Stieg Larsson - La Chica Que Soñaba Con Una Cerilla Y Un Bidón De Gasolina

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Lisbeth Salander se ha tomado un tiempo: necesita apartarse del foco de atención y salir de Estocolmo. Trata de seguir una férrea disciplina y no contestar a las llamadas ni a los mensajes de Mikael, que no entiende por qué ha desaparecido de su vida sin dar ningún tipo de explicación. Lisbeth se cura las heridas de amor en soledad, aunque intente distraer el desencanto mediante el estudio de las matemáticas y con ciertos placeres en una playa del Caribe.
¿Y Mikael? El gran héroe vive buenos momentos en Millennium, con las finanzas de la revista saneadas y el reconocimiento profesional por parte de los colegas. Ahora tiene entre manos un reportaje apasionante sobre el tráfico y la prostitución de mujeres procedentes del Este que le ha propuesto Dag Svensson, periodista de investigación, y su mujer, la criminóloga e investigadora de género Mia Bergman.
Las vidas de los dos protagonistas parecen haberse separado por completo, pero entretanto… una muchacha, atada a una cama, soporta un día tras otro las horribles visitas de un ser despreciable y, sin decir palabra, sueña con una cerilla y un bidón de gasolina, con la forma de provocar el fuego que acabe con todo.

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El hotel Keys -que había sido devastado, al igual que toda la costa- iba tener que pasar por una importante reforma. El bar exterior de Ella Carmichael había desaparecido, y un porche había quedado totalmente destrozado. Los postigos de las ventanas habían sido arrancados de cuajo de la fachada y una parte del tejado saliente del hotel se había doblado. La recepción era un caos de escombros.

Lisbeth cogió a George Bland y, tambaleándose, se fueron a la habitación. De manera provisional colgó una manta en el hueco de la ventana para que no entrara la lluvia. George Bland se topó con la mirada de Lisbeth.

– Habrá menos cosas que explicar si decimos que no hemos visto a su marido -comentó Lisbeth antes de que a George le diera tiempo a hacer preguntas.

Él asintió. Lisbeth se quitó la ropa, la dejó caer al suelo y dio un par de palmaditas en la cama. George volvió a asentir, se desnudó y se metió entre las sábanas junto a Lisbeth. Se durmieron en seguida.

A mediodía, cuando ella se despertó, el sol se filtraba entre las nubes. Le dolían todos los músculos del cuerpo y su rodilla se había hinchado tanto que le costaba doblar la pierna. Sigilosamente, se levantó de la cama, se metió bajo la ducha y se quedó mirando a la lagartija verde, que volvía a estar nuevamente en la pared. Se puso unos pantalones cortos y una camiseta de tirantes, y salió cojeando de la habitación sin despertar a George Bland.

Ella Carmichael estaba todavía en pie. Parecía cansada pero ya había montado el bar al lado de la recepción. Lisbeth se sentó a una mesa junto a la barra y pidió un café y un sandwich. De reojo, miró por las ventanas destrozadas de la entrada. Había aparcado un coche de policía. Acababan de traerle el café cuando Freddy McBain salió de su despacho, ubicado junto al mostrador de la recepción, seguido de un agente uniformado. McBain la descubrió allí y, antes de dirigirse a la mesa donde se hallaba Lisbeth, le dijo algo al policía.

– Este es el agente Ferguson. Quiere hacerte unas preguntas.

Lisbeth asintió educadamente. Ferguson parecía cansado. Sacó un cuaderno y un bolígrafo, y apuntó el nombre de Lisbeth.

– Miss Salander, tengo entendido que usted y su amigo encontraron anoche a la esposa de Richard Forbes durante el huracán.

Lisbeth asintió.

– ¿Dónde la encontró?

– En la playa, a poca distancia de la puerta de la muralla -contestó Lisbeth-. Tropezamos prácticamente con ella.

El agente Ferguson tomó nota.

– ¿Dijo algo?

Lisbeth negó con la cabeza.

– ¿Estaba inconsciente?

Lisbeth asintió con un gesto de sensatez.

– Tenía una herida espantosa en la cabeza.

Lisbeth volvió a asentir.

– ¿Sabe usted cómo se la hizo?

Lisbeth negó con un movimiento de cabeza. Ante su falta de palabras, Ferguson pareció algo irritado.

– Había muchos trastos volando por los aires -dijo a modo de ayuda-. A mí casi me da una tabla en la cabeza.

Ferguson asintió con semblante serio.

– ¿Se ha lesionado la pierna?

Ferguson señaló la venda de Lisbeth.

– ¿Qué le ocurrió?

– No lo sé. No descubrí la herida hasta que bajé al sótano.

– Estaba acompañada de un joven.

– George Bland.

– ¿Dónde vive?

