Sue Grafton - J de Juicio

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Cuando encontraron el yate de Wendell Jaffe a la deriva, todo indicaba que se había tirado por la borda. No sólo lo confirmaba la nota que él había dejado, sino también su desastrosa situación financiera. Aun así, poco antes, había suscrito con la compañía para la que trabaja Kinsey Millhone un seguro de vida de quinientos mil dólares a nombre de Dana, su mujer, quien, sin embargo, al haber desaparecido el cadáver de su marido, tuvo que esperar cinco años hasta que fuera dado oficialmente por muerto. Pero quiso el azar que un día un agente de la compañía de seguros descubriera a Jaffe en la barra de un bar miserable de la costa mexicana, justo dos meses después de que Dana cobrara el seguro de su marido. Por supuesto, la compañía quiere deshacer en entuerto y contrata a Kinsey para investigar el caso. Pero cuanto más se adentra ella en el misterio que rodea al supuesto suicidio de Wendell Jaffe, más hondo excava también en su propio pasado…

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Los carraspeos continuaron, pero el motor no acababa de encenderse. Era una sucesión de patinazos agudos e inútiles. Poco después vi que abría la portezuela y bajaba. Se puso a mirar debajo del capó con nerviosismo. Hizo no sé qué en los cables, volvió al interior del vehículo y reanudó los carraspeos. Estos perdieron entusiasmo, seguramente porque la batería ya no daba más de sí. Puse la primera, encendí las luces y avancé despacio hasta llegar a su altura. Bajé la ventanilla y Wendell hizo lo propio con la más cercana a mi vehículo.

– Suba -dije-. Le llevaré a casa de Renata. Desde allí podrá avisar a la grúa.

Dudó unos instantes y miró de soslayo hacia la casa de Michael. No tenía elección. Lo que menos deseaba en el mundo era volver con una necesidad tan vulgar como una llamada a la triple A [Asociación Automovilística Americana]. Bajó del coche, lo cerró con llave, rodeó la delantera del mío y subió por el lado del copiloto. Giré a la derecha, por Perdido Street, y doblé a la izquierda antes de llegar al parque de atracciones, con la intención de llegar a la avenida periférica que discurría en sentido paralelo a la playa. Habría podido coger también la autopista. No había mucho tráfico. La calle que desembocaba en el barrio de las caletas estaba sólo a un acceso de la autopista de distancia y se podía llegar allí igualmente por aquella ruta.

Giré a la izquierda al llegar a la playa. El viento soplaba ahora con gran fuerza y sobre el abismo negro del océano pendían voluminosas nubes del color del carbón.

– El lunes por la noche tuve una interesante charla con Carl -dije-. ¿Ha hablado ya con él?

– Me había citado con él más tarde, pero ha tenido que salir de la ciudad -dijo con la cabeza en otra parte.

– No me diga. Creía que ardía en deseos de hablar con usted.

– Tenemos cosas que aclarar. Y tiene algo que es mío.

– ¿Se refiere al barco?

– Bueno, eso también, pero se trata de otra cosa.

El cielo era de color gris marengo y podía ver los fucilazos que estallaban en alta mar, señales inequívocas de la tormenta eléctrica que tenía lugar a unos ochenta o noventa kilómetros de distancia. Los fogonazos se reflejaban con violencia súbita en los bancos de nubes de oscuridad creciente, creando la ilusión de una batalla naval demasiado lejana para oírse. La atmósfera estaba cargada de electricidad. Miré a Wendell.

– ¿No siente curiosidad por saber cómo hemos encontrado su pista? Me sorprende que no lo haya preguntado aún.

Tenía la vista fija en el horizonte, que se iluminaba de manera intermitente conforme proseguía la tormenta.

– Para mí carece ya de importancia. Tarde o temprano tenía que ocurrir.

– ¿Tiene inconveniente en decirme dónde ha estado todos estos años?

Se volvió a mirar por la ventanilla de su lado.

– No muy lejos. Se llevaría una sorpresa si le enumerara los poquísimos lugares en que he estado.

– Renunciando a muchísimas cosas.

Por sus facciones pasó un ramalazo de dolor.

– Es verdad.

– ¿Estuvo siempre con Renata?

– Oh, sí. Sí -murmuró con un dejo de amargura. Se produjo una breve pausa y se removió con inquietud-. ¿Cree usted que he cometido un error al volver?

– Eso depende de la intención con que lo haya hecho.

– Me gustaría ayudar a mi familia.

