la casa, ni qué requisitos debería exigir, como compradora, a su nuevo hogar. Hasta ahora no se había planteado buscarle una alternativa al apartamento de cuarenta y siete metros cuadrados de Lundagatan donde pasó su infancia y del que se hizo propietaria -gracias a su administrador de entonces, Holger Palmgren- el día en el que cumplió dieciocho años. Se sentó en el raído sofá de su salón-estudio y empezó a reflexionar.

Al edificio se accedía por un patio interior; el apartamento era pequeño y poco acogedor. Todo lo que podía contemplar desde su dormitorio era la pared medianera del bloque de enfrente. La cocina tenía vistas a la parte trasera del inmueble que daba a la calle, así como a la entrada de un sótano. Desde el salón veía una farola y unas ramas de abedul.

Por lo tanto, el principal requisito era que su nueva vivienda tuviera vistas.

Echaba de menos un balcón y siempre había envidiado a los vecinos más adinerados de las plantas superiores, que se pasaban los calurosos días de verano con una cerveza fría bajo el toldo de su balcón. La segunda condición era, por lo tanto, un balcón.

¿Qué aspecto tendría la casa? Pensó en el apartamento de Mikael Blomkvist: un ático reformado en Bellmansgatan, de sesenta y cinco metros cuadrados y con vistas al Ayuntamiento y Slussen. Allí se había encontrado a gusto. Deseaba una casa acogedora, fácil de amueblar y de cuidar. Eso se convirtió en el tercer requisito de su lista.

Había vivido durante muchos años en un espacio muy reducido. Su cocina tenía poco más de diez metros cuadrados, donde cabían una pequeña mesa para comer y dos sillas. El salón medía veinte metros. El dormitorio doce. El cuarto requisito era que la nueva vivienda fuera más grande y que tuviera más armarios. Quería un verdadero cuarto de trabajo y un dormitorio grande donde campar a sus anchas.

Su cuarto de baño era un cuchitril sin ventana con baldosas grises en el suelo, una vieja y pequeña bañera con asiento y un papel de pared que nunca quedaba realmente limpio por mucho que frotara. Quería azulejos y una bañera grande. Quería tener la lavadora en el piso y no en un cutre sótano. Quería que el cuarto de baño oliera bien y que pudiera ventilarse.

Acto seguido, se conectó a Internet para buscar ofertas de agentes inmobiliarios. Al día siguiente se levantó temprano y visitó una agencia llamada Nobelmäklarna que, según algunos, gozaba de la mejor reputación en todo Estocolmo. Llevaba unos desgastados vaqueros negros, unas botas y su negra chupa de cuero. Se situó junto a un mostrador, desde donde observó distraídamente a una rubia de unos treinta y cinco años que acababa de entrar en la página web de la empresa y que empezaba a colgar fotografías de pisos. Finalmente, un hombre de unos cuarenta años, regordete, pelirrojo y con poco pelo, se acercó a Lisbeth. Ella le preguntó por los pisos que tenía en oferta. Asombrado, se quedó mirándola un momento y luego le dijo en un tono algo paternal y burlón:

– Bueno, bueno, jovencita, ¿saben tus papás que quieres irte de casa?

Lisbeth Salander lo contempló en silencio con una fría mirada hasta que él dejó de reírse socarronamente.

– Necesito un piso -aclaró.

El hombre carraspeó y miró a su colega con el rabillo del ojo.

– Entiendo. ¿Y qué tipo de casa tenías en mente?

– Quiero una casa en Södermalm. Debe tener balcón y vistas al mar, por lo menos cuatro habitaciones, un cuarto de baño con ventana y sitio para la lavadora. Y tiene que haber un garaje donde pueda guardar una moto bajo llave.

La mujer del ordenador interrumpió lo que estaba haciendo y, curiosa, volvió la cabeza para mirar a Lisbeth.

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