John Case - Código Génesis

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Una trepidante trama de acción en la que se investigan unos infanticidios perpetrados por un grupo extremista de la Iglesia Católica y que están relacionados con el nuevo nacimiento del Anticristo.

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– Entonces, ¿son las huevas lo que vale?

– Sí. Por eso es por lo que pagan. Los japoneses las llaman uni.

Lassiter estaba disfrutando del paseo. El barco era estable y avanzaba suavemente sobre las olas. Detrás de ellos, Cundys Harbor había encogido hasta el tamaño de un pueblo de juguete.

– ¿Le gusta? -gritó Lassiter.

– ¿El qué?

– El uni.

– ¿Para comer?

– ¡Qué va! -dijo Roger con una mueca de asco. -No entiendo cómo los japoneses… ¡Cuidado! -Roger rodeó a Lassiter con un brazo y viró bruscamente hacia babor. Oyeron un golpe seco en el casco y el barco tembló debajo de ellos. – ¡Joder! -exclamó Roger. Después apagó los motores y el barco empezó a balancearse en las olas.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Lassiter.

– Un tronco -explicó Roger.

– ¿Cómo lo sabe?

– Si flotan en la superficie, se pueden ver. Y si se hunden tampoco pasa nada. Pero, a veces, se quedan justo debajo de la superficie y no hay manera de verlos. -Volvió a encender el motor y escuchó el sonido; era áspero y desigual. -Creo que sólo tiene una muesca -dijo. -Puede que consiga arreglarla lijándola. -De repente, dio un puñetazo en el cuadro de mandos, justo encima de la llave de contacto. – ¡Joder! ¡Es la tercera hélice que me cargo este año!

Los labios le temblaron con un suspiro mientras hacía virar el barco hacia el rumbo adecuado. Unos segundos después, el barco volvía a cortar las olas.

– ¿De qué estábamos hablando antes de que nos interrumpiera el tronco? ¡Qué pocos modales tienen esos troncos! -Roger se rió de su propio chiste.

– De los japoneses -gritó Lassiter por encima del ruido del motor.

– Es verdad. A los japoneses les gusta hacerlo todo al revés. Piense, por ejemplo, en los bonsais. A los árboles les gusta crecer, así que los japoneses los obligan a quedarse pequeños. Y fíjese en sus jardines. ¡Los hacen con piedras! Y lo mismo pasa con las huevas de erizo. ¡No comen nada más que guarradas!

Roger miró a su alrededor y frunció el ceño.

– Después de todo, puede que sí nos coja esa tormenta -comentó Roger. -Mire.

Lassiter vio que las olas habían crecido. También había más viento, y todo el mar estaba cubierto de espuma blanca. Aun así, el barco parecía avanzar sin demasiados problemas.

– Como empeore un poco más, creo que lo dejaré en la isla y me volveré -dijo Roger. – ¡Vaya invierno que estamos teniendo!

– ¿Es difícil amarrar en la isla?

– No, eso no es ningún problema -contestó Roger. -Hay un buen sitio para amarrar en el lado de sotavento de la isla. Lo que sí es un problema es bucear con este tiempo. No me gusta bucear solo cuando el mar está así de movido.

Abrió la escotilla situada en el costado de la cabina y sacó la cabeza. La cabina se llenó inmediatamente de un aire helado. Roger volvió a meter la cabeza y cerró la escotilla.

– Desde luego, está soplando bien -dijo encogiéndose de hombros. -Sí, creo que voy a volver a puerto en cuanto lo deje en la isla. Además, así le podré echar una ojeada a la hélice.

La idea de tener que volver le quitó las ganas de hablar. Cogió una cinta y la introdujo en el equipo de música. La canción que sonó era de uno de los primeros discos de Little Feet. Roger empezó a moverse al ritmo de la música, subiendo y bajando alternativamente cada uno de sus enormes hombros. Medía más de un metro noventa, pero se movía bien. Y, además, tampoco cantaba mal.

– Debería haberse dedicado al mundo del rock -gritó Lassiter. El barco subía y bajaba, chocando contra las olas.

Roger sonrió y señaló hacia babor.

– La isla de los Pinos -dijo. Después se agachó, giró sobre sí mismo y dio una palmada. - «If you ’ll be my Dixie chicken » -siguió cantando sin mostrar el menor pudor.

