Gershman completó las instrucciones.
– No estarán pensando que Morry pueda ser sospechoso, ¿verdad? – nos preguntó cuando dejó el teléfono -. Es sólo como testigo, ¿no?
– Realmente no le podemos decir nada al respecto, señor Gershman – Milo era muy estricto en cuestiones de discreción.
– ¡No puedo creérmelo! -Gershman se dio una palmada en la cabeza-. ¡Realmente piensan que Morry puede ser un asesino! ¡Un tipo que trabaja con niños en el fin de semana… un tipo que jamás ha tenido una palabra más fuerte que otra con nadie de aquí… Vayan a preguntar por la casa, les doy permiso. ¡Si encuentran a alquien que tenga algo malo que decir acerca de Morry Bruno, me como esta mesa!
Le interrumpió el zumbador del interfono.
– Sí, Denise. ¿Cómo es eso? ¿Está segura? Quizá haya sido un error. Compruébelo de nuevo. Y luego llame al Aladdin, o al Sands quizá cambió de idea.
El rostro del viejo estaba solemne cuando colgó.
– No está en el Palace -dijo con la tristeza y miedo de alguien al que le van a arrancar del reconfortante calor de sus ideas preconcebidas.
Maurice Bruno no estaba en el Aladdin, o el Sands, ni en ningún otro de los principales hoteles de Las Vegas. Nuevas llamadas desde la oficina de Gershman revelaron el hecho de que no había registro en ninguna de las compañías aéreas de que hubiera ido de Los Ángeles a Las Vegas.
– Me gustaría su dirección y número de teléfono, si me hace el favor.
– Denise se lo dará -dijo Gershman. Lo dejamos sentado en su gran despacho, solo, con su barbilla mal afeitada apoyada en sus manos, frunciendo el ceño como un maltratado bisonte que ya lleva demasiados años residiendo en el Zoo.
Bruno vivía en Glendale, que normalmente hubiera estado a diez minutos en coche de la fábrica Presto, pero eran las seis de la tarde, había habido un accidente justo al oeste de Hollywood, en el trébol de Golden State, y la autopista esta estancada todo el camino desde Burbank hasta Pasadena. Pero cuando salimos de ella en Brand era ya obscuro y los dos estábamos de muy mal humor.
Milo giró hacia el norte y se dirigió hacia las montañas.
La casa de Bruno estaba en Armelita, una calle lateral a un kilómetro de donde acababa el paseo. Se hallaba situada en el final de un callejón sin salida y era una pequeña imitación del estilo Tudor, de un solo piso, frente a la que había un cuidado cuadrado de césped, con setos de tejos y arbustos de enebro metidos en los espacios vacíos. Dos grandes matorrales del árbol de la vida guardaban la entrada. No era el tipo de lugar que me hubiera imaginado para un soltero acostumbrado a ir por Las Vegas. Luego recordé lo que Gershman había dicho de su divorcio. Sin duda aquél era el hogar familiar, dejado atrás por la esposa y los hijos al huir.
Milo llamó al timbre un par de veces, luego golpeó fuerte con el puño. Cuando nadie le contestó se fue a su coche y llamó a la policía de Glendale. Diez minutos más tarde apareció un coche patrulla y de él salieron dos agentes uniformados. Ambos eran altos, robustos y de cabello color arena y tenían poblados, erizados y pajizos bigotes bajo sus narices. Se nos acercaron con esa marcha que sólo tienen los polizontes y los borrachos cuando están intentando con todas sus fuerzas aparentar que están sobrios, y conferenciaron con Milo. Luego se fueron a su radio.
La calle estaba silenciosa y desprovista de todo signo de que allí viviese algún ser humano. Siguió así mientras llegaban y aparcaban los tres coches patrulla adicionales y el Dodge sin marca alguna. Hubo una breve conferencia que pareció un corro de los que se hacen en el fútbol americano y luego desenfundaron pistolas. Milo volvió a tocar el timbre, esperó un minuto y luego abrió la puerta de una patada. Había empezado el asalto.
