John Case - Código Génesis
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De repente, una posibilidad hizo que se le estremeciera el cuerpo. Lassiter se incorporó en su asiento. ¿Y si Baresi realmente lo hubiera conseguido? ¿Y si hubiera empleado la clínica para clonar…?
¿Para clonar qué? O, mejor dicho, ¿a quién? Lassiter volvió a hacer un ruido de frustración. El hombre del asiento de enfrente se levantó y se fue al otro extremo del vagón.
¿Qué pasaría si lo hubiera hecho? ¿Acaso se habría arrepentido después de hacerlo? ¿Cambiaría de parecer Baresi? ¿Habría sido capaz Baresi de ordenar el asesinato de los niños?
Eso era una locura. Y, además, los niños de la clínica no podían ser clones; no se parecían. Brandon no se parecía a Jesse, y ninguno de los dos se parecía a los otros niños que había visto en fotografías. Ni a Martin Henderson ni al hijo de Jiri Reiner. Eran todos distintos.
Así que no podían ser clones, pensó Lassiter, a no ser que…
¿Qué? A no ser que fueran clones de distintas personas. ¿De qué personas? ¿De los miembros del colegio cardenalicio? ¿De los jugadores de fútbol del Milán?
No, eso era ridículo. Aunque Baresi hubiera podido hacer algo así, ¿por qué iba a querer hacerlo? Desde luego, los niños no formaban parte de una investigación. Las mujeres iban a la clínica, se quedaban embarazadas y volvían a sus casas. Todo era muy normal. Y, por lo que sabía Lassiter, Baresi nunca había pedido una foto de los niños ni había seguido su proceso de evolución. Era un sencillo procedimiento médico y nada más que eso.
Pero tenía que haber algo más.
Porque todas las pacientes habían sido asesinadas.
CAPÍTULO 35
El frío de Washington no podía compararse con el que hacía en Maine.
Lassiter estaba sentado en un Ford Taurus de alquiler delante de la jefatura de tráfico de Portland, Maine. Se estaba regañando a sí mismo, con las manos encima de las rejillas por las que salía la calefacción. No debería haber usado su tarjeta de crédito para alquilar el coche en Hertz; debería haber pagado al contado. Sólo que no aceptaban dinero al contado, así que no le había quedado más remedio que pagar con la tarjeta. Y, de todas formas, daba igual. Con tal de pagar la gasolina al contado… Si lo hacía, nadie podría saber adonde había ido.
A pesar del chorro de aire caliente, todavía tenía los dedos helados después de haber limpiado la capa de hielo que cubría el parabrisas con la sección de deportes del Portland Press-Herald. «Realmente, no estoy equipado para este frío -pensó Lassiter. -Una simple chaqueta de cuero no es suficiente, ni tampoco los elegantes guantes de Bergorf Goodman. Necesitaría unas manoplas y un traje de astronauta.»
El reloj del coche marcaba las 8.56 horas. Sólo faltaban cuatro minutos para que abrieran. Lassiter pensó que debería haber ido antes a Sunday River a enseñarle la foto a los dueños de los apartamentos, a los empleados de las tiendas de esquí, a los monitores, a los encargados de la guardería… Aunque lo más probable era que eso no sirviera para nada; debían de subir miles de personas cada fin de semana. Además, la foto era de hacía dos años y no estaba hecha en la estación de esquí, sino en un centro comercial. En la fotografía, la montaña estaba detrás del McDonald’s, a lo lejos.
Pero, desde luego, era esa montaña. Era Sunday River. Había comparado la montaña de la foto con la montaña de los folletos turísticos del hotel Ramada y no había duda de que era la misma. Calista estaba en Maine o, por lo menos, había estado en Maine dos años atrás.
Lassiter encendió la radio. Una mujer con las caderas muy anchas salió de la jefatura de tráfico con una bandera en cada mano, avanzó hasta las dos astas y, sin más ceremonias, izó la bandera nacional y la del estado de Maine, que consistía en un gran pino verde. Luego, volvió sobre sus pasos por el aparcamiento cubierto de hielo.
