John Case - Código Génesis

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Una trepidante trama de acción en la que se investigan unos infanticidios perpetrados por un grupo extremista de la Iglesia Católica y que están relacionados con el nuevo nacimiento del Anticristo.

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– Así se llama, querido. Cuando el capitán Sanders compró la isla, hace mucho tiempo ya, quería que figurara así en las cartas de navegación y sabe Dios que lo consiguió. De todas formas, por aquí todo el mundo sigue llamándola isla Mellada, que es como se ha conocido siempre.

– ¿Por qué se llamaba así?

La mujer se acercó al mostrador y apagó el hornillo.

– Mire la costa. Es absolutamente irregular. En cambio, isla Duquesa, la de al lado, tiene la costa tan lisa que casi no se puede encontrar una roca para amarrar una barca.

Lassiter observó despistadamente una máquina dispensadora de caramelos.

– ¿Azúcar? -preguntó ella. – ¿Leche?

– Las dos cosas, por favor.

– Igual que yo. Me gusta el té claro y dulce. -La mujer puso dos tacitas de porcelana fina, con sus respectivos platos, encima del mostrador. -Y no me gustan las tazas grandes.

Durante los quince minutos siguientes, Maude Hutchison le estuvo contando lo que le gustaba y lo que no, le explicó que vivía allí desde hacía una eternidad y le puso al corriente de la historia local. Mientras hablaban, un par de hombres entraron a comprar cigarrillos y una mujer acudió a ver si tenía correo. Cuando Lassiter volvió a mencionar a Marie Sanders, ya estaban por la segunda taza de té.

– Entonces, ¿Marie está pasando el invierno sola en esa isla?

– Sola no. Con el niño -contestó ella mientras removía el té. -Éste es el primer invierno que pasan en la isla. De hecho, debe de ser el primer invierno que pasa nadie en esa isla al menos en veinticinco años. Me acuerdo perfectamente de ella cuando era una niña. Aunque, claro, después de tantos años, al principio no la reconocí.

– Entonces, ¿Marie se crió aquí?

– Pues claro. Yo conocí bien a sus padres. En verano solía ir toda la familia a la isla. Iba hasta el hermano de Marie, que era un chico enfermizo. Solían envolverlo en mantas y llevarlo en brazos al barco. ¡El viejo John! Era todo un marinero. En verano solían ir todos los fines de semana. Aunque, claro, Marie no levantaba ni así del suelo -dijo la mujer bajando el brazo hasta la altura de las caderas. -No creo que tuviera más de cinco años. ¡Y ahora está pasando el invierno en la isla con su propio hijo!

– ¿Todavía viven por aquí sus padres?

La mujer movió la cabeza.

– No, claro que no. Ya hace muchos años que murieron. ¿No se lo ha contado Marie?

– No.

– La verdad, no me sorprende. Es de esas mujeres que se guardan sus asuntos… Bendita sea. -La mujer respiró hondo. -Después de lo del niño, a John le dio por ir a beber a Portland. Hasta que un día Amanda fue a buscarlo. Bueno…, John dijo que podía conducir. Y condujo, pero sólo hasta que llegaron a las vías del tren. Los abogados dijeron que la señal estaba rota, pero no pudieron probarlo; la verdad es que John siempre fue muy impaciente. Casi puedo imaginármelo intentando ganar al tren. -La mujer movió la cabeza. -La hermana de Amanda se ocupó de Marie. Se llevaron a vivir a la niña a Connecticut. Nunca volvimos a verla por aquí… Hasta que…

– Hasta que un día volvió a aparecer.

– Sí, así es. Guapa como una actriz de cine y sin pelos en la lengua. En cuanto llegó, contrató a unos hombres y se puso a arreglar la casa de la isla. La aisló, puso un cuarto de baño nuevo, estufas nuevas, un horno de leña… Hasta arregló el muelle. Por aquí, todo el mundo comentaba que era una locura, que estaba tirando el dinero, porque nunca iba a conseguir vender la propiedad.

– ¿Por qué no?

– Aquí no tenemos electricidad. Lo más seguro es que nunca la tengamos. -La mujer se acabó su segunda taza de té. – ¡Cómo cambian los tiempos!

– ¿Por qué dice eso?

