El fiscal se levantó y sonrió fríamente.
– Quédese donde está, señorita Latterly. Supongo que no le importará que pongamos a prueba esta historia suya tan extremadamente conmovedora.
Era una observación retórica, ya que el fiscal no tenía la más mínima intención de dejar que prevaleciese el testimonio de la testigo. Hester notó que, al mirarlo a la cara, todo su cuerpo se cubría de sudor. El fiscal se había dado cuenta de que llevaba las de perder, lo que suponía para él no sólo una desagradable sorpresa sino un dolor casi físico.
– Señorita Latterly, debe usted admitir que usted era, mejor dicho es, una mujer que ha dejado atrás su primera juventud, que carece de un bagaje relevante y que se encuentra en circunstancias económicas precarias… y que fue precisamente estando en estas condiciones que aceptó una invitación a Shelburne Hall, la casa solariega de la familia Grey.
– Acepté una invitación para visitar a lady Callandra Daviot -corrigió Hester.
– En Shelburne Hall -remachó él con viveza-. ¿No es verdad?
– Sí.
– Gracias. ¿Pasó algunos ratos con el acusado, Menard Grey, en el curso de esta visita?
Hester tomó aliento y ya iba a responder:
– Sí, pero no sola.
Pero justo a tiempo sorprendió la mirada de Rathbone y, tras expulsar el aire, se limitó a sonreír al fiscal como si la insinuación no fuera con ella.
– Como es natural, es imposible vivir con una familia y no departir algún rato con todos sus miembros. -Había sentido la fuerte tentación de decir que a lo mejor él no estaba familiarizado con este tipo de cosas, pero tuvo la prudencia de no decirlo. Seguro que habría provocado una carcajada fácil del público y que probablemente le habría costado muy cara. Aquél era un enemigo al que no podía ceder terreno.
– Parece que actualmente trabaja usted en un dispensario de Londres, ¿es así?
– Sí.
– ¿Fue un trabajo que le proporcionó la misma lady Callandra Daviot?
– Lo que ella me proporcionó fue una recomendación, pero creo que el trabajo lo conseguí por méritos propios.
– Bueno, en todo caso lo obtuvo gracias a su influencia. No, por favor, no mire al señor Rathbone en busca de orientación. Limítese a contestar, señorita Latterly.
– No me hace falta la orientación del señor Rathbone -dijo tragando saliva-. No puedo contestarle si obtuve el puesto con o sin ayuda de lady Callandra. Ignoro el contacto que ella pudo tener con la dirección del dispensario. Me aconsejó que presentase una solicitud en dicho dispensario y, cuando lo hice, quedaron satisfechos con mis referencias, que son bastantes, y me dieron el puesto. Las enfermeras de la señorita Nightingale no suelen tener dificultades para encontrar una plaza cuando desean trabajar.
– En efecto, señorita Latterly -comentó el hombre con una discreta sonrisa-, pero no muchas lo desean, como en su caso… ¿verdad? En realidad, la misma señorita Nightingale procede de una excelente familia, que podría cubrir sobradamente su subsistencia durante el resto de su vida.
– Si mi familia no está en esas condiciones, incluso si mis padres están muertos, es por el caso que nos ocupa -dijo Hester con un marcado acento de victoria en la voz. Independientemente de lo que el fiscal pudiera pensar, sabía que el jurado la había entendido y que al fin y al cabo era el que decidía, prescindiendo de lo que el fiscal pudiera decir.
– Así es -dijo él con una cierta irritación.
Después procedió a preguntarle de nuevo qué grado de amistad la unía con la víctima y a dar por sentado de forma muy sutil que ella había estado enamorada de él, había sucumbido a su encanto personal y que, habiéndola él rechazado, se vengaba manchando su buen nombre. De hecho, casi insinuó que ella podía haber colaborado en la ocultación del delito y que por esto defendía ahora a Menard Grey.
Hester estaba tan escandalizada como abochornada pero, cuando ya veía demasiado cerca la tentación de dar rienda suelta a la indignación, miró a Menard Grey y recordó qué era lo importante.
– No, esto no es verdad -dijo con voz tranquila. Ya iba a acusarlo de sordidez, pero la mirada de Rathbone la contuvo.
