John Case - Código Génesis

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Una trepidante trama de acción en la que se investigan unos infanticidios perpetrados por un grupo extremista de la Iglesia Católica y que están relacionados con el nuevo nacimiento del Anticristo.

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Lassiter asintió. Torgoff continuó:

– Tenemos cientos de miles de genes repartidos por las dos parejas de veintitrés cromosomas. Un gen para el color de los ojos, otro para el tipo de sangre, y así sucesivamente. En realidad, no es tan simple, pero lo que quiero es que se haga una idea. Está todo ahí desde el principio, en esa célula fecundada. Y entonces la célula empieza a dividirse. -Torgoff juntó las manos y luego las separó. -Entonces, hay dos células y, luego, cuatro y así sucesivamente. Cada una de estas células, las células embrionarias, contiene el mismo material genético:

ADN, cromosomas y genes en la misma cantidad. Y eso es lo que decide quién va a ser el futuro pequeñajo. Si usted, yo o Michael Jordan.

»Pero muy pronto, cuando el embrión crece hasta tener ocho o dieciséis células, las células empiezan a diferenciarse. Eso quiere decir que, de alguna manera, comienzan a adoptar labores específicas. Se convierten en células del cerebro, en células del hígado, en células del sistema nervioso, y así sucesivamente. Aunque cada una tiene el mismo ADN, activan o expresan genes distintos, y estos genes determinan las enzimas que producen, y eso, a su vez, determina el tipo de células en las que se convierten.

»Y aquí es donde está el truco. Dado que contienen la misma información genética, uno pensaría que las células también tendrían la misma capacidad genética. Pero no es así. Una célula embrionaria es una célula totipotente. O sea, puede generar un organismo entero, una persona, una jirafa o un gato, partiendo de una sola célula. Pero una célula del sistema nervioso sólo puede generar otra célula del sistema nervioso. ¿Por qué? -Torgoff miró a Lassiter.

– ¿No esperará que yo lo sepa, verdad?

– No. Pero en eso precisamente es en lo que estaba trabajando Baresi. En el proceso de diferenciación y en los mecanismos que lo controlan. Eso es lo que lo situó unos treinta años por delante de su tiempo. -Torgoff respiró hondo y miró a su alrededor. – ¿Le apetece tomar un café?

– Buena idea -aceptó Lassiter.

– Hay un sitio en la esquina. -Torgoff miró el cubo de Rubik, reflexionó un momento y movió los cuadrados en una rápida secuencia. Cuando volvió a dejarlo encima del escritorio, el cubo estaba perfectamente ordenado. Los dos se levantaron al mismo tiempo. Torgoff cogió una bufanda del perchero que había en una esquina y se la colocó alrededor del cuello. Luego se puso un desgastado chaquetón azul marino y se tapó la cabeza con una gorra azul de marinero. -Vámonos -dijo.

Fuera hacía muchísimo frío. Mientras caminaban en fila india por un sendero abierto entre la nieve, Torgoff continuó con su conferencia.

– ¿Siguió usted el juicio de O. J. Simpson?

– No -contestó Lassiter, -pero he oído que tuvo mucha cobertura en los medios de comunicación.

Torgoff se rió.

– ¿Recuerda cómo los abogados se esforzaron por poner en duda la validez de las pruebas del ADN? Utilizaron estadísticas. -Imitando al abogado, Torgoff adoptó un tono de voz grave y agresivo: -«Así que usted no puede asegurar que este ADN sea el de Nicole Brown Simpson, ¿verdad? Usted sólo puede asegurar que existe una probabilidad estadística de que pertenezca a Nicole Brown Simpson. Conteste sí o no.» «Sí -continuó Torgoff cambiando de voz, -pero tendríamos que examinar ocho mil millones de muestras antes de encontrar otra igual. Y, como no existe tanta gente en todo el planeta…» -Torgoff levantó la mano. -«Protesto, señoría. El testigo no ha contestado la pregunta. He preguntado si es posible afirmar de forma tajante que esta muestra de ADN pertenece a Nicole Brown Simpson. ¿Sí o no?» «Pero… Pero…» «Nada de peros, monada. Sí o no.»

