Sue Grafton - J de Juicio

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Cuando encontraron el yate de Wendell Jaffe a la deriva, todo indicaba que se había tirado por la borda. No sólo lo confirmaba la nota que él había dejado, sino también su desastrosa situación financiera. Aun así, poco antes, había suscrito con la compañía para la que trabaja Kinsey Millhone un seguro de vida de quinientos mil dólares a nombre de Dana, su mujer, quien, sin embargo, al haber desaparecido el cadáver de su marido, tuvo que esperar cinco años hasta que fuera dado oficialmente por muerto. Pero quiso el azar que un día un agente de la compañía de seguros descubriera a Jaffe en la barra de un bar miserable de la costa mexicana, justo dos meses después de que Dana cobrara el seguro de su marido. Por supuesto, la compañía quiere deshacer en entuerto y contrata a Kinsey para investigar el caso. Pero cuanto más se adentra ella en el misterio que rodea al supuesto suicidio de Wendell Jaffe, más hondo excava también en su propio pasado…

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La pregunta pareció sorprenderle.

– No sé, un poco. ¿Qué te interesa en concreto?

– ¿Recuerdas que te conté que LFC me había contratado para comprobar si efectivamente Wendell Jaffe se encontraba en México?

– Sí.

– Pues Harris Brown estaba allí también. En la habitación contigua la de Jaffe.

Se quedó atónito.

– ¿Estás segura?

– No te miento, Jonah, y últimamente no sufro alucinaciones. Era él. Lo tuve así de cerca -y me puse la mano delante de la cara. Pasé por alto el detalle de que le había besado en el morro. Aún me daba escalofríos recordarlo.

– Bueno, supongo que estaría investigando por su cuenta -dijo-. No creo que haya nada malo en ello. Han pasado varios años, pero siempre tuvo fama de perdiguero.

– Vamos, que es de los que no abandonan -dije.

– Ni aunque lo cuelguen. Ve un pájaro de cuenta a lo lejos y no para hasta que lo tiene entre los dientes.

– ¿Puede utilizar los bancos de datos de la policía si está retirado?

– Oficialmente, creo que no; pero seguro que aún tiene amigos en el departamento que le ayudarían si se lo pidiera. ¿Por qué?

– No me explico cómo pudo dar con Wendell sin acceder a los bancos de datos.

Se encogió de hombros, sin dar mayor importancia al asunto.

– No me consta que tengamos esa información, de lo contrario lo detendríamos. Si el Fulano sigue vivo, hay un montón de preguntas que nos gustaría hacerle.

– Tuvo que sacar la información de alguna parte -dije.

– Vamos, vamos. Brown ha trabajado en la policía durante treinta y cinco o cuarenta años. Sabe cómo obtener información. Tiene recursos propios. Puede que alguien le diera el soplo.

– Pero ¿por qué a él? ¿Por qué no a alguien del departamento?

Se me quedó mirando y advertí que había puesto en marcha las turbinas del cerebro.

– Así, de pronto, no sabría decirte. Personalmente creo que estás hinchando el asunto, pero puedo hacer averiguaciones.

– Con discreción -le avisé.

– Toda la del mundo -dijo.

Empecé a retroceder con lentitud. Al final me di la vuelta y seguí andando. No quería caer otra vez en la órbita de Jonah. Nunca había comprendido la química que se había desatado entre nosotros. Aunque la relación parecía ya muerta, ignoraba qué había encendido la chispa al principio. Por lo que a mí respectaba, la simple proximidad podía ponerlo todo otra vez en movimiento. No me convenía aquel hombre y prefería tenerlo a distancia. Volví la cabeza y vi que me seguía con la mirada.

A las dos y cuarto sonó el teléfono de mi despacho.

– ¿Kinsey? Soy Jonah.

– Pues pareces Jimmy el rápido -dije.

– Es que hay muy poco de que informar. Se rumorea que abandonó el caso porque tenía en el asunto intereses personales que interferían en el desempeño del oficio. Invirtió todo el retiro en CSL y perdió hasta la camisa. Parece que los hijos pusieron el grito en el cielo porque había fundido todos sus ahorros. La mujer lo dejó y al cabo del tiempo cayó enferma. Al final murió de cáncer. Los hijos siguen sin dirigirle la palabra. Un culebrón.

– Pero interesante -dije-. ¿Cabe la posibilidad de que le hayan autorizado a continuar el caso?

– ¿Quién?

– No sé. El jefe superior, la CIA, el FBI…

– No creo. No hay precedentes. Lleva retirado más de un año. Nuestro presupuesto apenas da para comprar grapas. ¿De dónde obtendría los fondos? Créeme, el Departamento de Policía de Santa Teresa no gastaría ni un centavo en la búsqueda de un sujeto que a lo mejor es culpable de un delito cometido hace un lustro. Si apareciera, tendríamos unas palabras con él, pero nadie malgastaría el tiempo en una cosa así. Jaffe no le importa a nadie. Ni siquiera había orden de busca y captura contra él.

– No te enteras -repliqué-. Ahora sí la hay.

– Pues seguro que es eso lo que ha movilizado a Brown por cuenta propia.

