Sue Grafton - J de Juicio

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Cuando encontraron el yate de Wendell Jaffe a la deriva, todo indicaba que se había tirado por la borda. No sólo lo confirmaba la nota que él había dejado, sino también su desastrosa situación financiera. Aun así, poco antes, había suscrito con la compañía para la que trabaja Kinsey Millhone un seguro de vida de quinientos mil dólares a nombre de Dana, su mujer, quien, sin embargo, al haber desaparecido el cadáver de su marido, tuvo que esperar cinco años hasta que fuera dado oficialmente por muerto. Pero quiso el azar que un día un agente de la compañía de seguros descubriera a Jaffe en la barra de un bar miserable de la costa mexicana, justo dos meses después de que Dana cobrara el seguro de su marido. Por supuesto, la compañía quiere deshacer en entuerto y contrata a Kinsey para investigar el caso. Pero cuanto más se adentra ella en el misterio que rodea al supuesto suicidio de Wendell Jaffe, más hondo excava también en su propio pasado…

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– ¿Cuántos primos somos?

– Bueno, estamos nosotras tres; Maura tiene dos hijas, Delia y Eleanor; Sarah cuatro, mujeres también.

– ¿Y todas vivís en Lompoc?

– Todas no -dijo-. Tres hijas de las hijas de Sarah viven en la costa atlántica. Una está casada, dos en la universidad y de la cuarta no sabría decirte. Creo que es la oveja negra de la familia. Las de Maura viven en Lompoc. De hecho, Maura y mi madre vivían a cinco calles de distancia. Era parte del plan general de Grand. -Se echó a reír y vi que tenía la dentadura idéntica a la mía, blanquísima y completa-. Pero será mejor que proceda poco a poco o te morirás de la impresión.

– Te aseguro que estoy a punto.

Se echó a reír otra vez. Había algo en la primita que me ponía nerviosa. Al parecer le hacía muchísima gracia precisamente lo que a mí no me hacía ninguna. Yo me esforzaba por asimilar la información que me daba, por captar su significado, por ser educada y emitir todas las exclamaciones e interjecciones de rigor. Pero, si he de ser franca, me sentía aturdida y su actitud desenfadada y llena de sobrentendidos no mejoraba las cosas. Me removí en la silla y levanté la mano como una alumna en clase.

– ¿Sería pedirte mucho que te detuvieras y volvieses al principio?

– Perdona. Tienes que estar muy confusa, pobrecilla. Mejor habría sido confiar la misión a Tasha. Tendría que haber pospuesto el vuelo. Sabía que iba a meter la pata, pero no hubo más remedio. Bueno, lo de la fuga de tu madre lo tienes que saber; te lo tuvieron que contar. -Lo daba por sentado, como se da por sentado que todo el mundo sabe que la Tierra es redonda.

Volví a negar con la cabeza; empezaba a sentirme ya como esos muñecos de cabeza bamboleante que vemos en la ventanilla trasera de los coches.

– Tenía cinco años cuando murieron mis padres en el accidente. Tía Gin se ocupó de mí, pero no me contó ningún episodio relacionado con la historia de la familia, ninguno en absoluto. Prosigue, por favor, pero sobre la base de que soy más ignorante que una calabaza.

– Angela María. Ojalá me acuerde de todo. Mira, yo empiezo a contarte y si hay algo que no entiendes, interrúmpeme con entera libertad. Pues verás, el abuelo Kinsey era un ricachón. Su familia explotaba yacimientos de diatomita y transformaba ésta con fines industriales. La diatomita es, básicamente, lo que se emplea para fabricar tierra de diatomeas. ¿Sabes lo que es?

– Un medio de filtración, ¿no?

– Exacto. Los yacimientos de diatomita de Lompoc se cuentan entre los más grandes y puros del mundo. Hace años que los Kinsey son propietarios de la empresa explotadora. Parece que también la abuela procede de familia acaudalada, pero no habla mucho al respecto y por lo tanto no podría darte detalles. De soltera se apellidaba LaGrand. Que yo recuerde, siempre se la ha llamado Grand. Pero esto ya te lo he contado. El caso es que Grand y el abuelo tuvieron seis hijos, el niño que murió y luego las cinco hermanas. La primera que nació fue Rita Cynthia. Era la preferida de Grand, probablemente porque se parecían mucho. Supongo que fue una niña mimada… por lo menos eso dice la tradición, una revoltosa de tomo y lomo. Frustró por completo todas las expectativas de Grand. En consecuencia, pasó a ser como si dijéramos la leyenda de la familia. La santa patrona de la liberación. Los demás, sobrinos y sobrinas, la tomamos como un símbolo de independencia y genialidad, el elemento contestatario, la mujer emancipada que nuestras madres habrían querido ser. Rita Cynthia hizo un desplante a Grand, que en aquella época era de armas tomar. Inflexible, clasista, criticona y dominante. Educó a sus hijas para que fueran autómatas de la elegancia. No me malinterpretes. Podía ser muy generosa, pero sin soltar casi nunca las riendas. Te costeaba los estudios, pero tenías que ir al centro más cercano o donde ella dijera. Con las casas ocurría lo mismo. Te regalaba la entrada e incluso avalaba el préstamo, pero a condición de que el lugar estuviese a menos de seis calles de distancia. Se le partió el corazón cuando tía Rita se fue.

