Stieg Larsson - La Chica Que Soñaba Con Una Cerilla Y Un Bidón De Gasolina

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Lisbeth Salander se ha tomado un tiempo: necesita apartarse del foco de atención y salir de Estocolmo. Trata de seguir una férrea disciplina y no contestar a las llamadas ni a los mensajes de Mikael, que no entiende por qué ha desaparecido de su vida sin dar ningún tipo de explicación. Lisbeth se cura las heridas de amor en soledad, aunque intente distraer el desencanto mediante el estudio de las matemáticas y con ciertos placeres en una playa del Caribe.
¿Y Mikael? El gran héroe vive buenos momentos en Millennium, con las finanzas de la revista saneadas y el reconocimiento profesional por parte de los colegas. Ahora tiene entre manos un reportaje apasionante sobre el tráfico y la prostitución de mujeres procedentes del Este que le ha propuesto Dag Svensson, periodista de investigación, y su mujer, la criminóloga e investigadora de género Mia Bergman.
Las vidas de los dos protagonistas parecen haberse separado por completo, pero entretanto… una muchacha, atada a una cama, soporta un día tras otro las horribles visitas de un ser despreciable y, sin decir palabra, sueña con una cerilla y un bidón de gasolina, con la forma de provocar el fuego que acabe con todo.

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Pasadas las tres de la tarde, salió al pasillo y vio a Niklas Eriksson abandonando el despacho de Sonja Modig, donde había seguido trabajando en el contenido del disco duro de Dag Svensson. Una absurda actividad ya que ningún policía de verdad estaba a su lado para ayudarle y supervisar lo que pudiera pasar por alto.

Decidió transferir a Niklas Eriksson al grupo de Curt Svensson lo que restaba de semana.

Sin embargo, antes de que le diera tiempo a decir nada, Eriksson desapareció pasillo abajo, en dirección al cuarto de baño. Bublanski se frotó la nuca y se acercó hasta el despacho de Modig, donde esperó a que Eriksson regresara. A través de la puerta abierta contempló la silla vacía de Sonja Modig.

Luego, la mirada del inspector recayó en el móvil de Niklas Eriksson, que había olvidado en la estantería de detrás de su silla.

Bublanski dudó un segundo y echó un vistazo fugaz a la puerta del baño, aún cerrada. Acto seguido, presa de un impulso, entró en el despacho, se metió el móvil de Eriksson en el bolsillo y, sin perder un instante, se dirigió a su despacho. Cerró la puerta y comprobó la lista de llamadas realizadas.

A las 9.57, cinco minutos después de la polémica reunión, Niklas Eriksson había llamado a un número que empezaba por 070. Bublanski levantó el auricular del teléfono fijo de su mesa y lo marcó. Al otro lado, respondió el periodista Tony Scala.

Colgó y se quedó mirando fijamente el móvil de Eriksson. A continuación, se levantó enfurecido. Apenas había dado dos pasos hacia la puerta, cuando sonó el teléfono de su mesa. Retrocedió y contestó la llamada con un grito.

– Soy Jerker. Sigo en el almacén.

– Vale.

– El fuego ya está apagado. Llevamos dos horas examinando los alrededores. La policía de Södertälje ha traído un perro rastreador para olfatear la zona, por si había algún cadáver entre los escombros.

– Negativo. Pero hace un rato, paramos unos minutos para que el perro descansara el olfato. Su adiestrador dice que es necesario, porque en los incendios siempre hay olores muy intensos.

– Al grano.

– Fue a dar un paseo y soltó al perro en un sitio apartado. El chucho detectó un cadáver en el bosque, a unos setenta y cinco metros del almacén. Hemos cavado el lugar y, hace diez minutos, hemos sacado una pierna humana con el zapato todavía puesto. Parece que pertenece a un hombre. Los restos no estaban enterrados a mucha profundidad.

– Joder, Jerker, tienes que…

– Ya he asumido el mando y he interrumpido la excavación. Quiero traer a los forenses y a especialistas de verdad antes de continuar.

– Buen trabajo, Jerker.

– Eso no es todo. Hace cinco minutos, el perro ha marcado otro lugar, a unos ochenta metros del primero.

Lisbeth Salander preparó café en la cocina de Bjurman, se comió otra manzana y pasó dos horas leyendo, página a página, la documentación que el abogado poseía sobre ella. Estaba impresionada. Bjurman le había dedicado un esfuerzo ingente a la tarea; había sistematizado toda la información como si se tratara de un apasionante hobby. Había hallado material sobre su persona del que ni la propia Lisbeth tenía constancia.

