John Case - Código Génesis

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Una trepidante trama de acción en la que se investigan unos infanticidios perpetrados por un grupo extremista de la Iglesia Católica y que están relacionados con el nuevo nacimiento del Anticristo.

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«¿No te has quedado con nada?»

Calista movió la cabeza.

«¿Nada? ¿Ni siquiera algo de ropa? ¿Ni una foto? ¿Qué me dices del Mercedes?

«Lo he vendido», respondió Calista. Detrás de ella, una lagartija subía por la pared soleada del bungalow. Se movía tan deprisa que parecía una alucinación. Calista sonrió, se puso las gafas y se levantó. Estaba claro que la entrevista había terminado.

«Estaba pensando que podría irme en el mismo caballo en que llegué», dijo Calista. Después se dio la vuelta y se marchó.

Lassiter dejó el artículo sobre la mesa y frunció el ceño. Se sentía desilusionado. Pensaba que el artículo daría más de sí. De todas formas: «Podría irme en el mismo caballo en que llegué.» Estaba claro. Se refería a Gunther. Si se interpretaba literalmente, el caballo era la furgoneta. Así fue como había llegado a California: en Gunther.

Cogió el teléfono y llamó a Gary Stoykavich a Minneapolis.

– ¿Tiene algo nuevo para mí? -le preguntó Lassiter.

– No.

– Pues déjeme que le haga una pregunta: ¿se podría enterar de qué tipo de coche tenía Williams cuando vivía en Minneapolis?

– Eso ya lo sé -dijo el detective. -Tenía dos coches. Un Honda Accord que compró aquí y un Volkswagen.

– ¿Un escarabajo?

– No. Una furgoneta.

– ¿De verdad? -inquirió Lassiter.

– Sí, así es. Y lo gracioso del caso es que cuando se marchó se llevó la furgoneta. Dejó el Honda tirado en el garaje y se llevó la maldita furgoneta. Claro que puede que necesitara mucho espacio para cargar cosas. En cualquier caso, eso es lo que piensa Finley.

– Así que Finley sabe que tenía una furgoneta.

Era una afirmación, no una pregunta. Lassiter vio cómo su efímera alegría se desvanecía al tiempo que la posible pista se encontraba con un nuevo callejón sin salida. Si Finley sabía que se había ido en una furgoneta, sin duda le habría seguido la pista al vehículo.

– Sí, claro que sí -contestó Stoykavich. -Finley mandó el nombre de Marie A. Williams y su número de la Seguridad Social a las jefaturas de tráfico de todos los estados del país, incluido Alaska.

– ¿Y no dio con nada?

– Creo que dio con un montón de Williams, pero ninguna era propietaria de una furgoneta Volkswagen.

– ¡Joder!

– ¿Qué pasa? ¿Son malas noticias?

– No -mintió Lassiter. Después le dio las gracias y colgó.

Desde luego que eran malas noticias. Y lo peor de todo era que Grimaldi y sus amigos le llevaban una ventaja de tres o cuatro meses. Y, aunque, sin duda, habrían concentrado todos sus esfuerzos en eliminar a las mujeres y los niños que fueran más fáciles de encontrar, tres o cuatro meses era mucho tiempo. «Por otro lado -pensó Lassiter, -seguro que hago este tipo de trabajo mejor que ellos. Y, si a mí me está costando tanto, no creo que a Grimaldi le vaya mucho mejor.»

«A no ser que Drabowsky y el FBI lo estén ayudando. En cuyo caso…»

Lassiter se acercó a la ventana de la habitación y miró el paisaje urbano. La nieve golpeaba insistentemente contra la ventana. Una ráfaga de viento hizo temblar el cristal.

Lassiter se frotó los ojos y se volvió a sentar. Se imaginó a Marie A. Williams, o como se llamase ahora, conduciendo la furgoneta por una carretera cualquiera del país. O puede que la hubiera dejado abandonada en cualquier calle de cualquier ciudad y se hubiese alejado de ella igual que lo había hecho de tantas otras cosas.

No. Si hubiera querido abandonarla, ya lo habría hecho hacía mucho tiempo. Y no lo había hecho. Estaba seguro de que seguía montada en su «caballo». Y eso quería decir que… ¿Qué?

