Stieg Larsson - La Reina En El Palacio De Las Corrientes De Aire

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La Reina En El Palacio De Las Corrientes De Aire: краткое содержание, описание и аннотация

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Los lectores que llegaron con el corazón en un puño al final de La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina quizás prefieran no seguir leyendo estas líneas y descubrir por sí mismos cómo sigue la sene y, sobre todo, qué le sucede a Lisbeth Salander.
Como ya imaginábamos, Lisbeth no está muerta, aunque no hay muchas razones para cantar victoria: con una bala en el cerebro, necesita un milagro, o el más habilidoso cirujano, para salvar la vida. Le esperan semanas de confinamiento en el mismo centro donde un paciente muy peligroso sigue acechándola: Alexander Zalachcnko, Zala. Desde la cama del hospital, y pese a su gravísimo estado, Lisbeth hace esfuerzos sobrehumanos para mantenerse alerta, porque sabe que sus impresionantes habilidades informáticas han a ser, una vez más, su mejor defensa.
Entre tanto, con una Erika Berger totalmente inmersa en las luchas de poder y las estrategias comerciales del poderoso periódico Svenska Morgon-Posten, en horas bajas tras el descenso de las ventas y de los anunciantes, Mikael se siente muy solo. Quizás Lisbeth le haya apartado de su vida, pero a medida que sus investigaciones avanzan y las oscuras razones que están tras el complot contra Salander van tomando forma, Mikael sabe que no puede dejar en manos de la Justicia y del Estado la vida y la libertad de Lisbeth. Pesan sobre ella durísimas acusaciones que hacen que la policía mantenga la orden de aislamiento, así que Kalle Blomkvist tendrá que ingeniárselas para llegar hasta ella, ayudarla, incluso a su pesar, y hacerle saber que sigue allí, a su lado, para siempre.

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Se trataba de una especie de almacén de viejas máquinas que no podrían reportar grandes beneficios mientras se quedaran allí oxidándose.

Pasó por la puerta a la sala interior y se dio cuenta de que se encontraba en el sitio donde se habían hecho las obras de reforma. Aquello también estaba atestado de trastos, cajas de almacenaje y viejos muebles de oficina dispuestos en una especie de laberíntico orden. Habían dejado libre una parte del suelo e instalado nuevas tablas de madera. Lisbeth se percató de que, sin lugar a dudas, las obras habían sido interrumpidas apresuradamente: útiles como una sierra eléctrica circular, otra de banco, una pistola de clavos, una palanqueta, una pica de hierro y varias cajas de herramientas permanecían allí todavía. Frunció el ceño: aunque el trabajo se hubiese interrumpido, la empresa debería haberse llevado sus cosas. Pero también esa pregunta tuvo su respuesta cuando, al levantar un destornillador, constató que el texto del mango estaba escrito en ruso. Zalachenko había importado las herramientas y quizá también la mano de obra.

Se acercó a la sierra circular y accionó el interruptor. Se encendió una lucecita verde. Había electricidad. Dejó el interruptor en su posición inicial.

Al fondo del todo había tres puertas que daban a unos espacios más pequeños, quizá las viejas oficinas. Bajó la manivela de la puerta que quedaba más al norte. Cerrada con llave. Miró a su alrededor y volvió hasta donde se encontraban las herramientas para buscar una palanqueta. Le llevó un rato forzar la puerta.

La habitación estaba completamente oscura y olía a cerrado. Buscó a tientas un interruptor, lo encontró y, al activarlo, una desnuda bombilla se encendió en el techo. Lisbeth miró asombrada a su alrededor.

Allí había tres camas con mugrientos colchones y otros tres colchones puestos directamente sobre el suelo. Tiradas a diestro y siniestro, se veían algunas sábanas sucias. A la derecha, un hornillo y unas cuantas cacerolas junto a un grifo oxidado. En un rincón descubrió un cubo y un rollo de papel higiénico.

Alguien había vivido allí. Varias personas.

De repente advirtió que la puerta no tenía ningún tirador por dentro. Sintió que un gélido escalofrío le recorría la espina dorsal.

Al fondo de la estancia había un armario grande. Se acercó, abrió la puerta y se encontró con dos maletas puestas una encima de otra. Sacó la que estaba arriba. Contenía ropa. Hurgó en ella y cogió una falda cuya etiqueta estaba en ruso. Encontró un bolso y vació su contenido en el suelo. Entre el maquillaje y otros objetos halló un pasaporte que pertenecía a una mujer morena de unos veinte años. También en ruso. Pudo descifrar el nombre: Valentina.

Lisbeth Salander salió lentamente de la habitación. Experimentó una sensación de déjá vu: dos años y medio antes, había realizado una inspección similar del lugar del crimen en un sótano de Hedeby. Ropa de mujer. Una cárcel. Se detuvo y se quedó reflexionando un buen rato. Le preocupaba que se hubieran dejado el pasaporte y la ropa. Allí había algo raro.

Luego volvió hasta donde estaba la caja de herramientas y hurgó en ella hasta que dio con una potente linterna. Se aseguró de que tuviera pilas, bajó a la planta baja y entró en aquella gran sala. El agua de los charcos le caló las botas.