– Antes, la gente venía aquí para escapar de la vida de la ciudad. Se iban a la costa o a las islas. La idea era volver a las cosas básicas, vivir en contacto con la naturaleza, sin teléfonos ni tostadoras ni nada de eso. Sólo velas y hogueras y el agua de los arroyos o de los barriles que recogen la lluvia.

Lassiter mencionó algo sobre los boy scouts y sobre la moda de volver a la naturaleza.

– Cuando el capitán compró la isla Sanders, parecía un sitio perfecto. Por aquel entonces, mientras más remoto fuera el sitio, mejor. Pero, hoy en día, la gente se ha vuelto cómoda. Ahora, cuando se va de vacaciones, lo que quiere la gente es llevarse su vida de siempre a otro sitio distinto. Las casas de las islas se están viniendo abajo porque ya nadie quiere alejarse de todo.

– Ya, en vez de eso quieren llevarse todo a dondequiera que vayan -le dio la razón Lassiter.

La mujer sonrió.

– Así es. Por Dios santo, ¡cómo iban a perderse su programa favorito de televisión!

– Entonces, ¿Marie está pasando el invierno ahí fuera sin electricidad?

– El primer año sólo pasó el verano en la isla. Al año siguiente se quedó de mayo a noviembre. Éste es el primer año que aguanta todo el invierno. -La mujer frunció el ceño. -Claro que hay algunos que no lo aprueban. Y lo dicen bien clarito. No sé qué ha sido de nuestra famosa discreción.

– ¿Por qué no lo aprueban? ¿Por lo apartada que está la isla?

– Eso le da igual a la gente. Son sobre todo los hombres los que rechazan la idea. ¡Imagínese! Una mujer que corta su propia leña, que pone sus propias trampas para langostas… La idea de que una mujer pueda hacer todas esas cosas sin su ayuda hace que los hombres se sientan incómodos. Y, además, las mujeres se preocupan por el niño.

– ¿Y usted qué piensa?

La mujer se encogió de hombros.

– Antes yo era como las demás; yo también me preocupaba por Jesse. Pero es un niño tan dulce y parece tan feliz… Y ella es tan cariñosa con él… Así que me puse a pensar. Realmente, ¿qué es lo que le falta a ese niño? ¿Dibujos animados? ¿Juegos de vídeo?

– Ya. Pero, aun así, si hubiera una emergencia…

La mujer suspiró.

– Sí, en eso tiene usted razón. Se lo hemos intentado decir más de una vez, pero ella siempre sonríe y dice: «Bueno, tengo bengalas. No os preocupéis. Si algún día necesito ayuda, os enteraréis.» De todas formas, yo estaría más tranquila si al menos tuviera un barco como Dios manda.

– ¿Ni siquiera tiene un barco?

– Sí, sí. Claro que tiene uno, pero no es gran cosa. Desde luego, yo no saldría con ese barco en invierno. -Hizo una pausa. -Bueno… Dígame. ¿De qué conoce usted a Marie?

Lo dijo con una aparente falta de interés que Lassiter intuyó que era fingida. A Lassiter se le ocurrió que la mujer podía estar pensando que él era el padre de Jesse.

– La conocí en el funeral de mi hermana -explicó Lassiter. -Estaba en Portland por asuntos de trabajo y se me ocurrió que podría pasarme a saludarla. Nunca me comentó que vivía en una isla. -Sonrió y movió la cabeza. -Me estaba preguntando… -dijo como si se le acabara de ocurrir la idea. – ¿No habrá algún sitio por aquí donde pueda alquilar un barco?

– No. En estas fechas nadie querría alquilar su barco.

– ¿Por qué no? ¿Por el hielo?

– No, no. El hielo es lo de menos. El puerto sólo se congela un par de veces al mes. Además, la capa de hielo nunca es muy gruesa; nada que no pueda romper sin problemas un barco de motor.

– Entonces, ¿por qué no me iban a alquilar un barco de motor?

– Hace demasiado frío, querido. Se necesitaría un barco con cabina y calefacción. Si no, como se parase el motor, como pasara cualquier cosa…, se congelaría como un polo. Ya sabe, en el mar hace mucho más frío que en tierra. Y si se cayera por la borda… Bueno, eso sí que sería el final. No creo que aguantara ni dos minutos.

– Entonces, ¿no sale nadie en invierno?

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