Si todavía tenía la furgoneta, ésta probablemente estaría matriculada con su nuevo nombre… Pero Lassiter no sabía cuál era.

Respiró hondo. Estaba buscando a Calista basándose exclusivamente en su instinto. El hecho de que Calista hubiera nacido en Maine y de que hubiera una fotografía de ella en Maine, o al menos en lo que Dicky Biddle decía que era Maine, no quería decir necesariamente que ella estuviera allí.

Aunque, por otro lado, ¿por qué no iba a estarlo? Tenía que estar en algún sitio y, aunque las pruebas eran escasas, era más probable que estuviera en Maine que en… Finlandia.

Lassiter descolgó el auricular del teléfono. En Maine solo había un millón de habitantes. ¿Cuántas furgonetas Volkswagen podía haber? ¿Y cuántas podían pertenecer a una mujer? Consiguió el número de la jefatura de tráfico de la capital del estado de Maine, y llamó. Pero, claro, no había nadie. Tendría que volver a llamar el lunes por la mañana.

Lassiter suspiró y cogió el siguiente artículo. Era una historia sobre «quiromancia» publicada en una revista para mujeres que había reproducido las palmas de la mano de cuatro mujeres famosas para que las analizase un equipo de expertas. Por lo visto, Calista era «excesivamente melancólica».

Al día siguiente, Lassiter cogió el metro hasta la ciudad de Cambridge y se bajó en la parada del instituto universitario MIT. Las aceras y los desagües estaban en un estado lamentable. Lassiter pensó que debería haber cogido un taxi. Toneladas de sal habían derretido la nieve, pero el agua no tenía a dónde ir. Permanecía estancada en las esquinas, obligando a los peatones a dar grandes rodeos y alguno que otro salto de longitud. El despacho de Torgoff estaba en el departamento de Biología de la facultad Whitaker de Salud, Ciencia y Tecnología del MIT. Torgoff lo estaba esperando. Era un hombre joven y robusto con el pelo negro y una alegre sonrisa. Vestía deportivamente con vaqueros, botas de montaña y una camiseta roja con dos imágenes idénticas del cantante Roy Orbison debajo de las palabras: «Sólo clones.»

– Disculpe mi aspecto -dijo Torgoff mientras se levantaba para darle la mano. -Aunque la verdad es que siempre visto así.

El despacho era pequeño y se hallaba abarrotado de libros y papeles. Las paredes estaban cubiertas con gráficos, listados, notas y chistes de científicos chiflados. Colgado del techo había un modelo polvoriento y maltratado de la estructura en doble hélice del ADN construido con cáñamo verde y trozos de plástico blanco. Al lado del escritorio había un caballete y sobre el escritorio, entre los papeles, un cubo de Rubik, algo que Lassiter no veía desde hace años. Torgoff lo invitó a sentarse mientras él se dejaba caer en su asiento, una obra maestra ergonómica de pana verde.

– ¿Hasta dónde llegan sus conocimientos de genética? -preguntó Torgoff.

Lassiter lo miró y se encogió de hombros.

– La pregunta no tiene truco -dijo Torgoff. -Si empiezo hablando del operón y la polimerización del ARN, es posible que se pierda. Y eso no es lo que queremos, ¿verdad? Así que por qué no me dice… Ya sabe. -Se tocó la sien. – ¿Cuántos conocimientos genéticos tiene almacenados ahí dentro?

Lassiter reflexionó unos instantes.

– Mendel. Había un hombre que se llamaba Mendel. Por otro lado, está lo de la herencia…

– ¡Bien! La herencia es importante.

– Genes dominantes y recesivos.

– ¿Puede explicarme lo que son?

– No. Hace años que lo estudié y… -Miró hacia el techo y vio el modelo casero del ADN. -La doble hélice -dijo.

– ¿Sabe lo que es?

– Es el ADN -dijo Lassiter. -Aunque, de hecho, supongo que sé más sobre las pruebas del ADN que sobre el ADN en sí. No, no podría decirle lo que es.

– Inténtelo.

– Bueno, cada una de nuestras células contiene algo llamado ADN. Y el ADN de cada persona es distinto del de las demás personas. Es algo así como las huellas dactilares.

– Muy bien. ¿Qué más puede decirme?

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