– En el cobertizo que hay tras The Coconut, un poco más abajo, de camino al aeropuerto. Si es que queda algo…

Lisbeth se abstuvo de comentar que, en aquel momento, George Bland se hallaba durmiendo en su cama, en la primera planta.

– ¿Vio a Richard Forbes?

Lisbeth negó con la cabeza.

Aparentemente, al agente Ferguson no se le ocurrió ninguna pregunta más y cerró el cuaderno.

– Gracias, miss Salander. Tengo que redactar un informe sobre el fallecimiento.

– ¿Ha muerto?

– ¿La señora Forbes…? No, se encuentra en el hospital de Saint George's. Probablemente les deba la vida a usted y a su amigo. Pero su marido ha muerto. Lo encontraron en el aparcamiento del aeropuerto hace dos horas.

Más de seiscientos metros al sur.

– Estaba muy malherido -explicó Ferguson.

– Qué pena -dijo Lisbeth Salander sin manifestar mayores signos de shocl.

Cuando McBain y el agente Ferguson se hubieron alejado, Ella Carmichael se acercó y se sentó a la mesa de Lisbeth. Sirvió dos chupitos de ron. Lisbeth la observó fijamente.

– Después de una noche así, una necesita recobrar las energías. Invito yo. Invito a todo el desayuno.

Las dos mujeres se miraron. Luego levantaron los vasitos y brindaron.

Durante mucho tiempo, Mathilda iba a ser objeto de estudios científicos y discusiones entre instituciones meteorológicas del Caribe y de Estados Unidos. Tornados de la magnitud de Mathilda eran prácticamente desconocidos en la región. Se consideraba teóricamente imposible que se formaran en el agua. Al final, los expertos se pusieron de acuerdo en que una muy peculiar conjunción de frentes se había aliado para crear un «seudotornado», algo que, en realidad, no era un tornado de verdad, pero que lo parecía. Algunos críticos con esta idea defendieron ciertas teorías sobre el efecto invernadero y la alteración del equilibrio ecológico.

Lisbeth Salander pasaba de las discusiones teóricas. Sabía lo que había visto y decidió evitar que alguna de las hermanas de Mathilda volviera a cruzarse en su camino.

Varias personas sufrieron daños durante la noche. Milagrosamente sólo una había fallecido. Nadie podía entender qué llevó a Richard Forbes a salir en medio de un huracán, excepto, tal vez, esa falta de sensatez que siempre parecía caracterizar a los turistas norteamericanos. Geraldine Forbes no podía contribuir con ninguna explicación. Sufría una grave conmoción cerebral y sólo guardaba unos recuerdos inconexos de los acontecimientos ocurridos durante la noche.

Sin embargo, estaba desconsolada por haberse quedado viuda.

SEGUNDA PARTE: From Russia with love

Del 10 de enero al 23 de marzo

Normalmente, una ecuación contiene una o varias incógnitas, frecuentemente denominadas x, y, z, etc. Los valores de estas incógnitas, que garantizan la igualdad efectiva de los dos miembros de la ecuación, son los que satisfacen (conforman, configuran) la ecuación o constituyen la solución.

Ejemplo: 3x + 4 = 6x – 2(x = 2).

Capítulo 4 Lunes, 10 de enero – Martes, 11 de enero

Lisbeth Salander aterrizó en el aeropuerto de Arlanda a las seis y media de la mañana. Había viajado durante veintiséis horas, de las cuales nada menos que nueve las pasó en Grantly Adams Airport, en Barbados. British Airways se había negado a que el avión despegara hasta que se neutralizara una posible amenaza terrorista y no se llevaran a un pasajero con aspecto árabe para ser interrogado. Al llegar a Gatwick, Londres, ya había perdido la conexión para el último vuelo a Suecia y tuvo que esperar unas cuantas horas antes de conseguir que le reservaran uno para la mañana siguiente.

Lisbeth se sentía como una bolsa de plátanos puesta al sol durante demasiado tiempo. Sólo llevaba una bolsa de mano que contenía su PowerBook, Dimensions y una muda de ropa, todo bien comprimido. Pasó sin problemas por el pasillo verde de la aduana. Al llegar a la parada de autobuses, el aguanieve y una temperatura que rondaba los cero grados le dieron la bienvenida.

Dudó un instante. Durante toda su vida se había visto obligada a elegir la alternativa más barata y todavía le costaba acostumbrarse a la idea de que disponía de casi tres mil millones de coronas que ella solita, sin ninguna ayuda, había robado, combinando un atraco informático por Internet con el típico timo de toda la vida. Tras un par de minutos mandó al garete sus antiguas normas y llamó a un taxi. Le dio la dirección de Lundagatan al taxista y se durmió casi en el acto en el asiento trasero.

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