Una voz en la radio anunció que la temperatura era de quince grados bajo cero. «Las temperaturas están subiendo», dijo el locutor con voz animosa.
A las nueve en punto, cuando la mujer abrió la puerta de la jefatura de tráfico, una docena de motores se apagaron en el aparcamiento. Una a una, las personas más madrugadoras salieron de sus coches y se dirigieron hacia el edificio. Lassiter los siguió. Medio minuto después estaba delante de la ventanilla de obtención de datos.
La gente suele pensar que la policía es la única que puede obtener legalmente los datos del dueño de un vehículo. Pero ésa es una noción muy antigua, de cuando el derecho a la intimidad todavía era posible. En la era de la información, además del tiempo, también los datos son oro. Y el estado de Maine participaba de este negocio vendiendo información a cualquier persona que pagara por ella.
Como Lassiter sabía de sobra, había empresas que vendían listados personalizados a gusto del consumidor. Si alguien quería un listado de los dueños de inmobiliarias de una zona determinada que, además de no tener hijos, tuvieran unos ingresos de más de cien mil dólares anuales, podía conseguir la información en cuestión de horas.
La jefatura de tráfico de Maine también era capaz de elaborar listados a gusto del consumidor. Y, gracias a la informática, podía proporcionar esos listados en cualquiera de sus oficinas de atención al público. Así que, cuando Lassiter rellenó un formulario pidiendo los nombres y fechas de nacimiento de los dueños de todas las furgonetas Volkswagen matriculadas en el estado de Maine, la mujer que lo atendió le hizo una única pregunta:
– ¿Lo quiere impreso en papel normal o en adhesivos para envíos postales?
– En papel normal -contestó Lassiter. Después le pagó cien dólares y le dio treinta más para acelerar el pedido.
– Lo puede recoger mañana por la mañana a partir de las diez -dijo la mujer.
Lassiter se pasó el resto del día conduciendo de un lado a otro, sin ninguna dirección en particular. Le gustaba Maine. El paisaje rocoso, los pinos y la nieve transmitían una sensación limpia y espaciosa. Aunque, incluso allí, las franquicias y los centros comerciales tenían demasiada presencia para su gusto. Pero encontró una docena de pueblos que parecían estar organizados alrededor de pistas de hielo, quioscos de prensa y tiendas de alimentación. Y, aunque algunas poblaciones estaban manchadas por algún edificio restaurado de manera artificialmente pintoresca, Lassiter se sentía como en casa. Quizá fuera falsa nostalgia, pero esos pueblos le parecían mejores sitios para mantener una vida civilizada que la subdividida expansión urbana que se reproducía a sí misma una y otra vez a lo largo de la costa.
A las cinco de la tarde, cuando volvió a su hotel, ya había anochecido. Una vez en su habitación, cogió uno de los artículos sobre Calista, se acomodó en un sillón y apoyó los pies encima de una mesa baja.
Había estado leyendo los artículos que había enviado la agencia de relaciones públicas de Calista en orden cronológico, pero invertido. A estas alturas, ya había vuelto hasta 1986. En vez de la habitual avalancha de detalles personales, los artículos de hacía diez años eran sobre todo especulaciones sobre su identidad, su origen y el porqué del hermetismo que mostraba acerca de su pasado.
Había obtenido su primer papel en Hollywood en 1984, en una película de bajo presupuesto que, contra todo pronóstico, resultó ser un éxito. La mayoría de los críticos pensaban que aquel sorprendente éxito se debía a esa cautivadora actriz desconocida que interpretaba el papel de la protagonista femenina. En pocas palabras, Calista iluminaba la pantalla. La película podría haber sido un vulgar melodrama new-age lleno de música vertiginosa y paisajes idealizados, pero el travieso personaje de Calista rescataba la película de sus productores y consagraba al encargado del reparto como un genio.
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