Cuanto más se adentraba, el olor a putrefacción se hacía cada vez más repugnante. La peste parecía ser peor en el centro de la estancia. Se quedó junto a una de las bases de los viejos hornos de ladrillo, que estaba llena de agua casi hasta arriba. Iluminó con la linterna la negra superficie acuática pero no pudo distinguir nada: casi toda ella se hallaba cubierta por un conjunto de algas que formaban una viscosidad verde. Miró a su alrededor y encontró un hierro de tres metros de largo. Lo introdujo en la piscina y removió el agua. La profundidad sólo era, más o menos, de medio metro. Chocó casi enseguida con algo. Hizo palanca unos cuantos segundos hasta que un cuerpo asomó a la superficie: primero la cara, una desfigurada máscara que rezumaba muerte y podredumbre. Lisbeth respiró por la boca y, al contemplar el rostro a la luz de la linterna, constató que pertenecía a una mujer, quizá a la chica del pasaporte que encontró allí arriba. No poseía ningún conocimiento sobre la velocidad de descomposición del agua fría, pero aquel cuerpo parecía llevar bastante tiempo en la piscina.

De repente, vio que algo se movía en la superficie: una especie de larvas.

Dejó que el cuerpo se hundiera y continuó removiendo a ciegas con el hierro. En el borde de la piscina dio con algo que parecía ser otro cuerpo. Lo dejó estar, sacó el hierro del agua y, tras tirarlo al suelo, se quedó pensativa allí mismo.

Lisbeth Salander volvió a la planta de arriba. Usó la palanqueta y, de las tres puertas, forzó la de en medio. La habitación estaba vacía y no parecía haber sido utilizada.

Se acercó, entonces, hasta la última e hizo ademán de querer forzarla, pero antes de que pudiera hacerlo la puerta se entreabrió. No estaba cerrada con llave. Abrió un poco más con la palanqueta y recorrió la estancia con la mirada.

Tenía unos treinta metros cuadrados y ventanas a una altura normal desde las que se veía la explanada delantera, así como la gasolinera OK, al otro lado de la carretera. Había una cama, una mesa y un fregadero con algunos platos. Luego vio una bolsa abierta en el suelo. Y unos cuantos billetes. Desconcertada, avanzó dos pasos antes de darse cuenta de que había calefacción en la habitación. Su mirada se fijó en un radiador situado en medio de la estancia. Vio una cafetera eléctrica; el piloto estaba encendido.

Allí vivía alguien. No estaba sola en la vieja fábrica de ladrillos.

Se dio media vuelta bruscamente, echó a correr a toda velocidad, cruzó la sala interior y la exterior pasando por la puerta que había entre ambas y se dirigió hacia la salida. Frenó en seco a cinco pasos de la escalera cuando descubrió que la puerta de la salida había sido cerrada con un candado. Estaba encerrada. Se dio la vuelta lentamente y miró a su alrededor. No consiguió ver a nadie.

– Hola, hermanita -dijo una nítida voz desde un lateral.

Volvió la cabeza y vio materializarse la enorme figura de Ronald Niedermann junto a unas cajas con maquinaria.

Llevaba una bayoneta en la mano.

– Esperaba poder verte de nuevo -dijo Niedermann, sonriente-. Es que la última vez fue todo tan rápido…

Lisbeth miró a su alrededor.

– Es inútil -dijo Niedermann-. Estamos tú y yo solos y, aparte de esa puerta, no hay otra salida.

Lisbeth contempló a su hermanastro.

– ¿Qué tal la mano? -le preguntó ella.

Niedermann seguía sonriendo. Levantó la mano derecha y se la enseñó: no tenía dedo meñique.

– Se infectó. Tuve que cortármelo.

Ronald Niedermann sufría de analgesia congenita y no podía sentir dolor. En Gosseberga, Lisbeth le había hecho un corte en la mano con una pala, justo unos segundos antes de que Zalachenko le disparara en la cabeza.

– Debería haberte dado en la cabeza -dijo Lisbeth Salander con una voz neutra-. ¿Qué coño haces aquí? Creí que te habías largado al extranjero.

Él seguía sonriéndole.

Si Ronald Niedermann hubiese intentado contestar a la pregunta de Lisbeth Salander sobre qué hacía en la vieja y deteriorada fábrica de ladrillos es muy probable que no hubiera sabido qué decir. Ni siquiera él mismo se lo explicaba.

Había dejado Gosseberga tras de sí con una sensación de liberación. Contaba con que Zalachenko estuviera muerto para así heredar él la empresa. Sabía que era un excelente organizador.

Tras cambiar de coche en Alingsås, metió en el maletero a la aterrorizada auxiliar dental Anita Kaspersson y se dirigió hacia Borås. No tenía ningún plan; iba improvisando sobre la marcha. No había reflexionado sobre el destino de Anita Kaspersson. Le daba igual si vivía o moría, y suponía que tendría que deshacerse de esa comprometedora testigo. Ya en las afueras de Borås, se dio cuenta de pronto de que podría serle útil. Se dirigió hacia el sur y, pasado Seglora, encontró una apartada zona forestal. La ató en un granero que había allí y la abandonó. Contaba con que ella se soltara al cabo de unas cuantas horas y que, de este modo, las pesquisas de la policía se encaminaran hacia el sur. Y si por el contrario no se pudiera desatar y moría allí de hambre o frío no era su problema.

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