Jonathan Kellerman - La Rama Rota

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Hay algo espectral en este caso. El suicidio de un violador de niños, una red oculta de pervertidos, todos ellos gente de clase alta, y una aterrada niña que podría atar cabos sueltos… si el psicólogo infantil Alex Delaware logra hacerle recordar los horrores de que ha sido testigo. Pero cuando lo hace, la policía parece falta de interés. Obsesionado por un caso que pone en peligro tanto su carrera como su vida, Alex queda atrapado en una telaraña de maldad, acercándose más y más a un antiguo secreto que hace que incluso el asesinato parezca un asunto limpio.

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Fue hasta el extremo más alejado del aparcamiento.

– Aparque lejos de las luces -le susurré.

El coche se detuvo.

– No hay moros en la costa -me dijo.

Salí de debajo de la manta, del coche, y le hice un gesto para que me siguiese. Caminamos sendero arriba, uno al lado del otro. Los consejeros se cruzaban con nosotros a pares, se saludaban con deferencia y seguían su camino. Yo trataba de aparentar ser su acompañante en alguna misión.

La Casa era muy tranquila de noche. Por entre los árboles se filtraban canciones de acampada: «Cien botellas de cerveza», «Oh, Susana.» Voces de niños. Una guitarra desafinada, órdenes de adultos dadas por micrófono. Los mosquitos y las polillas se peleaban por el espacio alrededor de las lámparas en forma de setas, que estaban enterradas entre la maleza, a nuestros pies. El dulce aroma del jazmín y la adelfa en el aire. Un ocasional olor de salmuera que llegaba del océano, tan cercano, pero invisible. A la derecha la extensión abierta, gris verdosa, del prado. Un cementerio muy placentero… El bosquecillo, tan negro como el carbón, un refugio de pinos…

Pasamos junto a la piscina, teniendo buen cuidado en no resbalar en el cemento húmedo. Towle se movía como un viejo guerrero que se dirige hacia su última batalla, con la barbilla alta, los brazos a los costados, con paso de marcha. Yo mantenía el 38 al alcance de mi mano.

Llegamos hasta los búnkers, sin que nadie se fijase en nosotros.

– Ése -le dije-. El de la puerta azul.

Rampa abajo, un giro brusco de la llave y estábamos dentro.

El edificio estaba dividido en dos habitaciones. La delantera estaba vacía, a excepción de una única silla plegable, que estaba metida bajo una mesa de bridge, en aluminio. Las paredes eran bloques sin pintar y olían a moho. Los suelos eran losas de cemento desnudas, al igual que el techo. Una herida negra y redonda, un tragaluz, marcaba el centro del techo. La única luz provenía de una solitaria bombilla que colgaba de un portalámparas sin ningún adorno.

Ella estaba en la parte de atrás, en un camastro del ejército, cubierta con una áspera manta caqui y atada con correas de cuero que le cruzaban el pecho y los tobillos. Sus brazos estaban sujetos bajo la manta. Respiraba lentamente, con la boca abierta, dormida, la cabeza hacia un lado, con su pálida piel, señalada por lágrimas, translúcida en la semioscuridad. Mechones de cabello colgaban sueltos en derredor de su rostro. Pequeña, vulnerable, perdida.

Al pie del camastro había una bandeja de plástico que contenía un no comido y ya coagulado huevo frito, unas patatas fritas mustias, lechuga amarronada y un tetrabrik abierto con leche dentro.

– Desátela -señalé con la pistola.

Towle se inclinó, trabajando en la semioscuridad para soltar las correas.

– ¿Qué es lo que le ha dado?

– Valium, una dosis alta. Y encima de eso, Torazina. El elixir mágico del doctor Towle.

Logró soltar las ataduras y echó a un lado la manta. Ella vestía unos tejanos sucios y una camiseta a rayas rojas y blancas, con Snoopy delante. Levantó la camiseta y le palpó el abdomen, le tomó el pulso, puso su mano sobre la frente de ella: jugó a doctor.

– Parece delgada, pero por lo demás sana – pronunció su veredicto.

– Vuélvala a tapar. ¿Puede llevarla en brazos?

– Ciertamente -me contestó, molesto porque pusiera en duda su fuerza.

– De acuerdo, pues vamos.

La alzó en sus brazos, con todo el aspecto del Gran Padrecito Blanco. La niña lanzó un suspiro, tuvo un estremecimiento, y se apretó a él.

– Manténgala totalmente cubierta cuando salgamos fuera. Comencé a darme la vuelta. Una voz, suave y musical, dijo a mis espaldas, con acento del Sur:

– No se mueva, doctor Delaware, o perderá su jodida cabeza.

