John Case - Código Génesis

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Una trepidante trama de acción en la que se investigan unos infanticidios perpetrados por un grupo extremista de la Iglesia Católica y que están relacionados con el nuevo nacimiento del Anticristo.

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Sanders, Marie A.

Fecha de nacimiento: 8-3-1962.

Apartado postal 39.

Cundys Harbor, Maine 04010.

Vehículo: Volkswagen (furgoneta), 1968.

Matrícula: EAW-572.

Primero se fijó en el año de nacimiento. Después en el nombre: Marie. Leyó la información detenidamente. Ocho de marzo. ¿Era ésa la fecha de nacimiento? Estaba seguro de que lo era.

«Dios mío -pensó, -la he encontrado.»

Dio un puñetazo en la mesa y la chica de los granos se dio la vuelta y lo miró con desaprobación. Lassiter se metió el listado en el bolsillo y salió a la calle tan deprisa que estuvo a punto de resbalar sobre el hielo.

Tenía que ser ella. ¿Qué probabilidades existían de que hubiera dos mujeres llamadas Marie en el estado de Maine que hubieran nacido el 8 de marzo de 1962 y fueran dueñas de una vieja furgoneta Volkswagen?

Abrió la guantera, sacó el mapa y miró en el índice. Cundys Harbor: K-2. Lassiter deslizó la yema del dedo por el vacío rosa de Quebec, cruzó la frontera, entró en Maine y atravesó un sinfín de lagos y pueblos antes de llegar a un pequeño punto junto a la costa, al sudeste de Brunswick.

Una hora después pasaba junto a la entrada de la Universidad de Bowdoin; gracias, Dicky Biddle. A los pocos minutos giró a la derecha al llegar a una señal que decía:

Isla de Orrs

El paisaje resultaba agradable incluso en un día tan nublado como ése. Las grandes rocas de color gris pizarra y los oscuros pinos verdes se recortaban contra las nubes. La luz, de un gris intenso, tenía una cualidad especial que recordaba al cercano océano. Mientras avanzaba por la carretera que indicaba el mapa, pasó junto a un sinfín de negocios de temporada que estaban cerrados por el invierno: un restaurante junto a la playa, un cobertizo con un cartel que anunciaba empanadas de langosta, una tienda de recuerdos… La carretera giró bruscamente hacia la izquierda, haciéndose más estrecha al tiempo que trazaba un arco hacia el callejón sin salida que era la pequeña población de Cundys Harbor. Al llegar, Lassiter aparcó delante de la pequeña oficina de correos presidida por una bandera de Estados Unidos que también hacía las veces de tienda de alimentación.

En el pequeño aparcamiento que había delante de la tienda, Lassiter vio una furgoneta Volkswagen azul. Incluso sin mirar la matrícula, supo que era la furgoneta de Calista. En un extremo del parachoques, la furgoneta tenía una pegatina que decía «Los hobbits existen» y en el otro extremo otra que decía «Imagina un guisante relleno». Entre las dos pegatinas estaba la matrícula:

EAW-572

«¿Y ahora qué?», se preguntó Lassiter mientras hacía equilibrios sobre una roca a menos de treinta metros del mar. Lo lógico era pensar que Calista…, Marie, estaba en la tienda. La misma Marie que había sido perseguida y acosada sin compasión. Y Lassiter no quería asustarla.

Aunque ella lo reconociese del funeral de Kathy, eso no tenía por qué ser necesariamente bueno. A lo mejor, en vez de tranquilizarla, la conexión podía tener el efecto contrario. Lassiter se acercó al borde del mar mientras reflexionaba sobre la mejor manera de abordarla. Había estado tan concentrado en la búsqueda que nunca había pensado en lo que iba a decirle si alguna vez la encontraba. Se acercó a la orilla, sumido en la indecisión, y permaneció unos instantes mirando el mar.