Yo me quedé fuera, mirando, esperando. Pronto se pudo oír el sonido de arcadas y vómitos. Luego empezaron a salir policías corriendo de la casa, dejándose caer sobre el césped, con sus manos tapándoles las narices, como en una escena de acción pasada al revés. Un policía particularmente apuesto se ocupó en echar el contenido de su tripa sobre los enebros. Cuando parecía que todos se habían retirado salió Milo a la puerta, con un pañuelo cubriéndole la boca y la nariz. Sus ojos eran visibles y entraron en contacto con los míos. Me ofrecían una elección.
Contra todo lo juicioso, saqué mi propio pañuelo, enmascaré la parte inferior de mi cara y entré.
El delgado algodón era poca defensa contra el cálido hedor que se alzó contra mí en cuanto crucé el umbral. Era como si puros gases de las alcantarillas y los pantanos se hubieran unido en una sopa burbujeante y arremolinada, tras lo que ésta se hubiera vaporizado y diseminado por el aire.
Con los ojos acuosos, luché contra la necesidad de vomitar y seguí la silueta de Milo, que avanzaba hacia la cocina.
Estaba sentado allá, ante la mesa de fórmica. La parte inferior de él, la que estaba vestida, aún parecía humana. El traje, azul cielo, de vendedor, la camisa color maíz con un pañuelo de cuello de seda azul. Los toques de distinción: el pañuelo en el bolsillo superior de la chaqueta, los zapatos con pequeños adornos colgantes en cuero, el brazalete de oro que colgaba en derredor de una muñeca plagada de gusanos.
Desde el cuello arriba era algo como lo que tiran a la basura los patólogos. Parecía como si le hubieran estado trabajando el cráneo con una barra de hierro, pues toda la parte delantera, lo que antes fue su cara, estaba hundida, pero realmente resultaba imposible saber a qué había sido sometida aquella masa hinchada y sanguinolenta que estaba unida a sus hombros… tan avanzado era el estado de descomposición en que se encontraba…
Milo comenzó a abrir ventanas y me di cuenta de que la casa se notaba tan caliente como si fuera el interior de un horno, calentada por los hidrocarbonos emitidos por la materia orgánica en descomposición. Era una rápida respuesta a la crisis de la energía: ahorre kilowatios, mate a un amigo…
No pude resistir más. Corrí hacia la puerta, jadeando y tiré el pañuelo cuando estuve fuera. Tragué ansiosamente, a borbotones, el frío aire exterior. Me temblaban las manos.
Ahora había mucha excitación en el vecindario. Los vecinos: hombres, mujeres y niños, habían salido de sus castillos, haciendo una pausa en medio de las noticias de la noche, interrumpiendo el comer sus festines recién descongelados, para mirar boquiabiertos a las parpadeantes luces carmesí y escuchar a la tartamudeante estática de la radio de los coches patrulla, contemplando la camioneta del forense que se había quedado aparcada en la acera con la fría autoridad de un déspota que preside un desfile. Algunos crios iban con sus bicicletas calle arriba, calle abajo. Las voces que murmuraban adquirían la tonalidad de las langostas cuando viajan en nube. Un perro ladraba. Bienvenidos a los barrios residenciales.
Me pregunté dónde habrían estado todos cuando alguien se había metido en la casa de Bruno, le había atizado hasta dejarlo hecho gelatina, cerrado todas las ventanas y abandonado allá para que se descompusiese.
Al fin salió Milo, con la cara verde. Se sentó en los escalones delanteros y colgó su cabeza entre las rodillas. Luego se levantó y llamó a los empleados de la oficina del forense, para que se acercasen. Habían llegado preparados, con mascarillas de gas y guantes de goma. Entraron con una camilla vacía y salieron llevando algo envuelto en un sudario de plástico negro.
– Ugh. ¡Qué asco! -le dijo una quinceañera a su amiga.
Era un modo tan elocuente de decirlo como cualquier otro.
Tres mañanas después de que descubriéramos la carnicería de Bruno, Milo quiso venir a revisar detenidamente el historial psiquiátrico del vendedor. Yo lo retrasé hasta la tarde. Movido por un instinto que no me resultaba nada claro, llamé a André Jaroslav a su estudio en Hollywood Oeste y le pregunté si tenía tiempo para ayudarme a poner al día mis conocimientos en karate.
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