– ¿A qué? Brian sabe ya lo que le espera y lo mismo cabe decir de Michael. Dana salió adelante como pudo y se ha terminado el dinero. Usted no puede volver al momento en que se marchó y modificar la trayectoria que ha seguido la vida de cada cual. Su familia está pagando las consecuencias de la decisión que usted tomó. Es otra de las cosas que tendrá que afrontar.

– Supongo que es absurdo querer reparar en unos días todo lo que he hecho.

– Sí, supongo que sí -dije-. Mientras tanto, no pienso perderle de vista. Ya se me escapó una vez. No volverá a ocurrir.

– Necesito tiempo. Tengo asuntos de los que ocuparme.

– ¡También los tenía hace cinco años!

– Esto es distinto.

– ¿Dónde está Brian?

– A salvo.

– No le he preguntado cómo está, sino dónde. -El coche empezó a perder velocidad. Bajé los ojos con asombro mientras pisaba inútilmente el acelerador-. Pero ¿qué pasa aquí?

– ¿Se ha quedado sin gasolina?

– He llenado el depósito no hace mucho.

Me acerqué a la acera de la derecha y el vehículo quedó inmóvil. Wendell echó un vistazo a la consola de mandos.

– El contador del combustible indica lleno.

– ¿Es que no me cree? ¡Acabo de decirle que he llenado el depósito hace poco! Pues claro que indica lleno. -Estábamos inmóviles y rodeados de un silencio sepulcral. El rumor de fondo del oleaje y el viento se abrieron paso lentamente hasta mi conciencia. Hasta con la luna oculta por las nubes de tormenta distinguía los rizos blancos y espumosos de las olas. Cogí el bolso del asiento trasero y busqué la linterna de bolsillo-. Voy a ver qué pasa -dije, como si se me hubiera ocurrido algo. Bajé del coche. Wendell me imitó y se dirigió a la parte trasera del vehículo. Interpreté su compañía como un golpe de suerte. Puede que supiera más que yo de coches, materia de la que yo sólo sabía que no sabía nada. En situaciones así, siempre opto por hacer algo. Abrí el capó y me quedé mirando el motor. Parecía estar como siempre, es decir, con el tamaño y la forma de una máquina de coser. Había esperado ver tripas fuera, cables rotos, los extremos deshilachados de la correa del ventilador, alguna prueba tangible de que tal o cual pícaro mecanismo se había salido de madre-. ¿A usted qué le parece?

Cogió la linterna y se inclinó con los ojos entornados. Los hombres siempre saben de estas cosas: armas, coches, cortadoras de césped, trituradoras de basura, enchufes eléctricos, estadísticas deportivas. A mí me da miedo incluso quitar la tapa de la cisterna del retrete porque la cosa esa redonda que hay flotando siempre me parece que va a explotar. Me incliné para echar un vistazo yo también.

– Parece una máquina de coser, ¿verdad? -comentó.

A nuestras espaldas se oyó el estampido de un tubo de escape y una piedra se estrelló contra el parachoques trasero del VW. Wendell ató cabos una décima de segundo antes que yo. Nos echamos cuerpo a tierra. Wendell me sujetó y reptamos hacia el lateral del vehículo. Se oyó otro disparo y el proyectil pasó silbando por el techo. Nos encogimos abrazados. Wendell me había rodeado con el brazo para protegerme. Apagó la linterna y la oscuridad fue absoluta. Me moría de ganas de asomar la cabeza por la ventanilla para ver qué se cocía al otro lado de la calzada. Sabía que no habría gran cosa que ver: oscuridad, algún banco de tierra y las luces centelleantes de los coches que circulaban por la autopista. El agresor había tenido que seguirnos desde la casa de Michael tras inutilizar primero el coche de Wendell y luego el mío.

– Ha tenido que ser algún compinche de usted -dije-. Yo no soy tan impopular en este barrio.

Sonó otro disparo. La ventanilla trasera de mi coche se resquebrajó, aunque sólo se desprendió un pequeño trozo.

– Dios Santo -dijo Wendell.

– Amén -dije yo. Pero ninguno habló con intención blasfema.

Se me quedó mirando. El letargo anterior le había desaparecido. La situación parecía haberle despertado y agudizado los sentidos.

– Me vienen siguiendo desde hace días.

– ¿Tiene alguna hipótesis?

Negó con la cabeza.

– He hecho unas llamadas. Necesitaba ayuda.

– ¿Quién sabía que iba usted a casa de Michael?

– Renata y nadie más.

Reflexioné al respecto. Me había llevado el arma de la mujer y la tenía en el bolso, según recordé de súbito. Dentro del coche.

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