Con sentimientos encontrados, leyó el diario de Holger Palmgren. Eran dos cuadernos negros. Había empezado a llevar un diario sobre Lisbeth cuando ella tenía quince años y se escapó de su segunda familia de acogida, una pareja mayor de Sigtuna. Él era sociólogo y ella escritora de libros infantiles. Permaneció con ellos doce días. A Lisbeth le dio la impresión de que se compadecían de ella y se sentían inmensamente orgullosos de poder contribuir a la sociedad. Parecía que, a cambio, esperaban de ella una profunda gratitud. El colmo fue cuando su madre de acogida -más que temporal- se dio un exceso de importancia explayándose ante una vecina sobre lo esencial que era que alguien se ocupara de los jóvenes con problemas. Cada vez que su madre de acogida la exhibía ante sus amigas, Lisbeth quería gritar: «¡No soy un puto proyecto social!». El duodécimo día, robó cien coronas del bote para los gastos de la compra y cogió el autobús hasta Upplands-Väsby. Desde allí, tomó un tren de cercanías que la llevó hasta la estación central. La policía la encontró seis semanas más tarde viviendo con un señor de sesenta y siete años en Haninge.

Ese tío fue bastante legal. Le ofreció alojamiento y comida. Ella no había tenido que hacer gran cosa a cambio: él sólo quería mirarla desnuda. Nunca la tocó. Ella sabía que, por definición, debía ser considerado pedófilo, pero nunca se sintió amenazada. Lo veía como una persona introvertida y socialmente discapacitada. A posteriori, incluso llegó a experimentar una extraña sensación de parentesco al pensar en él. Los dos vivían completamente al margen de la sociedad.

Al final, un vecino reparó en ella y avisó a la policía. Un asistente social invirtió grandes esfuerzos para convencerla de que denunciara al hombre por abusos sexuales. Ella se negó obstinadamente a reconocer que algo inadecuado hubiese tenido lugar y, en cualquier caso, ella tenía quince años, la edad legal. Fuck you. Luego, Holger Palmgren intervino y la sacó de allí con acuse de recibo.

Palmgren había empezado a escribir un diario sobre ella con algo que parecía un frustrado intento de aclarar sus propias dudas. La primera entrada databa de diciembre de 1993.

A medida que pasa el tiempo, me parece que L. es la criatura más ingobernable con la que he lidiado jamás. Me pregunto si hago bien oponiéndome a que vuelvan a ingresarla en Sankt Stefan. Ha huido de dos familias de acogida en tres meses. Con esas fugas corre un riesgo de acabar mal. Pronto deberé decidir si renunciar al cometido y exigir que sea atendida por expertos de verdad. No sé lo que está bien ni lo que está mal. Hoy he hablado seriamente con ella.

Lisbeth se acordaba de cada palabra pronunciada durante esa conversación. Fue el día anterior a Nochebuena. Holger Palmgren se la llevó a su casa y la alojó en el cuarto de invitados. Había preparado espaguetis a la boloñesa. Después de la cena, la sentó en el sofá del salón, frente a él. Ella se preguntó sin mucho interés si Palmgren también la querría ver desnuda. En cambio, habló con ella como si se dirigiera a un adulto.

Fue un monólogo de dos horas; ella apenas intervino. Le explicó la realidad de la vida, que en su caso consistía en elegir entre volver a Sankt Stefan o vivir con una familia de acogida. Le prometió que iba a intentar encontrarle una familia medianamente aceptable, y le exigió que se conformara con su elección. Lisbeth pasaría la Navidad con él para que tuviera tiempo de reflexionar sobre su futuro. La elección era suya, pero él quería una clara respuesta y un compromiso por su parte, el día después de Navidad, como muy tarde. Tendría que prometer que, si surgían problemas, se dirigiría a él en vez de escapar. Luego la envió a la cama y, al parecer, se sentó a redactar las primeras líneas de su diario personal sobre Lisbeth Salander.

La amenaza, la alternativa de ser llevada a Sankt Stefan después de Navidad, la asustó más de lo que Floiger Palmgren podía sospechar. Pasó las fiestas angustiada, vigilando con desconfianza cada movimiento de Palmgren. El día después de Navidad seguía sin haberla tocado y tampoco dio señales de querer mirarla a hurtadillas. Todo lo contrario, se irritó in extremis cuando ella lo provocó paseándose desnuda del cuarto de invitados al baño. Él cerró la puerta dando un fuerte portazo. Finalmente, ella accedió y se comprometió a cumplir sus exigencias. Y había mantenido su palabra. Bueno, más o menos.

En su diario, Palmgren dejaba constancia de cada reunión que tenía con ella. Unas veces con tres líneas y otras llenando varias páginas enteras con sus reflexiones. Al leer algunos pasajes, Lisbeth se quedó estupefacta. Palmgren era más perspicaz de lo que Lisbeth se imaginaba. En ocasiones, había anotado los pormenores de las tretas con las que ella intentaba engañarle y cómo él anticipaba sus intenciones.

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