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Stieg Larsson: La Reina En El Palacio De Las Corrientes De Aire

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Stieg Larsson La Reina En El Palacio De Las Corrientes De Aire
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    La Reina En El Palacio De Las Corrientes De Aire
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La Reina En El Palacio De Las Corrientes De Aire: краткое содержание, описание и аннотация

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Los lectores que llegaron con el corazón en un puño al final de La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina quizás prefieran no seguir leyendo estas líneas y descubrir por sí mismos cómo sigue la sene y, sobre todo, qué le sucede a Lisbeth Salander. Como ya imaginábamos, Lisbeth no está muerta, aunque no hay muchas razones para cantar victoria: con una bala en el cerebro, necesita un milagro, o el más habilidoso cirujano, para salvar la vida. Le esperan semanas de confinamiento en el mismo centro donde un paciente muy peligroso sigue acechándola: Alexander Zalachcnko, Zala. Desde la cama del hospital, y pese a su gravísimo estado, Lisbeth hace esfuerzos sobrehumanos para mantenerse alerta, porque sabe que sus impresionantes habilidades informáticas han a ser, una vez más, su mejor defensa. Entre tanto, con una Erika Berger totalmente inmersa en las luchas de poder y las estrategias comerciales del poderoso periódico Svenska Morgon-Posten, en horas bajas tras el descenso de las ventas y de los anunciantes, Mikael se siente muy solo. Quizás Lisbeth le haya apartado de su vida, pero a medida que sus investigaciones avanzan y las oscuras razones que están tras el complot contra Salander van tomando forma, Mikael sabe que no puede dejar en manos de la Justicia y del Estado la vida y la libertad de Lisbeth. Pesan sobre ella durísimas acusaciones que hacen que la policía mantenga la orden de aislamiento, así que Kalle Blomkvist tendrá que ingeniárselas para llegar hasta ella, ayudarla, incluso a su pesar, y hacerle saber que sigue allí, a su lado, para siempre.

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– Eh… debe de tratarse de un error.

– No, no hay ningún error -dijo Curt Svensson.

– No lo entiende. Yo también soy policía. Creo que debería comprobarlo con su jefe.

– Precisamente es mi jefe el que quiere hablar con usted.

– Tengo que hacer una llamada y…

– Puede llamar desde Kungsholmen.

De pronto, Gunnar Björck se resignó.

Ya está. Me van a implicar. Maldito Blomkvist de mierda. Maldita Salander.

– ¿Estoy detenido? -preguntó.

– De momento, no. Pero si lo desea, lo podemos arreglar.

– No… no, le acompaño, por supuesto; faltaría más. Claro que quiero colaborar con mis colegas de la policía abierta.

– Muy bien -dijo Curt Svensson mientras acompañaba a Björck hacia el interior de la casa. Le echó un ojo cuando éste fue a buscar ropa de abrigo y apagó la cafetera eléctrica.

A las once de la mañana, Mikael Blomkvist se acordó de que el coche que había alquilado seguía aparcado detrás de un granero en la entrada de Gosseberga, pero estaba tan agotado que no tenía ni fuerzas para a ir a buscarlo; y, menos aún, para conducir una larga distancia sin resultar un peligro para la circulación. Pidió consejo al inspector Marcus Erlander, quien, generosamente, se encargó de que un técnico forense de Gotemburgo trajera el vehículo cuando volviese a casa.

– Considéralo una compensación por cómo te trataron anoche.

Mikael asintió y cogió un taxi hasta el City Hotel de Lorensbergsgatan, cerca de Avenyn. Pidió una habitación individual para una noche que le costó ochocientas coronas y subió directamente. Nada más entrar, se quitó la ropa. Se sentó desnudo sobre la colcha de la cama, sacó el Palm Tungsten T3 de Lisbeth Salander del bolsillo interior de la americana y lo sopesó con la mano. Seguía perplejo por el hecho de que no se lo hubiesen confiscado cuando el comisario Thomas Paulsson lo cacheó, pero éste dio por descontado que se trataba del ordenador de Mikael, y al final no llegaron a meterlo en el calabozo ni le quitaron sus pertenencias. Reflexionó un instante y luego lo introdujo en el compartimento del maletín de su ordenador, donde guardaba el disco de Lisbeth en el que ponía «Bjurman» y que Paulsson también había pasado por alto. Era consciente de que, desde un punto de vista estrictamente legal, estaba ocultando pruebas, pero se trataba de cosas que, sin duda, Lisbeth Salander no desearía que fueran a parar a manos inadecuadas.

Encendió su móvil, vio que la batería estaba en las últimas y enchufó el cargador. Llamó a su hermana, la abogada Annika Giannini.

– Hola, hermanita.

– ¿Qué tienes tú que ver con el asesinato del policía de anoche? -le preguntó ésta de inmediato.

Mikael explicó brevemente lo sucedido.

– De acuerdo. De modo que Salander está en la UVI…

– Así es. Hasta que no se despierte no podremos saber la gravedad de sus lesiones, pero va a necesitar un abogado.

Annika Giannini reflexionó un instante.