Lassiter miró el mar a través del cristal lleno de gotas de agua y salitre y pensó en lo que podría decirle a Marie: «Por favor, ¡no dispare! Nos conocimos en el funeral de mi hermana.»

– Isla Duquesa -gritó Roger señalando hacia el mar abierto.

Lassiter asintió. Ya se le ocurriría algo.

Después de Little Feet, venía Sultans of Swing, de los Dire Straits. Roger le dio unos golpecitos en el hombro en el preciso instante en que los primeros acordes de guitarra salían por los altavoces. Después señaló hacia adelante.

– Eso es isla Mellada. A babor. ¿La ve?

Lassiter siguió la dirección del brazo del marinero hasta que vio una masa oscura de rocas y árboles. Asintió y sonrió.

Roger volvió a concentrarse en la música, cantando a dúo con Mark Knopfler. Tenía los ojos entrecerrados, como si no existiera otra cosa en el mundo aparte de la canción.

Lassiter escuchó el ritmo insistente del bajo y los gemidos sincopados de la guitarra, dejándose llevar por la magnífica combinación de la música y el océano. Allí estaba, envuelto en un traje de poliuretano que lo protegía a las mil maravillas del frío, rodeado de agua y de música, en un barco que subía y bajaba sobre las olas, como un caballero medieval que va a rescatar a una dama en apuros. El barco navegaba con alegría. Lassiter casi podía sentir cómo los rizos blancos de espuma se pegaban a la proa mientras el barco cortaba las olas. Y ahí, a su lado, estaba Roger, su alegre compañero, el gigantesco pescador de erizos con opiniones fijas sobre la cultura japonesa y una magnífica voz, llevándolo hacia…

Hacia un muro de rocas.

La isla apareció, inmensa, justo delante de ellos. Lassiter se volvió hacia su nuevo amigo con gesto interrogante, como si Roger le estuviera gastando algún tipo de broma. Pero, en vez de sonreír, Roger giró el timón con todas sus fuerzas.

– ¡Maldita sea! -gritó mientras intentaba invertir el sentido de las hélices para aminorar la marcha del barco.

Lo último que oyó Lassiter antes de que el barco se estrellara contra las rocas fue la voz de Mark Knopfler: «The band plays Dixie, double-four time…»

Y, por raro que pudiera parecer, lo último que pensó fue que era extraño oír dos canciones seguidas con la palabra «dixie».

Un instante después, el casco de «vamos x ellos» chocó contra las rocas cubiertas de algas y se abrió las tripas con un largo quejido de fibra de vidrio aplastando a Lassiter contra el cuadro de mandos. De repente, el cristal de la cabina explotó y empezó a entrar agua por todas partes.

Las luces se apagaron y la oscuridad se apoderó del mundo. El nivel del agua subió. Una mano lo agarró del brazo. Entonces, el suelo subió arrastrado por el empuje de una ola que levantó el barco de las rocas. Por un momento, Lassiter se sintió como si la gravedad se hubiera invertido. El barco parecía suspendido en el aire, como si colgara sin peso de un hilo, a la espera del momento de su destrucción final. Y, entonces, con la misma brusquedad que había subido, el barco cayó y se estrelló contra las rocas.

Esta vez Lassiter se golpeó la cabeza contra algo duro, y algo rojo estalló dentro de su cabeza. La mano que lo tenía cogido lo soltó, y el agua lo arrastró y lo hizo dar vueltas de un lado a otro.

Estaba aturdido, dolorido. Algo estaba pasando dentro de su cabeza. Todos los ruidos sonaban equivocados, distantes, burbujeantes, casi efervescentes…, equivocados.

Durante un instante sintió algo debajo de sus pies, pero el fondo desapareció igual de rápido que había venido. De forma instintiva, Lassiter empezó a mover las piernas. El agua estaba fría. Helada. Cortaba como si fuera un cuchillo de hielo. Lassiter notó cómo el calor iba abandonando su cuerpo. Sabía que tenía muy poco tiempo. En un minuto estaría muerto, aplastado contra las rocas, congelado. La idea lo hizo gritar. Abrió los ojos y vio un anillo de llamas rojas a través del agua. Se movía de un lado a otro con rápidos y bruscos movimientos.

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