– O sea que aún no sabemos dónde está su fuente de información.

– Puede que sea el mismo individuo que lo comunicó a La Fidelidad de California. A lo mejor se conocen.

Aquello tenía más sentido.

– ¿Te refieres a Dick Mills? Pues es verdad. Si sabía que Brown estaba interesado, puede que se lo contara. Veré si puedo enterarme de algo por este conducto. Has tenido una buena idea.

– Cuéntame lo que averigües. Me gustaría saber de qué va todo esto.

En cuanto colgó llamé a La Fidelidad de California y pregunté por Mac Voorhies. Mientras esperaba a que terminara de hablar con otra persona, me puse a meditar sobre mis malas artes. No es que estuviese arrepentida, pero tenía que tener en cuenta todas las consecuencias negativas.

Por ejemplo tendría que contarle a Mac por lo menos un poco de lo sucedido durante mi encuentro con Harris Brown en Viento Negro, pero ¿cómo hacerlo sin confesar mis pecados? Mac me conoce de sobra y no se le escapa que me salto las normas de vez en cuando, pero no le gusta que le suelten en la cara los pormenores. Al igual que a la mayoría de las personas, le gusta la pintoresca variedad del prójimo, pero no que ésta interfiera en su vida.

– Mac Voorhies -dijo.

No había acabado aún de inventar ninguna coartada, lo que significaba que iba a tener que avanzar a trancas y barrancas y contarle parte de la verdad tal como yo la veía. La mejor estrategia en estos casos consiste en apelar a nuestro férreo sentido de la sinceridad y la virtud, aunque no nos respalde ninguna buena obra. Además, he notado que si cuando hablas con otra persona finges hacerle confidencias, el interlocutor tiende a conceder mucha credibilidad a la revelación.

– Hola, Mac. Soy Kinsey. Las cosas han tomado un curso interesante y he pensado que tienes que estar al tanto. Parece que, hace cinco años, cuando se hizo pública la desaparición de Wendell, se encargó del caso un agente del Departamento de Policía de Santa Teresa llamado Harris Brown.

– Me suena el nombre. Creo que he hablado con él un par de veces -apuntó Mac-. ¿Tienes problemas con él?

– Puede que sí -dije-. Lo llamé hace un par de días y se mostró muy servicial. Teníamos que vernos hoy para comer, pero al llegar al lugar de la cita y ver al individuo, me di cuenta de que lo había visto en Viento Negro, en el mismo hotel en que se hospedaba Wendell Jaffe.

– ¿Y qué hacía allí?

– Eso es lo que quiero averiguar -dije-. No soy ninguna entusiasta de las coincidencias. En cuanto me di cuenta de que era el mismo sujeto, salí del establecimiento y cancelé la cita telefónicamente. Inventé un pretexto para no perder el contacto con él. Luego pedí a un policía que conozco que hiciera averiguaciones en el departamento y acaba de decirme que Brown perdió un buen fajo de billetes cuando se vino abajo la operación financiera de Wendell.

– Ya.

– El poli dice que a lo mejor Brown y Dick Mills se conocían de antes. Si Dick sabía que Harris Brown tenía un interés especial en el caso, puede que le comunicara el paradero de Wendell al mismo tiempo que a ti.

– Se lo preguntaré.

– ¿De verdad lo harás? Te lo agradezco mucho -dije-. Yo no lo conozco en persona y seguramente se mostrará más locuaz si le hablas tú.

– Tranquila. Yo me encargo de eso. ¿Y Wendell? ¿Tienes ya alguna pista?

– Estoy cada vez más cerca -dije-. Sé dónde vive Renata y él no puede andar muy lejos.

– Supongo que ya estás enterada de lo del chico.

– ¿Brian? ¿Ha pasado algo?

– Oh, sí. Te gustará. Lo he oído en la radio al volver de comer. Hubo un fallo informático en la cárcel. Dejaron salir a Brian Jaffe esta mañana y desde entonces nadie sabe nada de él.

18

Volví a circular por la carretera. Empezaba ya a creer que las torturas del Infierno se resumían en aquel circuito interminable entre Santa Teresa y Perdido. Al doblar la esquina para entrar en la calle de Dana Jaffe, vi aparcado delante de la casa un vehículo de la Comisaría del Sheriff del Condado. Aparqué en la acera de enfrente, unas casas más allá, y busqué signos de vida en el porche. Llevaría allí diez minutos cuando vi al vecino de Dana, Jerry Irwin, que volvía de su footing vespertino. Corría apoyándose en el pulpejo de los pies, casi de puntillas, con la misma inclinación de la espalda que cuando se movía normalmente. Llevaba pantalón corto a cuadros, camiseta blanca, calcetines negros y calzado deportivo. Tenía la cara rojiza, el pelo gris se le había apelmazado a causa del sudor y llevaba las gafas sujetas con una goma redonda que se le clavaba en la carne. Recorrió en un arranque el trecho que le quedaba con movimientos desgarbados que parecían los saltitos afectados e irregulares que daría una persona que corriese descalza sobre alquitrán caliente. Bajé el cristal de la ventanilla del copiloto.

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