John Case - Código Génesis
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A los amigos de Woody les gustaba especular sobre las razones por las que la señora Woodburn estaba siempre embarazada. También tenían la costumbre de calcular el coste de los gastos familiares en enseñanza cada vez que un nuevo retoño Woodburn entraba en uno de los caros colegios privados de Washington. Lassiter se pasó la mitad de su infancia en la casa que los Woodburn tenían en Georgetown, donde, entre amigos y primos, había suficientes niños para jugar a policías y ladrones a escala monumental.
No tardó en localizar a Woody en el Departamento de Estado.
– Ahora no puedo hablar -dijo Woody. -Estoy en una reunión.
– No quiero hablar contigo -replicó Lassiter, -sino con uno de tus hermanos.
– En otras circunstancias me encantaría intentar adivinar cuál de ellos, pero ahora estoy demasiado ocupado.
– El que trabaja en esa revista sensacionalista.
– ¿Con Gus? Habría sido el último en que hubiera pensado. Apunta su número.
Resultó mucho más difícil encontrar a Augustus Woodburn, editor jefe de la revista National Enquirer, que a su hermano en el Departamento de Estado. Finalmente Lassiter se tuvo que conformar con la promesa de una secretaria de que le diría a «A. W.» que había llamado.
A Gus siempre le había fascinado el periodismo. Primero dirigió el periódico del colegio St. Alban’s, el Bulldog. Después trabajó como becario en el Washington Post y dirigió el periódico de la Universidad de Yale hasta su último año de carrera, cuando lo dejó todo para casarse con una esquiadora acuática profesional. Se mudó a Florida, donde su mujer trabajaba en un parque acuático, y encontró trabajo en el Enquirer.
En cualquier otra familia, Gus habría sido la oveja negra. Pero el clan de los Woodburn era tan numeroso que a los padres no les quedaba más remedio que mostrar cierta indulgencia. Además, como decía Woody: «Es increíble la cantidad de gente que conoce a ese chico.»
En el hotel, Lassiter había visto la cara de Gus en la televisión mientras cambiaba de un canal a otro. Estaba en una de esas tertulias en las que todo el mundo parece hablar a gritos. Lassiter hubiera cambiando inmediatamente de canal, pero dio la casualidad de que en ese momento estaban presentando a «Augustus Woodburn, editor jefe del National Enquirer». La tertulia trataba sobre la ética en los medios de comunicación.
Era evidente que a alguien se le había ocurrido la brillante idea de invitar a Gus al programa para que sirviera de blanco de tiro para los virtuosos hombres y mujeres que representaban a la revista Harpers, al Washington Post, al New York Times y a la cadena pública de radio NPR. Pero era Gus -un joven apuesto de treinta y tantos años, con su mandíbula griega y sus penetrantes ojos azules -el que les estaba dando un repaso a los «señoritos». Se habían burlado del «sórdido periodismo de las revistas sensacionalistas», y él había contraatacado sin piedad contra los medios de comunicación que representaban la ortodoxia del país.
Con una mezcla de indignación contenida y sangre fría, Gus recordó a sus colegas que el Enquirer se sostenía gracias a las miles de personas que compraban la publicación, sin tener que recurrir a incluir publicidad de sustancias dañinas como el tabaco y el alcohol. Y, en cuanto al contenido, era verdad que el Enquirer nunca había ganado un premio Pullitzer, pero tampoco había que olvidar que el premio había perdido gran parte de su reputación como consecuencia del escándalo de Janet Cook. Hablando de ética periodística, después de nombrar a los asistentes y a sus principales benefactores, Gus puso en duda la capacidad de los asistentes para informar objetivamente sobre cuestiones como las licencias de armas o la salud pública. ¿Cómo era posible ser objetivo cuando el periodista que escribía el artículo había recibido treinta mil dólares por dar una conferencia auspiciada por la Asociación Nacional de Rifles o la Asociación Médica Americana?