Cundys Harbor era una vieja aldea de pescadores. Los muelles de madera estaban repletos de lapas, percebes y algas. Encima, se amontonaban trampas para langostas y todo tipo de artes de pesca junto a una colección variopinta de barcos: un pesquero de arrastre con los aparejos oxidados, varios atractivos barcos langosteros, un par de modernas y brillantes lanchas de motor…

La marea estaba baja y el fondo marino, de barro y piedras y algas amarillentas, estaba salpicado por los trozos de hielo resquebrajado que se habían formado en la superficie del agua antes de que la marea bajara. El cielo se iba oscureciendo a medida que se cubría con una capa cada vez más espesa de nubes. Una ráfaga de viento lo hizo temblar de frío. Realmente, no llevaba suficiente ropa de abrigo para la temperatura que hacía.

La pequeña oficina postal era un viejo edificio de madera. Tenía varios estantes repletos de todo tipo de comestibles y una vieja nevera que guardaba la leche, los huevos y la cerveza. Una mujer de pelo canoso levantó la mirada del periódico que estaba leyendo.

– Hola -dijo pronunciando la palabra como si fuese una amenaza.

Lassiter sonrió y se acercó a una estufa de leña. Se calentó las manos y miró a su alrededor. Había cartas marítimas, señuelos de pesca, navajas, linternas, comestibles, caramelos, bombillas, magdalenas, periódicos… En un extremo había una oficina postal en miniatura, con una rendija para depositar las cartas, un diminuto mostrador y cincuenta pequeños buzones de bronce.

Pero en ninguno de ellos figuraba el nombre de Calista Bates, ni tampoco el de Marie Sanders.

La mujer de pelo cano volvió a dirigirse a él con su pesado acento de Maine:

– ¿Puedo ayudarlo en algo, querido?

«¡Qué demonios!», pensó Lassiter.

– Espero que sí -dijo. -Estoy buscando a Marie Sanders.

La mujer hizo un ruidito con el paladar.

– Vaya, vaya -comentó con gesto de preocupación.

– ¿No es su furgoneta la que está fuera? -preguntó Lassiter.

– Sí. Debe de serlo. Pero ella no está. ¿Es usted amigo de Marie?

Lassiter asintió.

– ¿Cuándo volverá? -preguntó.

– Dentro de un mes, o puede que mes y medio.

Lassiter movió la cabeza con perplejidad. Era como si la mujer hubiera echado abajo todas sus esperanzas.

– Pero… Creía que vivía aquí -replicó.

– Pues claro que vive aquí. Bueno, no aquí mismo. Aunque, realmente, tampoco está tan lejos.

– Pero… Entonces… ¿Está de viaje o…?

La mujer lo miró fijamente desde detrás de sus gafas. Después se rió como lo haría una adolescente.

– ¡Dios santo! -exclamó. -Esto empieza a parecer un juego de adivinanzas. Déjeme que se lo enseñe. -La mujer se puso un inmenso jersey azul y le indicó con un gesto que la siguiera. Al salir a la calle, cerró la puerta golpeándola con la cadera.

El viento los obligaba a bajar la cabeza mientras se acercaban a los muelles.

– Allí -dijo apuntando hacia la fila de islas que se divisaba delante del horizonte. -En la última isla.

– ¿Vive ahí?

La vieja sonrió socarronamente.

– Sí. En los días claros se puede ver el humo que sale de su estufa de leña. -La mujer tembló de frío. -Vamos adentro, querido. Creo que nos vendría bien tomarnos una taza de té.

Volvieron a la tienda.

– Marie tendrá una emisora de radio o algo parecido, ¿no? -preguntó Lassiter.

– Un teléfono móvil.

– Entonces…

– No funciona.

– Está bromeando, ¿no?

La mujer movió la cabeza y encendió un hornillo de gas que había en el mostrador. Después colocó una tetera encima.

– No. Jonathan intentó avisarla justo antes de la última tormenta, pero no consiguió hablar con ella. Quizá no le funcione. No sería la primera vez que se estropea. Mire. -La mujer salió de detrás del mostrador y se acercó a una gran carta de navegación que había en la pared. La franja costera era una extensión pardusca prácticamente vacía, mientras que el agua estaba llena de datos y detalles de profundidades, corrientes y características del fondo marino. Puso el dedo sobre una bahía con forma de cimitarra. -Nosotros estamos aquí -dijo. Después movió el dedo hacia una de las tres islas. -Y su amiga está aquí.

– Isla Sanders -leyó Lassiter en voz alta. ¿Isla Sanders? Entonces, después de todo, ése debía de ser su verdadero apellido.

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