Anne Perry - Luto riguroso

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Nunca se había visto envuelto en el escándalo el aristocrático clan de los Moidore, una de las mejores familias de Londres, a cuya mansión de Queen Anne Street acuden los más encumbrados personajes. Ahora, sin embargo, la bella hija de sir Basil ha aparecido apuñalada en su propia cama y la noticia corre de boca en boca por la ciudad. El inspector William Monk recibe la orden de encontrar al asesino sin demora, aunque evitando causarle mayores trastornos a una familia ya abrumada por la tragedia. Monk se halla aún bajo los efectos de la amnesia que le dejó como secuela un grave accidente, pero sus facultades continúan intactas y, con la ayuda de Hester Latterly, se aproxima paso a paso a un asombroso descubrimiento.

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Cuando al final de la tarde se levantó la sesión, Hester se mezcló con la multitud que se abría paso a empujones desde todos lados, los mirones regresando a sus casas entre el embotellamiento de carros, carromatos y coches que invadían las calles, los periodistas precipitándose hacia las redacciones antes de que las máquinas comenzasen a imprimir las primeras ediciones del periódico de la mañana, los cantantes callejeros componiendo las próximas estrofas de sus canciones y pregonando la noticia por las calles.

Hester estaba esperando en la escalinata, bajo el cortante viento de la tarde y la viva luz de las lámparas de gas, y buscaba a Callandra, de la que había quedado separada por la multitud, cuando vio a Monk. Titubeó un momento sin saber si hablarle o no. Después de volver a oír la versión de los hechos y tener ocasión de analizarla había vuelto a sentir todo aquel cúmulo de emociones y había quedado barrida la ira que le inspiraba.

Pero quizás él continuaba despreciándola. Hester siguió en su sitio, incapaz de decidirse pero incapaz también de rehuirlo. Monk la sacó del apuro acercándose a ella, aunque con el ceño ligeramente fruncido.

– ¿Le parece que su amigo, el señor Rathbone, está capacitado para la tarea que tiene entre manos?

Hester leyó inquietud en sus ojos, por lo que murió en sus labios la réplica con la que ya iba a responderle con respecto a su supuesta amistad con Rathbone. El sarcasmo no era más que una defensa contra el miedo de que colgaran a Menard Grey.

– Creo que sí -respondió, tranquila, Hester-. He observado las caras de los jurados mientras usted declaraba. Como es natural, no sé qué va a pasar, pero hasta ahora creo que les han impresionado más las injusticias de los hechos y nuestra incapacidad para evitarlos que el asesinato en sí. Si el señor Rathbone sabe mantenerles en esta actitud hasta el momento de emitir el veredicto, éste podría ser favorable. Por lo menos…

En ese momento se calló: se había dado cuenta de que independientemente de que los jurados lo creyeran culpable, el hecho era innegable. No podían emitir un fallo de no culpabilidad, cualquiera que fuera la presión. La decisión competía al juez, no a ellos.

Monk ya lo había comprendido así antes de que ella dejara traslucir con la mirada la desolación que le producía aquella certidumbre.

– Confiemos en que el juez lo vea de la misma manera -comentó Monk escuetamente-. La vida en Coldbath Fields sería peor que la horca.

– ¿Vendrá usted mañana? -le preguntó Hester.

– Sí… por la tarde. No emitirán el veredicto hasta entonces. ¿Vendrá usted?

– Sí… -Pensó en lo que diría Pomeroy-. Si usted cree que el veredicto no saldrá temprano, no vendré hasta tarde. No quiero pedir permiso para ausentarme del dispensario a no ser por una razón de peso.

– ¿Cree que considerarán una razón de suficiente peso su deseo de oír el veredicto? -le preguntó fríamente.

Hester hizo una mueca, casi una sonrisa.

– No, pero es que no pienso alegar este motivo.

– ¿Hace usted el trabajo al que aspiraba… me refiero al trabajo del dispensario? -Volvía a mostrarse directo y franco tal como lo recordaba, el hecho de que la comprendiera la reconfortaba.

