Anne Perry - Luto riguroso

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Nunca se había visto envuelto en el escándalo el aristocrático clan de los Moidore, una de las mejores familias de Londres, a cuya mansión de Queen Anne Street acuden los más encumbrados personajes. Ahora, sin embargo, la bella hija de sir Basil ha aparecido apuñalada en su propia cama y la noticia corre de boca en boca por la ciudad. El inspector William Monk recibe la orden de encontrar al asesino sin demora, aunque evitando causarle mayores trastornos a una familia ya abrumada por la tragedia. Monk se halla aún bajo los efectos de la amnesia que le dejó como secuela un grave accidente, pero sus facultades continúan intactas y, con la ayuda de Hester Latterly, se aproxima paso a paso a un asombroso descubrimiento.

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Al día siguiente Hester leyó en el periódico la noticia del asesinato de Octavia Haslett en Queen Anne Street, pero como no se consideraba de interés público revelar el nombre del oficial encargado del caso y, por consiguiente, no se mencionaba, no se le ocurrió pensar en Monk como solía hacerlo cada vez que reflexionaba sobre la tragedia de los Grey y de su propia familia.

El doctor Pomeroy estaba de lo más indeciso con respecto a la manera de tomarse la petición de Hester de un permiso para ir al juzgado a declarar. Cediendo a la insistencia de aquella joven, había operado a John Airdrie y parecía que el niño se estaba recuperando bien. Como hubiera tardado un poco más en operarlo ya no… El niño estaba bastante más débil de lo que había supuesto Pomeroy al principio. El médico notaría la ausencia de la enfermera, pero le había dicho tantas veces que no era imprescindible que ahora no se atrevía a quejarse de los inconvenientes que le iba a causar. Verlo metido en aquel dilema divirtió mucho a Hester, pese a que era una satisfacción teñida de amargura.

El juicio de Menard Grey se celebró en el Tribunal Criminal Central de Old Bailey y, puesto que se trataba de un caso sensacionalista, el brutal asesinato de un ex oficial de la guerra de Crimea, todos los asientos destinados al público estaban ocupados, y todos los periódicos que tenían su distribución en un radio de ciento cincuenta kilómetros habían enviado a sus periodistas. La calle estaba a rebosar de vendedores de periódicos que agitaban las últimas ediciones, de cocheros que dejaban a sus ocupantes en la acera, de carromatos atiborrados de toda suerte de mercancías, de vendedores de empanadas y bocadillos que pregonaban sus productos y de carritos de sopa de guisantes caliente. Había también pregoneros ambulantes que desgranaban las incidencias del caso, añadiendo detalles de cosecha propia para mejor ilustrar al que no estaba demasiado enterado… o al que tenía ganas de volverlo a escuchar. En la parte alta de Ludgate Hill, junto a Old Bailey y Newgate, también se agolpaba mucha gente. De no haber tenido que actuar como testigos del caso, a Hester y Callandra les habría resultado imposible ganar la entrada.

Dentro del juzgado el ambiente era diferente y la semioscuridad reinante, unida a la inexorable severidad del lugar, recordaba a los presentes que se encontraban ante la majestad de la ley, que de aquella casa estaban desterrados los antojos individuales y que allí sólo regía la justicia ciega e impersonal.

Abundaban los policías de uniforme oscuro, sombrero de copa, botones y cinturón relucientes, los escribientes de pantalón rayado, los abogados con toga y peluca y los alguaciles que se movían de aquí para allá para dirigir al público a sus diferentes destinos. A Hester y a Callandra se les indicó una sala donde deberían esperar hasta que las llamaran. No estaban autorizadas a entrar en la sala del tribunal para evitar que pudieran oír declaraciones que afectaran la que ellas deberían deponer.

Hester se sentó sin decir palabra, era evidente que se sentía muy inquieta. En una docena de ocasiones abrió la boca para decir algo pero, como reconociendo que no hacía al caso o que obedecía sólo al deseo de calmar la tensión, optó por callar. Ya había transcurrido media hora de inconveniente nerviosismo cuando se abrió la puerta y, antes aún de que hubiera entrado, Hester reconoció la silueta de la persona que se había detenido para hablar con alguien situado en el corredor. Al verlo sintió el cosquilleo de la conciencia, una impresión que nada tenía que ver con el recelo, ni tampoco con el interés.

