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David Liss: El asesino ético

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David Liss El asesino ético

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Cuando Lem acepta el puesto de vendedor de enciclopedias para poder costearse sus estudios, poco sospecha que será testigo presencial de un crimen, y que el criminal lo implicará directamente a él. A partir de ahí, Lem tendrá que desentrañar una compleja trama de corrupción y tráfico de animales que lo obligará a conocer al peculiar asesino, una especie de Robin Hood inteligente y socarrón que libra su propia cruzada en un mundo hostil y corrompido.

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– Vaya, así que estás preguntando a los padres su opinión sobre el sistema educativo. Algo así, ¿no?

¿Me habría oído cuando estaba en la puerta?

– Eso es. Sobre la educación y sobre sus hijos. -Unos hijos que no parecían haber dejado ninguna huella de su paso por la casa.

– Bueno, ¿y qué nos vendes? -Una chispa divertida destelló en sus ojos mortecinos.

– Solo he venido para hablar sobre la educación. No vendo nada.

– Muy bien, gilipollas, hasta otra. Ahí tienes la puerta. Fuera.

Estaba a punto de abrir la boca para señalarle educadamente que su mujer había accedido a hacer la encuesta y que solo serían unos minutos. Pero no me dio tiempo. Karen se lo llevó en un aparte a la habitación e intercambiaron unas palabras acaloradas. Uno o dos minutos después salieron. Cabrón me miraba con una sonrisa postiza en la cara.

– Perdona -me dijo-. No sabía que Karen tuviera tantas ganas de hablar sobre… la educación. -Me dio una palmada en la espalda-. ¿Quieres una cerveza?

– Solo agua, o un refresco, si no es molestia.

– No hay problema, amigo -dijo Cabrón con un entusiasmo que me inquietó más que el apretón en el hombro.

Karen me indicó que tomara asiento ante la mesa de la cocina, de espaldas a la puerta, en una silla plegable de metal como las que sacan para las reuniones municipales en el gimnasio de una escuela. Charlamos un poco y me dio una limonada en otra taza de Oldham Health Services. Yo aún notaba un inquietante hormigueo en el hombro, donde Cabrón me había dado el apretón, pero la angustia empezaba a disiparse. Aquellos dos eran raros -raros y desdichgdos-, pero lo más probable es que fueran inofensivos.

Ttaté &de no beberme la limonada de un trago.

– ¿Es ahí donde trabajan ustedes? -pregunté, señalando la taza con el gesto. No dirigí la pregunta a ninguno de los dos en concreto.

Cabrón meneó la cabeza, profirió un sonido tenue, una especie de risa.

– Naa. Solo tenemos las tazas.

– Son bonitas -dije-. Bonitas y gruesas. Mantienen el café caliente. -Dejé pasar un momento para que la estupidez que acababa de decir se evaporara-. ¿En qué trabajan?

– Antes Karen a veces trabajaba de camarera -me dijo Cabrón-, hasta que la espalda empezó a fastidiarle. Yo soy el encargado de una granja de cerdos.

Encargado. Sonaba importante, lo bastante para que pudieran afrontar los pagos, y eso era lo único que necesitaba saber. Abrí mi bolsa y saqué una de las hojas fotocopiadas con la encuesta.

Coloqué mis papeles sobre la mesa, junto a la canasta con la fruta de plástico -otro toque cutre-, y les hice las preguntas a Cabrón y a Karen. Cuando estaba en el período de aprendizaje, la primera vez que oí aquellas preguntas me sorprendí, convencido de que cualquier persona con un mínimo de sentido común se olería el engaño a kilómetros. Pero Bobby se rió, me aseguró que aquel sistema había sido diseñado por expertos. Era una de las técnicas de venta más efectivas. Después de tres meses haciendo aquello, yo había acabado por creerlo.

«¿Se beneficiarían sus hijos de un mayor acceso al conocimiento?», «¿Serían ustedes más felices si sus hijos pudieran aprender más?», «¿Tienen sus hijos preguntas a las que el sistema educativo no contesta?». La última era mi favorita: «¿Creen que la gente continúa aprendiendo después de completar sus estudios?».

– Dicen que cada día se aprende algo nuevo -anunció Cabrón alegremente-. ¿No es verdad? Joder, la semana pasada aprendí que soy más tonto de lo que pensaba. -Soltó una risotada y se dio una palmada en la pierna. Y luego me dio a mí otra en la mía. No muy fuerte, pero vaya…

Karen se quedó mirándolo. Con cierto recelo, incluso desconfianza. De no haber sabido que estaban casados, habría jurado que no se conocían de nada. Pero como lo estaban, supuse que aquellos dos iban derechos a un bonito divorcio. Lo cual no era lo mejor para lograr una venta, pero por el momento no tenía ninguna alternativa mejor.

