John Case - Código Génesis

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Una trepidante trama de acción en la que se investigan unos infanticidios perpetrados por un grupo extremista de la Iglesia Católica y que están relacionados con el nuevo nacimiento del Anticristo.

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Lassiter no dijo nada durante un buen rato.

– Bueno, ¿y qué crees tú que pasó?

– No creo nada -contestó Riordan. -Sé lo que pasó. No lo puedo probar, pero lo sé. Cuando Grimaldi estaba en el hospital se corrió la voz. Luego, sin más, Juliette consiguió trabajo en la unidad de quemados y lo ayudó a escapar.

– Eso ya lo sabíamos.

– ¡Escucha! Potomac no era el único sitio al que hacían llamadas desde Emmitsburg. También hay bastantes llamadas a Italia. A Nápoles, en concreto. ¿Adivina a quién?

– No hace falta.

– Claro que no. Grimaldi estaba llamando a casa, al cuartel general de Umbra Domini. Lo he comprobado.

– Pero ¿no te parece…? No sé. ¿No te parece demasiado arriesgado?

– No. ¿Dónde está el riesgo? Es su casa, ¿no? ¿Qué tiene de raro que llamen a la sede de la asociación de vez en cuando? No, eso no tiene nada de raro. Lo interesante son las fechas. La primera llamada se hizo el día después de que Grimaldi se escapara del hospital. Me imagino que estarían informando sobre su situación.

– Entiendo.

– La siguiente llamada se hizo hace un par de semanas, justo después de que el FBI empezara a vigilar la casa. Me imagino que detectarían a los federales. Algo que, la verdad, no creo que fuera demasiado difícil. Realmente, Drabowsky tenía razón cuando dijo que no hay mucho tráfico en Emmitsburg.

– Así que Grimaldi llamó a Nápoles. ¿Y?

– ¡Tatatachán! Drabowsky tomó el mando de la operación y les echó una manita. Ordenó que levantaran la vigilancia y, claro, Grimaldi desapareció.

Lassiter pensó en ello. Por fin dijo:

– ¿Qué vas a hacer?

– ¿Que qué voy a hacer? Te diré lo que voy a hacer. Me voy a meter en un paquete y lo voy a cerrar. Y luego me voy a manda» a mí mismo por correo a Marte. Eso es lo que voy a hacer.

– Estoy hablando en serio.

– Y yo también. Míralo desde mi punto de vista. Me jubilo dentro de treinta y cuatro días. No necesito esta mierda. Y, además, aunque estuviera lo suficientemente loco para intentar hacer algo, no puedo probar nada. Son meras conjeturas.

– ¡No son conjeturas! Tienes el listado de las llamadas telefónicas.

– Claro, como que el listado nos va a decir de qué hablaron. No son más que conjeturas. Y, en lo que se refiere a Drabowsky, no podemos usar su religión en contra suya. Piénsalo. ¿Qué voy a decir? «¡Arréstenlo! Está dando de comer a personas sin hogar.» Y eso por no mencionar que Drabowsky no es precisamente lo que se dice un soldado raso. Yo más bien lo compararía con un general de brigada. Como te metas con él, la has jodido. -Riordan respiró hondo. – ¿Y tú qué? ¿No tienes nada que contarme?

– No -contestó Lassiter. Y entonces se acordó. -Bueno, puede que sí.

– ¿Puede que sí? ¿Cómo que puede que sí?

– Tengo una carta de Baresi.

– ¿Te ha escrito desde la tumba?

– No -respondió Lassiter. -Es una carta que le escribió al párroco del pueblo. Te mandaré una copia en cuanto me la traduzcan.

Después de colgar el teléfono, Lassiter se recostó en su asiento y estuvo pensando en Drabowsky. «Tengo un problema -pensó. -Si alguien puede encontrar a Calista Bates, ése es el FBI. Y, si alguien en el FBI quiere joderme, tiene todos los medios necesarios para hacerlo.»

Sonó el intercomunicador y Victoria anunció:

– Ha venido a verlo Dick Biddle. ¿Le digo que pase?

– Claro -contestó Lassiter. -Que pase.

Biddle era un hombre de unos sesenta y cinco años que se había retirado del Departamento de Estado cinco años atrás. Alto, delgado y de aspecto aristocrático, sentía debilidad por los trajes de color gris oscuro, las corbatas de color burdeos y los gemelos caros. Además, era un fumador empedernido que tenía la pésima costumbre de dejar que la ceniza de sus cigarrillos se acumulase de tal manera que la gente de su alrededor estaba siempre pendiente de dónde iba a caer.