Me quedé quieto.

– Deja a la niña, Will. Coge su pistola.

Towle me miró con los ojos en blanco, yo me alcé de hombros. Depositó suavemente a Melody en el camastro y la tapó. Le entregué el 38.

– Contra la pared, con las manos en alto, doctor. Regístralo, Will.

Towle me palpó.

– Dése la vuelta.

McCaffrey estaba allá, sonriente, llenando la abertura entre las dos habitaciones, con una 357 magnum en una mano, una cámara Polaroid en la otra. Vestía una especie de chandal iridescente de color verde lima, decorado con multitud de bolsillos con cierres y correas, y unos zapatos de piel a tono, color lima. A la escasa luz su tez también tenía color verdoso.

– Vaya, vaya, Willie. ¿Qué maldad andabas planeando para esta noche?

El gran doctor dejó caer la cabeza a un lado y se agitó nervioso.

– ¿No estás nada locuaz esta noche, Willie? No importa, ya hablaremos luego -los ojos incoloros se estrecharon-. Ahora mismo tenemos asuntos a los que atender.

– ¿Ésta es su idea de altruismo? -Miré a la inerte forma de Melody.

– ¡Cállese! -me espetó. Y, a Towle-: Quítale la ropa a la niña.

– Gus… yo… ¿por qué?

– Haz lo que te digo, Willie.

– Ya no más, Gus – suplicó Towle-. Ya hemos hecho bastante.

– No, so idiota. No hemos hecho aún bastante. Este chico listo tiene la posibilidad de causarnos… a ti y a mí, montones de problemas. He hecho planes para eliminarlo, pero aparentemente voy a tener que hacer el trabajo por mí mismo.

– ¡Planes! -resoplé-. Halstead está pudriéndose en un terreno en construcción, con una barra de hierro clavada en la garganta. Era un chapuzas, como lo son todos sus esclavos.

McCaffrey ahuecó sus gruesos labios.

– Le advierto que tenga cuidado con lo que dice – me amenazó.

– Ésa es su especialidad, ¿no es así? -continué, tratando de ganar tiempo. Vi cómo su masiva silueta se movía, mientras trataba de mantenerme apuntado. Pero la oscuridad hacía esto difícil, tal cual lo hacía el cuerpo de Towle, que se había puesto entre los dos, mientras temblaba bajo la mirada airada de su amo -. Tiene usted un don para encontrar metepatas y perdedores, paralíticos emocionales y marginados. El mismo don que tienen las moscas para encontrar la mierda. Usted se lanza sobre sus heridas abiertas, les clava los colmillos en ellas, les chupa la sangre hasta dejarlos secos.

– ¡Qué literario! -me contestó con una voz más aguda, obviamente luchando por mantener el control. Estábamos cerca el uno del otro, y el obrar de un modo impulsivo podía resultar peligroso.

– La ropa, Will -dijo-. ¡Quítasela toda!

– Gus…

– ¡Hazlo, so mierda pinchada a un palo!

Towle alzó las manos frente a su rostro, como un niño que quiere parar un golpe. Cuando no llegó ninguno, se fue hacia la niña.

– Usted es un doctor -le dije-. Un médico respetado. No le escuche…

De prisa, mucho más de prisa de lo que hubiera creído posible, McCaffrey se movió hacia adelante en el vacío que había creado Towle. Lanzó un golpe con un brazo elefantino y me rasgó el lado de la cara con la pistola. Caí al suelo, mientras el rostro me estallaba en dolor, con las manos protegiéndome de nuevos golpes, la sangre corriendo por entre mis dedos.

– Ahora quédese ahí, señor, y mantenga cerrada su jodida boca.

Towle le quitó a Melody la camiseta. Su pecho era cóncavo y blanco, con las costillas como dos parrillas de sombras gris azuladas.

– Ahora los pantalones. Y las bragas, todo.

– ¿Por qué estamos haciendo esto, Gus? -quería saber Towle. A mis oídos, que distaban mucho de estar perfectamente, uno de ellos rasgado y ensangrentado, el otro repleto de ecos acuosos, su voz sonaba arrastrada. Me pregunté si el estrés podría romper la barrera bioquímica que había erigido en torno de su mente.

– ¿Por qué? – McCaffrey se echó a reír-. No estás acostumbrado a ver personalmente este tipo de cosas, ¿verdad, Willie? Hasta ahora has tenido un papel perfectamente aséptico, disfrutando del lujo del distanciamiento. Bueno, no importa, te lo explicaré.

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