La cafetería era un local largo y estrecho escondido detrás de un escaparate empañado. Una bandera italiana colgaba de una pared de ladrillo visto, y el ambiente estaba cargado con el aroma del café recién molido. Torgoff y Lassiter se sentaron cerca de la ventana y pidieron dos cafés con leche. A su alrededor, tres hombres jóvenes con tres libros diferentes ocupaban tres mesas distintas. Lassiter pensó que los tres se parecían a Raskolnikov.

– Así que todos tenemos ADN -continuó Torgoff. -Y el ADN que tenemos es idéntico en todas y cada una de las células de nuestro cuerpo. Es por eso por lo que una muestra de semen, una gota de sangre, un mechón de pelo o un trozo de piel sirven para confirmar la identidad de un individuo si se comparan con una muestra de su sangre. Cada célula, del tipo que sea, contiene el ADN del individuo y el ADN de cada individuo es único.

Llegaron los cafés, y Lassiter observó con asombro cómo Torgoff se servía cuatro cucharadas rebosantes de azúcar.

– Básicamente, el ADN de una célula diferenciada les dice a los genes que esa célula en concreto va a ser pelo, y así se puede olvidar de características como el color de los ojos, el tipo de sangre, etcétera. Imagínese el ADN como un inmenso piano con cien mil teclas, donde cada tecla representa una característica genética. En una célula diferenciada la mayoría de las teclas están tapadas, o apagadas, si lo prefiere. La cosa es que no se usan. Pero, aun así, están ahí. En el caso de una célula del pelo, por ejemplo, está la pigmentación, el grosor, la posibilidad de que sea rizado, etcétera. Pero todo lo demás está apagado. Y, una vez apagado, no se vuelve a encender nunca.

– ¿Nunca?

– No que nosotros sepamos. En cuanto el ADN expresa un gen determinado, no hay vuelta atrás. Una célula del sistema nervioso es una célula del sistema nervioso y no puede convertirse en una célula sanguínea ni en una célula cerebral.

– ¿Y eso cómo funciona? -preguntó Lassiter. Lo que le estaba contando Torgoff resultaba interesante, aunque no veía cómo podía estar relacionado con el asesinato de su hermana y su sobrino. – ¿Cómo decide una célula lo que va a ser?

– No lo sé. Nadie lo sabe. Eso es precisamente lo que Baresi intentaba averiguar hace treinta o cuarenta años.

– ¿Y lo consiguió?

Torgoff se encogió de hombros.

– Que yo sepa, no. -Hizo una pausa. -El problema es que dejó de publicar. Nadie sabe si siguió trabajando en este campo. Puede que abandonara sus investigaciones o puede que las continuara durante meses, o incluso años. Lo último que oí es que estaba en Alemania, o en algún lugar parecido, estudiando…

– Teología -apuntó Lassiter.

– Eso es. Bueno… -Torgoff miró la hora y torció el gesto. -Tengo que ir a recoger a mi hijo… Mire -dijo, -hoy en día la biología es la ciencia que está logrando mayores avances. Y el campo en mayor auge de la biología es precisamente el campo en el que trabajaba Baresi hace treinta años.

– ¿La diferenciación?

– Exactamente. Baresi estudiaba las células totipotentes en embriones de ranas. A juzgar por los últimos artículos que publicó, estaba dividiendo los embriones en la fase de cuatro y ocho células, utilizando lo que debían de ser medios muy primitivos. Luego cultivaba los embriones divididos para ver si podía obtener organismos idénticos.

– ¿Me está diciendo que clonaba ranas?

– No. Intentaba conseguir ranas gemelas.

– ¿Qué diferencia hay? -inquirió Lassiter.

– Aunque sean idénticos, los gemelos tienen material genético de dos fuentes: mamá y papá. Los clones sólo tienen material genético de una fuente: mamá o papá. Para crear un clon sería necesario extraer la carga genética del óvulo de la madre.

– El núcleo.

– Y reemplazarlo con el núcleo de una célula totipotente. Entonces obtendríamos un verdadero clon, cuya información genética procedería de una sola fuente.

– ¿Y eso se puede hacer?

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