Stieg Larsson - La Reina En El Palacio De Las Corrientes De Aire

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Los lectores que llegaron con el corazón en un puño al final de La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina quizás prefieran no seguir leyendo estas líneas y descubrir por sí mismos cómo sigue la sene y, sobre todo, qué le sucede a Lisbeth Salander.
Como ya imaginábamos, Lisbeth no está muerta, aunque no hay muchas razones para cantar victoria: con una bala en el cerebro, necesita un milagro, o el más habilidoso cirujano, para salvar la vida. Le esperan semanas de confinamiento en el mismo centro donde un paciente muy peligroso sigue acechándola: Alexander Zalachcnko, Zala. Desde la cama del hospital, y pese a su gravísimo estado, Lisbeth hace esfuerzos sobrehumanos para mantenerse alerta, porque sabe que sus impresionantes habilidades informáticas han a ser, una vez más, su mejor defensa.
Entre tanto, con una Erika Berger totalmente inmersa en las luchas de poder y las estrategias comerciales del poderoso periódico Svenska Morgon-Posten, en horas bajas tras el descenso de las ventas y de los anunciantes, Mikael se siente muy solo. Quizás Lisbeth le haya apartado de su vida, pero a medida que sus investigaciones avanzan y las oscuras razones que están tras el complot contra Salander van tomando forma, Mikael sabe que no puede dejar en manos de la Justicia y del Estado la vida y la libertad de Lisbeth. Pesan sobre ella durísimas acusaciones que hacen que la policía mantenga la orden de aislamiento, así que Kalle Blomkvist tendrá que ingeniárselas para llegar hasta ella, ayudarla, incluso a su pesar, y hacerle saber que sigue allí, a su lado, para siempre.

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Meditó un rato.

– En todos los años que llevo de jurista y de juez, jamás he vivido, ni de lejos, una situación jurídica similar a la del caso que nos ocupa. Debo admitir que no sé qué hacer. Ni siquiera había oído hablar de que el testigo principal del fiscal fuera arrestado ante el tribunal, en pleno juicio, y de que lo que parecían ser unas pruebas convincentes resultaran ser unas simples falsificaciones. Sinceramente, no sé lo que quedará de los cargos de la acusación del fiscal en este momento.

Holger Palmgren carraspeó.

– ¿Sí? -preguntó Iversen.

– Como representante de la defensa, no puedo hacer otra cosa que compartir sus opiniones. A veces hay que dar un paso hacia atrás y dejar que la cordura y el sentido común se impongan sobre las formalidades. Quiero señalar que usted, como juez, sólo ha visto el principio de un caso que va a sacudir los cimientos de la Suecia oficial. A lo largo del día de hoy se ha detenido a diez policías de la Säpo. Serán procesados por asesinato y por una serie tan larga de delitos que, sin duda, pasará mucho tiempo antes de que se pueda terminar la investigación.

– Supongo que ahora debería levantar la sesión y hacer una pausa.

– Con todos mis respetos, creo que sería una decisión desafortunada.

– Le escucho.

Obviamente, a Palmgren le costaba encontrar las palabras. Pero hablaba despacio, de modo que no se le trababan.

– Lisbeth Salander es inocente. Su «fantasiosa autobiografía», palabras con las que el señor Ekström ha rechazado con tanto desprecio lo que nuestra clienta ha contado, es, de hecho, la única verdad. Y se puede documentar. Lisbeth ha sido objeto de un escandaloso abuso judicial. Como tribunal, lo que podemos hacer ahora es atenernos a las formalidades y continuar con el juicio hasta que resulte absuelta, o bien… la alternativa es obvia, dejar que una nueva investigación se encargue de todo lo relacionado con Lisbeth Salander. Esa investigación ya está en marcha, pues forma parte de todo este lío que la Fiscalía General tiene ahora ante sí.

– Entiendo lo que quiere decir.

– Como juez que es, usted decide. Lo más sensato en este caso sería no aprobar el sumario del fiscal e instarle a que se fuera a casa e hiciera sus deberes.

El juez Iversen contempló pensativo a Ekström.

– Lo justo es poner en libertad a nuestra clienta a efectos inmediatos. Además, se merece una disculpa, aunque supongo que el desagravio llevará su tiempo y dependerá del resto de la investigación.

– Entiendo su punto de vista, letrado Palmgren. Pero antes de que pueda absolver a su clienta tengo que tener clara toda la historia. Y me temo que eso me llevará un tiempo…

Dudó y contempló a Annika Giannini.

– Si decido suspender el juicio hasta el lunes y les complazco en parte decidiendo que no hay razones para que su clienta permanezca en prisión preventiva, lo que significa que, por lo menos, no se la va a sentenciar a ninguna pena de cárcel, ¿puede usted garantizarme que ella se presentará para continuar el proceso cuando se la llame?

– Por supuesto -respondió Holger Palmgren rápidamente.