Sólo una vez distinguió a Monk, lo que provocó en ella una oleada de satisfacción, de placer incluso, sobre todo al ver su cara de indignación al mirar al fiscal.
Cuando inopinadamente el fiscal cambió de parecer y decidió dejar de interrogarla, como Hester estaba autorizada a permanecer en la sala, puesto que su testimonio ya había dejado de tener importancia, se buscó un sitio y se quedó a escuchar mientras Callandra declaraba. También ella fue interrogada primeramente por Rathbone y seguidamente, aunque con más cortesía que la que había empleado con Hester, por el fiscal. Éste tuvo el acierto de considerar que el jurado no vería con simpatía cualquier intento de amedrentar o insultar a la viuda de un cirujano del ejército, nada menos que a lady Callandra. Hester no miraba a Callandra, ya que no temía por ella, sino que tenía la vista fija en los rostros de los jurados. En ellos vio reflejadas las diferentes emociones que sentían: ira, lástima, confusión, respeto, desdén.
A continuación llamaron a Monk y le tomaron juramento. En la sala de espera Hester no había reparado en lo bien vestido que iba. Llevaba una chaqueta de excelente corte, sólo el estambre de mejor calidad tenía aquella caída. ¡Vaya vanidoso debía de estar hecho! ¿Cómo podía permitirse esos lujos un simple policía? De pronto le inspiró una lástima repentina y se dijo que probablemente hasta él mismo ignoraba la respuesta a aquella pregunta, por lo menos de momento. ¿Se la habría formulado? ¿O habría tenido miedo, quizá, de cuánta vanidad o insensibilidad podía revelarle la respuesta? ¡Qué espantosa debía de ser la contemplación descarnada de uno mismo, ver las cosas que uno hacía sin conocer ninguna de las razones que las hacían humanas, explicables en cuanto a miedos y esperanzas, no comprender tantas cosas, pequeños sacrificios que se hacían, heridas que se restañaban… sólo ver siempre resultados, sin entender nunca su sentido! Aquella chaqueta tan vistosa podía ser fruto de la pura vanidad, la plasmación de algo que compra el dinero, o bien el símbolo del éxito después de largos años de ahorro y de trabajo, de esfuerzos extraordinarios mientras los demás descansaban en sus casas o se divertían y reían en salas de fiestas o en tabernas.
Rathbone comenzó a interrogarlo. Le hablaba con voz pausada, conociendo el poder de las palabras y sabiendo que la emoción que embargaba a Monk podía producir un efecto demasiado intenso y demasiado rápido. Había llamado a los testigos siguiendo aquel orden para así elaborar la historia tal como había ocurrido: primero Crimea, después la muerte de los padres de Hester y, finalmente, el crimen. Hizo describir detalladamente a Monk el piso de Mecklenburgh Square, las marcas que había dejado la lucha y la muerte, el lento descubrimiento de la verdad alcanzado por él paso a paso.
Casi todo el tiempo Rathbone estuvo de espaldas a ella, encarado a Monk o al jurado, pero Hester percibía lo apremiante de su voz, cada una de sus palabras tan perfectamente cortada como una piedra tallada, aquella insistencia que penetraba en su mente y que desvelaba una tragedia insoportable.
Hester observaba a Monk, el respeto que reflejaba su rostro y, una o dos veces, una fugaz reacción de desagrado al responder. Rathbone no lo trataba como un testigo al que se le debe una consideración sino más bien como un medio enemigo. En sus frases había un sesgo hiriente, un elemento de antagonismo. Sólo al observar al jurado, Hester comprendió el porqué. Todas las personas que lo componían estaban tan absortas en lo que ocurría que ni siquiera se distrajeron con los gritos nerviosos de una mujer del público que requirió la asistencia de sus vecinos. Parecía que sólo a contrapelo Monk se resistía a demostrar la simpatía que le inspiraba Menard Grey, si bien Hester sabía que era auténtica. Hester recordaba cómo se había sentido Monk en el momento de los hechos, la ira que había experimentado, el lacerante dolor de la piedad y su incapacidad para modificar nada. En aquel momento Monk le había gustado de manera absoluta, había compartido con él sin reservas una paz interior, la sensación de una comunicación total.
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