– ¿Crees que me aceptará?

– Lo más probable es que no quiera que nadie la represente. No es de esas personas que van pidiendo favores por ahí.

– Me da la impresión de que necesitará un abogado penal. Déjame echarle un vistazo a la documentación que tienes.

– Habla con Erika Berger y dile que te mande una copia.

En cuanto Mikael terminó la conversación con Annika Giannini llamó a Erika Berger. Como no le contestaba en el móvil, marcó el número de la redacción de Millennium. Se puso Henry Cortez.

– Erika ha salido un momento -dijo Henry.

Mikael le explicó rápidamente lo que había pasado y le pidió a Henry Cortez que se lo comunicara a la redactora jefa de Millennium.

– De acuerdo. ¿Y qué podemos hacer? -preguntó Henry.

– Por hoy nada -respondió Mikael-. Necesito dormir. Si no surge ningún imprevisto, volveré a Estocolmo mañana. Millennium dará su versión en el próximo número, y para eso falta casi un mes.

Colgó, se metió bajo las sábanas y apenas tardó treinta segundos en dormirse.

La jefa adjunta de la policía regional, Monica Spångberg, golpeó con un bolígrafo el borde de su vaso de Ramlösa y pidió silencio. Alrededor de la mesa de su despacho de jefatura había diez personas congregadas: tres mujeres y siete hombres. El grupo estaba compuesto por el jefe de la brigada de delitos violentos, su jefe adjunto, tres inspectores, incluido Marcus Erlander, y el responsable de prensa de la policía de Gotemburgo. A la reunión también se convocó a la instructora del sumario, Agneta Jervas, del Ministerio Fiscal, así como a los inspectores Sonja Modig y Jerker Holmberg, de la policía de Estocolmo. Estos dos últimos habían sido invitados como muestra de su buena voluntad de cooperación con la policía de la capital y, posiblemente, también para enseñarles cómo se realiza una investigación policial de verdad.

Spångberg, que ya estaba acostumbrada a ser la única mujer en un entorno masculino, no tenía precisamente fama de perder el tiempo en formalidades y frases de cortesía. Explicó que el jefe de la policía regional se encontraba en Madrid en una conferencia de la Europol, que había interrumpido su viaje cuando se le avisó del asesinato del policía y que no lo esperaban hasta la noche. Luego se dirigió directamente al jefe de la brigada de delitos violentos, Anders Pehrzon, y le pidió que resumiera la situación.

– Hace ya más de diez horas que nuestro colega Gunnar Andersson fue asesinado en la carretera de Nossebro. Conocemos el nombre del asesino, Ronald Niedermann, pero aún no disponemos de ninguna fotografía de dicha persona.

– En Estocolmo tenemos una foto suya de hace más de veinte años. Nos la dio Paolo Roberto, pero no sirve de mucho -dijo Jerker Holmberg.

– Vale. Como ya sabéis, el coche patrulla que robó ha sido encontrado esta mañana en Alingsås. Se hallaba aparcado en una bocacalle, a unos trescientos cincuenta metros de la estación de trenes. No nos consta que nadie haya denunciado el robo de un coche en la zona.

– ¿Cómo está la situación?

– Tenemos vigilados los trenes que llegan a Estocolmo y Malmö. Hemos emitido una orden nacional de busca y captura e informado a la policía de Noruega y Dinamarca. Ahora mismo habrá unos treinta policías trabajando en la investigación y, naturalmente, todo el cuerpo mantiene los ojos bien abiertos.

– ¿Pistas?

– De momento ninguna. Pero una persona con un aspecto tan llamativo como el de Niedermann no debe de ser imposible de localizar.

– ¿Alguien conoce el estado de Fredrik Torstensson? -preguntó uno de los inspectores de delitos violentos.

– Está en Sahlgrenska. Se encuentra herido de gravedad, más o menos como si hubiese sufrido un accidente de tráfico. Resulta difícil creer que una persona sea capaz de causar esas lesiones tan sólo con sus manos. Aparte de alguna que otra fractura en las piernas y unas cuantas costillas rotas, tiene una vértebra del cuello dañada y corre el riesgo de quedarse parcialmente paralizado.

Todos se quedaron reflexionando un instante sobre el estado de su colega hasta que Spångberg volvió a tomar la palabra. Se dirigió a Erlander:

– ¿Qué es lo que en realidad ocurrió en Gosseberga?

– Lo que ocurrió en Gosseberga se llama Thomas Paulsson.

Varios de los que participaban en la reunión emitieron un quejido al unísono.

– ¿No hay nadie que pueda jubilar a ese tío? Es una puta catástrofe andante.

– Conozco muy bien a Paulsson -dijo Monica Spångberg con un tono de voz grave-. Pero no he oído ninguna queja sobre él durante el último… bueno, durante los últimos dos años.

– El jefe de policía de allí arriba es un viejo amigo de Paulsson y lo habrá estado protegiendo. Con las mejores intenciones, dicho sea de paso; esto no es ninguna crítica contra él. Pero anoche Paulsson se comportó de una forma muy rara y varios compañeros me informaron de ello.

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