Anoté obedientemente sus respuestas y me tomé un momento para repasarlas. Puse cara seria, fruncí el ceño, consideré la gravedad de aquellas respuestas.

– Muy bien -dije-. Solo quiero asegurarme de que les he entendido. Por lo que veo, ustedes consideran que la educación de los niños es importante.

– Claro -dijo Cabrón.

– ¿Karen? -pregunté.

– Sí. -La mujer asintió.

Todo formaba parte de la misma técnica: hacer que me dieran la razón en todo lo posible. Lograr que se acostumbraran a decirme que sí y se olvidaran del no.

– Y consideran que los artículos, productos o servicios que contribuyen a la educación del niño son algo positivo. ¿Cabrón? ¿Karen?

Los dos estuvieron de acuerdo.

– ¿Saben? -dije con una expresión asombrada (esperaba que pareciera espontánea, pero la verdad es que la había estado ensayando ante el espejo)-. Viendo sus respuestas, creo que ustedes son la clase de personas con las que mis jefes querrían que hablara. Es evidente que se preocupan mucho por la educación de sus hijos, y quieren que sus necesidades en materia de educación se vean satisfechas. Mi empresa me ha mandado a esta zona para determinar el interés de las personas por un nuevo producto que desea lanzar al mercado. Karen, Cabrón, como veo que son ustedes unos padres responsables, estoy autorizado a mostrarles un anticipo de este nuevo producto, siempre y cuando les interese, desde luego. ¿No desean echar un vistazo a algo que es hermoso, asequible y, lo mejor de todo, que incrementará el nivel educativo de sus hijos y, en última instancia, sus perspectivas económicas?

– De acuerdo -dijo Cabrón.

Karen no dijo nada. Las arrugas que rodeaban sus ojos se acentuaron, sus mejillas se hundieron y sus labios se entreabrieron para hablar.

No, no les dejaría. Nunca me habían echado al llegar a aquel punto, pero yo sabía que podía pasar, que pasaría si les dejaba. Es posible que el redneck de la camioneta aún estuviera esperando fuera, y no me apetecía salir a averiguarlo.

– Miren, seré sincero -dije adelantándome a ella por muy poco-, hay muchas personas interesadas en esta zona. No me importa entretenerme mostrándoles el producto, pero primero tendríamos que firmar un contrato. Si en algún momento deciden que no les interesa o que no es el tipo de herramienta que desean para la educación de sus hijos, solo tienen que decirlo. Recogeré mis cosas y me iré. No quiero hacerles perder el tiempo, y estoy seguro de que entienden que yo tampoco quiero perder el mío. Entonces, ¿estamos de acuerdo? Si en algún momento deciden que no quieren seguir, ¿me lo dirán? Es lo justo, ¿no creen?

– Justísimo. -Cabrón dejó escapar un resoplido flemático-. El Congreso jamás ha aprobado una ley diciendo que la vida tenga que ser justa. No a menos que seas hispano, negro, mujer o congresista.

Yo sonreí con educación, tratando de no parecer crítico, otra de las habilidades que había ido puliendo en los últimos tres meses.

– Vamos, Cabrón. Seamos serios. Es lo justo, ¿sí o no?

– Claro. Lo justo -concedió. Levantó los ojos al techo y dejó escapar un largo suspiro.

– ¿Y usted, Karen? ¿Cree que podrá decirlo si decide que no le interesa esta valiosa herramienta educativa que mejorará la calidad de vida de sus hijos?

Karen cruzó una mirada con su marido y estiró el brazo para coger un paquete de cigarrillos y un encendedor rojo que había sobre la barra.

– Oh, sí, claro.

– Estupendo. Entonces, ¿están preparados? -Otra pregunta gratuita que no podía contestarse más que con un sí.

– Ya te hemos dicho que sí -dijo Cabrón mirando al techo con un gruñido.

Yo asentí con ese aire afable pero autoritario que Bobby me había enseñado y saqué el primero de los folletos de mi cartera, uno pequeño y en color donde aparecían dos niños bien arreglados y con aire triunfador sentados sobre un suelo enmoquetado y rodeados por sus libros. Los niños que aquella gente nunca podría tener, que seguramente no conocerían jamás. Los niños que querrían tener en lugar de los que tenían. Y para mí eso convertía a Karen y a Cabrón en los candidatos perfectos.

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