– En el Enquirer no damos conferencias -dijo Gus. -De hecho, ni siquiera las cubrimos.
Cuando acabó el programa, el público se puso en pie para aplaudir a Gus.
Gus le devolvió la llamada a las dos de la tarde. Lassiter empezó a explicarle quién era, pero Gus lo interrumpió.
– Me acuerdo perfectamente de ti. Elizabeth Goode me dejó para salir contigo cuando yo tenía dieciséis años y tú diecisiete.
– Lo siento.
– Ya se me ha pasado -le aseguró Gus. Después fue directamente al grano. -Por más vueltas que le doy, no consigo imaginarme qué puedes querer de mí.
Lassiter le dijo que esperaba poder contar con su discreción.
Gus se rió.
– Me dicen exactamente lo mismo por lo menos diez veces al día. Y yo siempre contesto lo mismo: sí, puedes contar con mi discreción; por el honor de los Bulldogs del colegio.
– Se trata de Calista Bates.
– Mi estrella de cine favorita. ¿De qué se trata?
– La estoy buscando.
– Tú y medio mundo. Nos llegan más rumores sobre el paradero de Calista que sobre ningún otro famoso; excepto Elvis, claro. Aunque yo personalmente espero por su bien que siga dondequiera que esté. Si volviera llenaría las primeras páginas durante una semana, pero luego solo sería otra actriz más que busca trabajo.
Lassiter le explicó por encima por qué estaba interesado en la actriz. Le explicó que era un asunto personal y que no podía decirle mucho más, pero que agradecería cualquier pista sobre el paradero de Calista, incluso aunque no pareciera demasiado fiable.
– Me halagas. Un investigador de tu prestigio pidiéndome ayuda a mí. -Gus suspiró. -Pero me temo que no voy a poder ayudarte. Realmente, no se sabe nada de ella desde que se marchó de Minneapolis. Recibimos constantes llamadas de personas que dicen que la han visto, pero ya sabes cómo es eso. Realmente perdimos el rastro hace… ¿Cuánto tiempo hace ya? ¿Seis años?
– Bueno, si por lo que fuera oyeras algo…
– Quién sabe. Aunque… Tenemos un periodista que se ha forjado su reputación a base de informar sobre Calista.
– ¿Finley?
– Sí, Finley. ¿Ya has hablado con él?
– Yo no, uno de mis investigadores.
– Pues espero que fuera discreto, porque Finley es un perro de presa. Ya sé lo que vamos a hacer. Le diré a alguien que le eche un vistazo al archivo, que repase las llamadas que hayamos recibido últimamente sobre Calista. De hecho, les diré a los chicos que preparen un artículo sobre el posible paradero de Calista. Hasta puedo poner a Finley a cargo de todo. Así, al menos estará ocupado. Y, qué demonios, lo más probable es que acabemos publicándolo. En cualquier caso, te llamaré con lo que averigüemos.
– Gracias. Te debo una -dijo Lassiter.
– Dos. No te olvides de Elizabeth Goode.
Lassiter recibió el sobre con el historial financiero de su hermana que había solicitado esa misma tarde. El documento tenía seis páginas, pero Lassiter fue directamente a la última página. Allí estaba el dato que buscaba: «19-10-95: Allied National Products.»
Estaba claro. La misma empresa de Chicago había solicitado el historial financiero de Marie A. Williams y de Kathy. Y, además, lo había hecho el mismo día. Tenía que ser Grimaldi.
Dio unos golpecitos en el escritorio. «¿Y ahora qué?» Al cabo de unos segundos volvió a llamar por la línea interna al departamento de investigación.
– Quiero la partida de nacimiento de una mujer llamada Marie A. Williams -le dijo a uno de sus empleados. -Nació el 8 de marzo de 1962 en el estado de Maine, aunque no sé dónde exactamente. Lo mejor será hablar con alguien del gobierno local del estado de Maine. Que nos manden por fax toda la información que tengan.
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