– ¡En casa de Michael!
– Muchas gracias. Has sido muy amable -dije-. Te dejaré el arma en el buzón.
Se estremeció involuntariamente.
– Guárdatela. Detesto las armas.
Me metí el revólver a la altura de los riñones, por debajo de la cintura del pantalón, y gané el embarcadero de un salto. Cuando me volví para mirarla, ya se había sujetado al mástil como si fuera a desmayarse. Le dejé una tarjeta comercial en el buzón y le introduje otra por debajo de la puerta. Me puse al volante y me dirigí a casa de Michael.
Vi luces en la parte trasera. Pasé por alto la ceremonia de llamar al timbre y rodeé la vivienda para acceder al patio, no sin echar un vistazo por todas las ventanas que encontraba. En la cocina no vi más que encimeras llenas de platos sucios. Las cajas de cartón del traslado seguían acaparando el volumen mayoritario del mobiliario; el papel arrugado estaba amontonado en un rincón. Cuando llegué al dormitorio principal, comprobé que Juliet, en un arrebato, había seguido los consejos decorativos de las revistas y confeccionado cortinas con toallas que había colgado de barras extensibles que impedían ver el interior. Volví a la puerta principal, preguntándome si no iba a tener más remedio que llamar al timbre como si fuera una simple vecina. Giré el pomo y comprobé con alegría que la puerta no estaba cerrada con llave.
El televisor de la salita se había estropeado. En vez de imágenes en color emitía un bombardeo de lucecitas que bailoteaban como en una aurora boreal. El ruido que acompañaba a tan singular fenómeno parecía corresponder a una persecución automovilística protagonizada por personal armado. Miré hacia donde estaban los dormitorios, pero era poco lo que podía oír por encima del chirrido de los frenos y las ráfagas de las metralletas. Empuñé el revólver de Renata y enfocándolo como si fuera una linterna avancé con cuidado hacia la parte posterior de la casa.
El dormitorio del niño estaba a oscuras, pero la puerta del principal estaba entornada y por el resquicio salía una lámina de luz que cortaba al sesgo el pasillo. Empujé la puerta con el cañón del revólver. La hoja de madera se movió hacia atrás y rechinaron los pernos de las bisagras. Ante mí estaba Wendell Jaffe, sentado en una mecedora y con su nieto en las rodillas. Emitió una exclamación de sobresalto.
– ¡No dispare al niño!
– No tengo intención de disparar al niño. ¿Se ha vuelto loco?
Brendan sonrió de oreja a oreja al verme y sacudió los brazos para dirigirme un enérgico saludo ajeno a la comunicación verbal. Llevaba pantalones de algodón y zapatitos azules, y los pañales desechables que le habían puesto le abultaban el trasero. Por lo visto acababan de bañarlo porque tenía el pelo húmedo. Juliet se lo había peinado dibujándole una especie de signo de interrogación en lo alto del cráneo. Desde donde estaba percibía el olor a polvos de talco que inundaba la habitación. Bajé el arma y volví a metérmela en los riñones. No es el sitio más indicado para guardar un revólver, ya que siempre se corre el peligro de abrir otro agujero en las nalgas. Pero tampoco quería guardarla en el bolso, ya que era un sitio menos accesible que la espalda.
Era una reunión familiar, pero no de las que desbordan alegría. Brendan era el único que parecía contento. Michael estaba a un lado, apoyado en la cómoda, cabizbajo y meditabundo. Observaba el anillo estudiantil de Wendell, al que no dejaba de dar vueltas como si fuera un rosario. He visto cosas parecidas en tenistas profesionales que se quedan mirando las cuerdas de la raqueta para concentrarse. Su camiseta, los tejanos sucios y las botas salpicadas de barro me indicaron que no había pasado por la ducha al volver del trabajo. Todavía se le notaba en el pelo la huella circular que le había dejado el casco. Lo más seguro es que Wendell hubiera estado esperando hasta que lo había visto llegar.