– No -dijo sin querer mentir-, es un lugar regido por la incompetencia y en el que hay sufrimientos innecesarios y maneras absurdas de hacer las cosas que piden a gritos una reorganización. Si algunos renunciaran a orgullos mezquinos y pensaran en los fines y no en los medios… -Se animó al ver el interés de Monk-. Gran parte del problema estriba en el concepto que tienen del trabajo de enfermería y de la gente que lo realiza. El salario es exiguo: seis chelines por semana, y una parte del mismo se paga con cerveza. Muchas enfermeras se pasan la mitad del tiempo borrachas. Ahora, por lo menos, el hospital les proporciona comida, siempre es mejor esto que lo que ocurría antes, cuando se comían la de los enfermos. ¡Ya se puede imaginar qué tipo de hombres y mujeres se brindan a hacer este trabajo! La mayoría no sabe leer ni escribir. -Se encogió de hombros-. Duermen junto a las salas de los enfermos y disponen sólo de unas pocas jofainas y toallas, de un poco de loción de Conde y de vez en cuando de una pequeña cantidad de jabón para lavarse… aunque sólo sea las manos después de limpiar tanta porquería.

Monk sonrió más abiertamente y en sus ojos brilló un resplandor de comprensión.

– ¿Y usted? -le preguntó Hester-. ¿Sigue trabajando para el señor Runcorn? -No le preguntó si había recuperado la memoria, porque era un punto demasiado delicado para hurgar en él. Bastante peliagudo era hablar del señor Runcorn.

– Sí -dijo Monk poniéndose serio de pronto.

– ¿Y con el sargento Evan? -dijo Hester sin poder reprimir una sonrisa.

– Sí, también con Evan. -Vaciló un momento y parecía que iba a añadir algo más pero se interrumpió al ver bajar la escalera a Oliver Rathbone. Iba vestido con ropa de calle, no llevaba peluca ni toga. Su aspecto era atildado y parecía satisfecho.

Monk empequeñeció los ojos, pero no hizo ningún comentario.

– ¿Le parece que podemos abrigar esperanzas, señor Rathbone? -le preguntó Hester ávidamente.

– Esperanzas sí, señorita Latterly -replicó con cautela-, pero las certezas todavía quedan lejos.

– No olvide que tiene que habérselas con el juez, Rathbone -dijo Monk con acritud, abrochándose la chaqueta hasta arriba-, no con la señorita Latterly ni con la galería… ni siquiera con el jurado. Por brillante que pueda ser su intervención ante ellos, sólo formará parte de la guarnición, no del plato fuerte. -Y sin dar tiempo a Rathbone a contestar, hizo una ligera inclinación a Hester, giró sobre sus talones y se lanzó a grandes zancadas calle abajo, en la luz del atardecer.

– Un hombre nada simpático -comentó, áspero, Rathbone-, aunque imagino que no le hace falta simpatía para su trabajo. Si quiere, puedo dejarla donde usted desee con mi coche.

– Estimo que la simpatía es una cualidad muy engañosa -dijo Hester con toda deliberación-. El caso Grey seguramente es el ejemplo más demostrativo de los resultados a los que puede conducir una simpatía exagerada.

– Ya veo que no es una cualidad que usted valore excesivamente, señorita Latterly -replicó el hombre, con mirada decidida y una franca carcajada.

– ¡Oh…! -exclamó ella, pensando que ojalá se le hubiera ocurrido una salida ingeniosa con la misma facilidad con que se le ocurrían las pullas hirientes aunque esta vez no tenía nada que decir. No sabía con certeza si aquella risa del abogado era en honor a ella, a sí mismo o a Monk… ni siquiera si había que tomársela a mal o no-. No… -Se esforzó en encontrar algo que decir-. Lo que pasa es que no creo que haya que fiarse de esta cualidad, que es en suma una cualidad falsa: apariencia y no esencia, brillo pero no calor auténtico. No hace falta que me acompañe, gracias, voy con lady Callandra, pero ha sido muy amable ofreciéndose. Adiós, señor Rathbone.

– Adiós, señorita Latterly -dijo haciendo una inclinación y sin que de su rostro desapareciese la sonrisa.

Capítulo 3

Sir Basil Moidore miraba fijamente a Monk desde el otro extremo de la alfombra que cubría el pavimento de la salita de día. Estaba pálido, pero no había vacilación en su cara, ni tampoco falta de aplomo, sólo sorpresa e incredulidad.

– ¿Cómo ha dicho? -preguntó fríamente.

– Que el lunes por la noche no penetró nadie en esta casa, señor Moidore -repitió Monk-. La calle estuvo perfectamente vigilada de un extremo a otro durante toda la noche…

– ¿Quién la vigilaba? -Moidore enarcó las oscuras cejas, lo que acentuó la sorpresa que evidenciaban sus ojos.

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