– ¿Qué ocurrió?

– Ahí es adónde voy. Lo primero sucedió cuando Rita fue presentada en sociedad en 1935, el 5 de julio…

– ¿Mi madre fue presentada en sociedad? ¿De veras fue presentada y te acuerdas de la fecha? Chica, tú tienes memoria de elefante.

– No, no, no. Todo forma parte de la historia. La familia entera lo sabe. Es como el cuento de Blancanieves o el de Pulgarcito. Lo que pasó fue que Grand tenía doce servilleteros de plata que llevaban grabado el nombre de Rita Cynthia y la fecha de su presentación en sociedad. Quería que tu madre inaugurase una tradición que continuarían las restantes hermanas; pero no resultó. Organizó una fiesta por todo lo alto y lo dispuso todo para que Rita conociera a un pelotón de solteros de oro. La flor y nata, oye.

– ¿En Lompoc?

– No, por Dios, no. Acudieron de todas partes. De Marin County, de Walnut Creek, de San Francisco, de Atherton, de Los Angeles, de todas partes. Grand había cifrado sus esperanzas en «casar bien» a Rita, como solía decirse entonces. Pero Rita se enamoró de tu padre, que también estuvo en la fiesta, pero sirviendo canapés y bebidas.

– ¿De camarero?

– Como lo oyes. Un amigo suyo trabajaba en la empresa proveedora y le dijo que le echara una mano. Tía Rita y Randy Millhone empezaron a verse en secreto. Era en plena Depresión y el verdadero trabajo de tu padre era en la central de Correos de Santa Teresa. Es decir, que en realidad no era camarero.

– Uf, gracias a Dios -dije, pero no captó la ironía-. ¿Qué hacía en Correos?

– Pues repartir cartas; era cartero, «un sirviente incivil», como solía decir Grand con la nariz muy alta. Desde su punto de vista, era un blanco de mala muerte… demasiado mayor para Rita y de clase baja. Averiguó que se veían y le dio un soponcio, pero ya no podía hacer nada. Rita tenía dieciocho años y era más terca que una mula. Cuanto más se quejaba Grand, más seguía la otra en sus trece. En noviembre ya se había ido. Se fugó de casa y se casó con Randy sin decírselo a nadie.

– A Virginia sí.

– ¿Estás segura?

– Y tanto. Tía Gin fue uno de los testigos de la ceremonia.

– Pues no lo sabía, oye. Pero tiene su lógica. El caso es que cuando Grand lo supo, la desheredó. No pensaba darle ni los servilleteros de plata.

– Un destino peor que la muerte.

– Sí, algo así tenía que parecer en la época -dijo-. No sé lo que la abuela haría con los demás, pero había uno por el que todas nos peleábamos en las reuniones de familia. Grand tenía una colección entera de servilleteros heterogéneos, de diferentes estilos y con monogramas variados, y todos de plata de ley -añadió-. Antes de las comidas, si según ella habías sido desobediente, maleducada o lo que fuera, te obligaba a utilizar el servilletero de Rita Cynthia. Para la abuela era desprestigiante, su forma de poner en evidencia a quien se desmandara, de poner en ridículo a todas las chicas, pero acabábamos peleándonos por conquistar el privilegio. Para nosotras era una distinción utilizarlo. Rita Cynthia era la única de la familia que se había ido dando un portazo y para nosotras era una heroína. Nos reuníamos en secreto y nos peleábamos para tener el derecho de ser Rita Cynthia. Quien ganaba se las arreglaba para hacer alguna trastada. No fallaba nunca. Grand aparecía hecha una furia y la obligaba a utilizar el servilletero. La madre de todas las desgracias, pero para nosotras era divertidísimo.

– ¿Y no había alguien que se opusiera a todo ese tejemaneje vuestro?

– Qué va, la abuela no lo sabía. Por entonces ya veía muy poco y, además, teníamos mucho cuidado. Esto era lo mejor del juego. Creo que ni siquiera nuestras madres se daban cuenta. Y si se daban cuenta, seguramente se reían en privado. Rita era su preferida; Virginia le seguía de cerca. Fue lo más antipático que trajo la deserción de Rita. No sólo la perdimos a ella, sino que, en un noventa por ciento, perdimos también a Gin.

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