– Buenos días, lady Callandra y señorita Latterly. -El hombre se volvió finalmente, entró en la habitación y cerró la puerta tras él.

– Buenos días, señor Monk -replicó Callandra, haciendo una inclinación cortés con la cabeza.

– Buenos días, señor Monk -repitió Hester como un eco, haciendo exactamente el mismo gesto.

Volver a ver aquel rostro huesudo pero de rasgos suaves, con sus ojos grises de mirada dura e impertérrita, la ancha nariz de perfil aquilino y la boca con su fina cicatriz, revivió en los pensamientos de Hester todos los recuerdos del caso Grey: ira, confusión, intenso dolor y miedo, momentos esporádicos de mutua comprensión que no recordaba haber vivido con nadie más y colaboración en un mismo objetivo con una intensidad realmente excepcional.

Ahora habían pasado a convertirse simplemente en dos personas que se causaban mutua irritación y a las que sólo reunía el deseo de ahorrar más dolores a Menard Grey, así como tal vez una vaga sensación de responsabilidad por el hecho de haber sido los que habían descubierto la verdad.

– Siéntese, por favor, señor Monk -le ordenó más que le rogó Hester-. Acomódese, tenga la bondad.

Él siguió de pie.

Hubo unos momentos de silencio. Con toda deliberación, Hester se dedicó a pensar en cómo declararía, en las preguntas que, según la había prevenido Rathbone, le haría el fiscal y en cómo debía evitar las respuestas perjudiciales o decir más cosas de las que le preguntaran. -¿Le ha dado algún consejo el señor Rathbone? -dijo Hester sin detenerse a reflexionar en lo que decía.

Monk enarcó las cejas.

– No es la primera vez que declaro ante un juez, señorita Latterly -dijo con sarcasmo-, incluso lo he hecho en casos de considerable importancia. Estoy perfectamente al corriente del procedimiento judicial.

A Hester le molestó haberse hecho acreedora de aquella observación, pero se molestó también con él por habérsela hecho. Sin poder dominarse, le asestó el golpe más duro que se le ocurrió en aquel momento.

– Veo que ha recuperado gran parte de la memoria desde la última vez que nos vimos. No lo había advertido, de otro modo no le habría hecho el comentario. No pretendía otra cosa que serle útil, pero ya veo que no le hace falta.

Del rostro de Monk huyó el color, dejando sólo dos manchas rosadas en sus mejillas. Su cerebro se puso a trabajar a toda marcha buscando una pulla igualmente hiriente como respuesta.

– Aunque haya olvidado muchas cosas, señorita Latterly, estoy en mejor situación que aquellos que ya al principio no sabían nada -dijo en tono agrio dando media vuelta.

Callandra sonrió pero no intervino.

– Lo que le ofrecía no eran tanto mis consejos -le replicó Hester- como los del señor Rathbone, señor Monk. Pero si cree que usted sabe más que él, sólo espero que no se equivoque. No lo digo por usted, que aquí cuenta muy poco, sino por Menard Grey. Confío en que no haya perdido de vista el objeto de nuestra presencia en este lugar.

Hester había ganado aquel intercambio y ella lo sabía.

– Sé muy bien a qué he venido -dijo Monk fríamente, de espaldas a su interlocutora y con las manos en los bolsillos-. He dejado mis actuales investigaciones en manos del sargento Evan y me he apresurado a venir por si el señor Rathbone quería verme, pero no tengo intención de molestarlo en caso de que no me necesite.

– Quizás él no sepa siquiera que está usted aquí -le devolvió ella.

Monk se volvió y se encaró con Hester.

– Mire, señorita Latterly, ¿sería mucho pedir que por una vez no se inmiscuyese en los asuntos de los demás y asumiera que somos perfectamente capaces de arreglárnoslas prescindiendo de sus orientaciones? He informado a su escribiente así que he llegado.

– Entonces le diré que la educación no le exigía otra cosa que decírmelo cuando se lo he preguntado -replicó Hester, herida por la acusación de metomentodo que Monk acababa de hacerle y que ella consideraba totalmente injustificada, o exagerada, o sólo merecida hasta cierto punto-. Pero parece que usted no sabe lo que significa educación para las personas corrientes.

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