– No -dijo Lisbeth Salander con un severo tono de voz.

Todas las miradas se dirigieron hacia la persona protagonista de todo aquel drama.

– ¿Cómo? -preguntó el juez Iversen.

– En cuanto me sueltes, me iré de viaje. No pienso dedicar ni un solo minuto más a este juicio.

El juez Iversen miró asombrado a Lisbeth Salander.

– ¿Se niega usted a presentarse?

– Correcto. Si quieres que conteste a más preguntas, tendrás que mantenerme en prisión preventiva. Desde el mismo instante en que me liberes todo esto será historia para mí. Y eso no incluye estar un indefinido tiempo a tu disposición, ni a la de Ekström, ni a la de un policía.

El juez Iversen suspiró. Holger Palmgren parecía aturdido.

– Estoy de acuerdo con mi clienta -dijo Annika Giannini-. Es el Estado y las autoridades quienes han abusado de Lisbeth Salander, no al revés. Se merece salir por esa puerta con una absolución en la maleta y dejar atrás toda esta historia.

Sin contemplaciones.

El juez Iversen miró su reloj.

– Son poco más de las tres. No me deja más alternativa que la de mantener a su clienta en prisión preventiva.

– Si ésa es su decisión la aceptaremos. Como representante de Lisbeth Salander, exijo que sea absuelta de los delitos de los que la acusa el fiscal Ekström. Exijo que ponga en libertad a mi clienta sin ningún tipo de restricción y a efectos inmediatos. Y exijo que la anterior declaración de incapacidad se anule y que ella recupere de inmediato sus derechos civiles.

– La cuestión de su declaración de incapacidad es un proceso considerablemente más largo. No puedo decidirlo así como así. Necesito primero que los expertos psiquiátricos la examinen y elaboren un informe.

– No -dijo Annika Giannini-. No lo aceptamos.

– ¿Cómo?

– Lisbeth Salander debe tener los mismos derechos civiles que todos los demás suecos. Ha sido víctima de un delito. La declararon incapacitada basándose en documentos falsos; ya lo hemos demostrado. Por lo tanto, la decisión de someterla a tutelaje y administración carece de base legal y debe ser anulada sin condiciones. No hay ninguna razón para que mi clienta se someta a un examen psiquiátrico forense. No hay nada que obligue a nadie a demostrar que no está loco cuando es víctima de un delito.

Iversen meditó el asunto un breve instante.

– Señora Giannini -dijo Iversen-. Me doy cuenta de que esta situación es excepcional. Ahora voy a conceder una pausa de quince minutos para que podamos estirar las piernas y serenarnos un poco. No tengo ningún deseo de mantener esta noche a su clienta en prisión preventiva si es inocente, pero entonces esta sesión de hoy deberá continuar hasta que hayamos terminado.

– Muy bien -dijo Annika Giannini.

En el descanso, Mikael Blomkvist le dio un beso en la mejilla a su hermana.

– ¿Qué tal ha ido?

– Mikael, estuve brillante contra Teleborian. Lo fulminé por completo.

– Ya te dije yo que ibas a ser invencible en este juicio. Al fin y al cabo, esta historia no va de espías y sectas estatales, sino de la violencia que se comete habitualmente contra las mujeres y de los hombres que lo hacen posible. En lo poco que pude verte estuviste fantástica. Lisbeth va a ser absuelta.

– Sí. No hay duda.

Tras el descanso, el juez Iversen golpeó la mesa con la maza.

– ¿Sería usted tan amable de contarme esta historia de principio a fin para que me quede claro qué es lo que realmente ocurrió?

– Con mucho gusto -dijo Annika Giannini-. Empecemos con el asombroso relato de un grupo de policías de seguridad que se hace llamar la Sección y que se ocupó de un desertor soviético a mediados de los años setenta. La historia al completo ha aparecido publicada hoy en la revista Millennium. Algo me dice que esta noche será la principal noticia de todos los informativos.

A eso de las seis de la tarde, el juez Iversen decidió poner a Lisbeth Salander en libertad y anular su declaración de incapacidad.

No obstante, la decisión se tomó con una condición: el juez Jörgen Iversen exigía que Lisbeth Salander se sometiera a un interrogatorio formal en el que diera cuenta de lo que sabía del asunto Zalachenko. Al principio, Lisbeth se negó en redondo. Esa negación indujo a un momento de discusión hasta que el juez Iversen alzó la voz. Se inclinó hacia delante y le clavó una severa mirada.

– Señorita Salander, que yo anule su declaración de incapacidad significa que, a partir de ahora, tiene usted exactamente los mismos derechos que los demás ciudadanos. Pero también significa que tiene las mismas obligaciones. Es decir, que es su maldito deber responsabilizarse de su economía, pagar impuestos, acatar la ley y colaborar con la policía en casos de delitos graves. En otras palabras: la convocaré a prestar declaración como cualquier otra ciudadana que disponga de información útil para una investigación.

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