Juliet estaba en la cabecera de la cama y, enfundada en los tejanos de pernera recortada y la camiseta de tirantes, parecía encogida y en tensión. Iba descalza y se abrazaba las piernas. Se mantenía al margen de la situación, para que ésta se desarrollara por sí sola. No había más luz que una lámpara de mesa que parecía haber sido importada del cuarto donde Juliet había dormido de pequeña. La pantalla era de tela con frunces, de color púrpura. En la base había una muñeca de falda almidonada de color rosa, brazos extendidos y tórax conectado a la lámpara mediante un cable. En vez de boca tenía un capullo y las pestañas formaban una espesa cortinilla encima de unos ojos que se abrían y cerraban automáticamente. La bombilla no tendría más de cuarenta vatios, pero la habitación parecía caldeada con su luz ambiental.
Los rasgos de Juliet eran un mar de contrastes, una mejilla púrpura, la otra sumida en sombras. La cara de Wendell parecía un busto de madera esculpido a martillazos. Estaba ojeroso y las aletas de la nariz le brillaban allí donde se le había intervenido quirúrgicamente. Michael, por su lado, parecía un ángel de piedra, frío y sensual. Tenía los ojos brillantes y su complexión, alta y desgarbada, reflejaba la de su padre, aunque Wendell era más robusto y carecía de la gracia del hijo. Los tres parecían congelados en una especie de cuadro vivo, igual que esas imágenes que los psiquiatras ponen ante los pacientes para que éstos las interpreten a su aire.
– Qué tal, Wendell. Siento tener que interrumpir. ¿Me recuerda?
La mirada de Wendell se posó en la cara de Michael. Movió la cabeza en mi dirección.
– ¿Quién es ésta?
Michael contemplaba el suelo.
– Una detective privada -dijo-. Hace un par de noches habló con mamá acerca de ti.
Agité la mano ligeramente para saludar al interesado.
– La detective -añadí por mi cuenta- trabaja para la compañía de seguros a la que usted estafó medio millón de dólares.
– ¿Yo?
– Sí, Wendell -dije con voz afectada-. Por extraño que parezca, los seguros de vida son para eso. Para cuando uno muere. Y hasta ahora no ha cumplido usted la parte del trato que le toca.
Me miraba con una mezcla de cautela y confusión.
– ¿Nos conocemos?
– Nuestros caminos se cruzaron en el hotel de Viento Negro.
Me miró a los ojos y vi en sus pupilas una chispita de reconocimiento.
– ¿Fue usted quien registró nuestra habitación?
Negué con la cabeza, improvisando sobre la marcha.
– Yo no. Fue un antiguo policía que se llama Harris Brown. -Cabeceó al oír el nombre-. Es teniente de policía. Al menos lo era.
– No me suena el nombre.
– Pues a él sí le suena el suyo. Le encargaron el caso cuando desapareció usted hace cinco años. Luego lo apartaron del asunto por razones desconocidas. Puede que usted las conozca.
– ¿Está segura de que ese sujeto me buscaba a mí?
– No creo que estuviera en México por casualidad -dije-. Se hospedaba en la 314. Yo, en la 316.
– Oye, papá, ¿por qué no acabamos de una vez?
Brendan se puso a llorar y Wendell le dio unas palmadas, aunque sin resultado. Cogió un perro de goma y lo agitó delante de la cara de Brendan mientras seguía hablando. Brendan cogió el muñeco por las orejas y lo atrajo hacia sí. Tenían que estarle creciendo los dientes porque se puso a mordisquearle la cara de goma con todo el furioso entusiasmo que personalmente reservo para el pollo frito. No sé por qué, pero sus travesuras se me antojaron un curioso contrapunto de la charla que sostenían Wendell y Michael.
Éste, por lo visto, había querido reanudar un tema debatido antes de mi llegada.
– Tenía que desaparecer, hijo. No tuvo nada que ver con vosotros. Se trataba de mi vida. De mí. Estaba todo tan lleno de mierda que no había otra forma de solucionarlo. Espero que algún día lo comprendas. La justicia es un cachondeo en este país.
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