Biddle entró en el despacho con un cigarrillo en una mano y una fotografía en la otra. Dejó la foto sobre el escritorio, se sentó y cruzó las piernas. Lassiter observó que la ceniza del cigarrillo ya medía varios centímetros. Se preguntó cómo podría andar sin que se le cayera.

– Siempre me ha gustado el hotel Lowell -dijo Biddle. -Aunque también me han hablado bien del Península. Cualquiera de los dos servirá.

– ¿De qué está hablando? -preguntó Lassiter. Después miró la fotografía. Era la foto de Calista con su hijo delante de un McDonald’s.

– De mi fin de semana en Nueva York. Vengo en busca del premio. Biddle le dio una fuerte calada al cigarrillo y Lassiter miró, fascinado, cómo la gravedad ejercía su fuerza sobre las cenizas.

– ¿Sabe dónde está hecha la foto?

– Sí. -El humo ascendía dibujando una espiral hacia el techo.

– Bueno, dígame. ¿Dónde?

– Está hecha en un sitio… muy septentrional.

Lassiter lo miró con gesto de incredulidad.

– ¿Un sitio muy septentrional? ¿Como cuál? ¿Como Siberia?

Biddle sonrió.

– No, como Maine. Es o Sunday River o Sugarloaf. Estoy seguro. La foto está hecha en Maine. -Dio otra calada y la ceniza se inclinó como si fuera un paréntesis.

Lassiter miró la foto.

– ¿Cómo puede estar tan seguro?

– Bueno, para empezar, hay nieve. Eso es una pista.

– Sí.

– Y hay una estación de esquí. Y en Maine hay estaciones de esquí.

– Sí.

– Y luego están los osos.

Lassiter volvió a mirar la foto.

– ¿Qué osos? -exclamó. -Aquí no hay ningún oso.

– Claro que hay osos -respondió Biddle. -Osos polares

Lassiter cogió la lupa y la acercó a la foto.

– ¿Dónde? -preguntó.

– En la ventana trasera de la furgoneta.

Lassiter miró la furgoneta. La ventana trasera estaba cubierta por una capa de suciedad. Alguien había escrito: «Límpiame» y «¡Venga, polares!».

– ¿Se refiere a lo que hay escrito en la furgoneta? -inquirió.

– Me refiero al oso polar -dijo Biddle. -En la esquina inferior derecha.

Lassiter acercó la lupa a la foto y luego la alejó. Había una especie de mancha blanca en la ventana.

– ¿El círculo blanco? -se extrañó Lassiter. – ¡Pero si no se ve!

– Es un oso polar. Está corriendo.

– ¿Cómo lo sabe?

– Porque fui a la Universidad de Bowdoin. Es mi universidad. Conozco el oso.

– Pero hay muchas universidades que tienen osos de…

– Mascotas -concluyó Biddle.

– Gracias -respondió Lassiter mientras buscaba un cenicero con la mirada.

– Pero ésos son osos pardos u osos negros. Y, además, cuando los estudiantes los animan dicen: «¡Ánimo, Osos!» o «¡Vamos, Osos!» o algo así. Pero no en Bowdoin. En Bowdoin siempre decimos: «¡Venga, polares!» Nadie más dice eso.

– ¿Me está tomando el pelo?

– El grito está prácticamente patentado. No hay ninguna duda. El círculo blanco de la furgoneta es un Ursus maritimus. Fíese de mí.

Lassiter dejó la lupa a un lado y se recostó en su asiento.

– Eso no demuestra que estén en Maine. Sólo que la furgoneta es de Maine.

Biddle le dio un golpecito al cigarrillo con el dedo índice y sonrió mientras la ceniza caía sobre la moqueta. Lassiter hizo una mueca de dolor.

– Supongo que está buscando a la mujer de la foto -dijo Biddle.

Lassiter asintió.

Biddle giró el tobillo un par de veces, enterrando la ceniza en la moqueta.

– ¿Tiene alguna razón que le haga suponer que no esté en Maine?

– No -reconoció Lassiter. -De hecho, nació en Maine.

– ¿De verdad? -repuso Biddle al tiempo que se levantaba.

– Sí.

– Entonces, no hay duda. Es Maine -afirmó mientras se dirigía hacia la puerta. – ¿Puedo reservar ya la habitación en el hotel?

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