Anne Perry - El Rostro De Un Extraño

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El Rostro De Un Extraño: краткое содержание, описание и аннотация

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Su nombre es William Monk, su profesión, detective de la policía. Eso, al menos, es lo que le dicen cuando despierta en un hospital londinense, ya que él no recuerda nada. Al parecer, el carruaje en que viajaba volcó y como consecuencia de este accidente el cochero murió y él quedó malherido. Tras pasar tres semanas inconsciente y otras tantas de convalecencia, Monk recupera la salud, pero no la memoria. Su primer caso cuando se reincorpora en el cuerpo de policía es el brutal asesinato de Joscelin Grey, un héroe de la guerra de Crimea que fue golpeado hasta morir en sus aposentos. Se trata de un asunto delicado, pues la familia de la víctima no está dispuesta a que un simple plebeyo hurgue en sus intimidades. Sin embargo, Monk no se deja amilanar y, mientras busca una clave que ilumine su propio pasado, empieza a investigar entre las amistades de Grey.

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– Cuánto lo siento… -murmuró Hester con voz serena-. Ahora comprendo por qué parecían tan extrañas algunas de las preguntas que usted hacía. Habrá tenido que enterarse de todo a partir de cero.

– Mire, señorita Latterly… me parece que su cuñada vino a verme antes del accidente para preguntarme o confiarme algo. Podría tener que ver con Joscelin Grey… pero yo no me acuerdo de nada. Si ella pudiera decirme todo lo que sepa acerca de mí, quizás algo que yo le dije…

– ¿De qué manera podría serle de ayuda en el caso de Joscelin Grey? -De pronto bajó los ojos y se miró la mano, que descansaba en su regazo-. ¿Cree que Imogen puede tener algo que ver con su muerte?-Levantó vivamente la cabeza y lo miró con ojos cándidos pero llenos de temor-. ¿Cree que Charles podría haberlo matado, señor Monk?

– No… no, de esto estoy completamente seguro.-Tenía que mentir puesto que decir la verdad era imposible si quería contar con su ayuda-. Encontré algunos apuntes míos de antes del accidente y que indican que yo entonces sabía algo importante, pero no consigo recordarlo. Se lo pido por favor, señorita Latterly… dígale que me ayude.

Hester parecía desolada, como si también ella temiese lo que pudiera resultar.

– Por supuesto que lo haré, señor Monk. En cuanto vuelva le explicaré lo que hace al caso y tan pronto como tenga algo que comunicarle iré a verle y se lo haré saber. ¿En qué lugar discreto podríamos encontrarnos para hablar?

Estaba en lo cierto: Hester tenía miedo. No quería que su familia pudiera espiar su conversación… tal vez en especial temiera a Charles. La miró con una sonrisa amarga en los labios, y ella le devolvió la misma amarga sonrisa. Entre los dos se había fraguado una conspiración absurda: ella para proteger a su familia hasta el límite de lo posible, él para descubrir su verdad antes de que Evan o Runcorn se lo hicieran imposible. Tenía qué descubrir por qué había matado a Joscelin Grey.

– Mándeme aviso y nos encontraremos en Hyde Park, en el extremo de Piccadilly en Serpentine. A nadie le llamará la atención ver a dos personas paseando por esa zona.

– Muy bien, señor Monk. Haré lo que pueda.

– Gracias.

Monk se levantó y se despidió mientras ella se quedaba observando su figura, algo envarada y tan peculiar, bajar la escalera y salir a la calle. Habría podido reconocerlo en cualquier parte sólo por su manera de andar. Tenía una agilidad de movimientos no muy diferente de la que es propia de los soldados acostumbrados a la autodisciplina que imponen las largas marchas, pese a que en su porte no había nada de militar.

Así que lo hubo perdido de vista, se sentó. Tenía frío y sentía una cierta desazón, sabiendo que le era imposible no hacer lo que Monk le había pedido y exactamente tal como se lo había pedido. Mejor que ella fuera la primera en saber la verdad que tener que esperar a que la descubrieran otros.

Pasó una tarde de soledad y tristeza y cenó sola en su habitación. Hasta que supiera la verdad a través de Imogen, no podía correr el riesgo de permanecer mucho tiempo con Charles, sentada a la mesa con él, por ejemplo. Tenía miedo de que sus pensamientos la traicionasen y acabasen hiriéndolos a ambos. Cuando era niña se tenía por muy sutil y capaz de todo tipo de disimulos. Tendría unos veinte años cuando se refirió a ello con toda seriedad en el curso de una comida. Era la única ocasión en que recordaba haber visto a toda su familia al completo prorrumpir en sonoras carcajadas. El primero en reír había sido George, con el rostro contraído por las muecas de una incontenible hilaridad y manifestando lo que pensaba a grito pelado. ¡Vaya idea peregrina la suya! ¡Pero si era la persona más transparente del mundo en todo lo que fueran emociones! Cuando estaba contenta arrastraba a toda la casa en un remolino de alegría; cuando se sentía desgraciada, caía sobre toda la familia un velo de fúnebre tristeza.

Habría sido inútil, y doloroso además, tratar de engañar a Charles.

Hasta el día siguiente por la tarde no tuvo la oportunidad de hablar a solas un buen rato con Imogen. Imogen había estado fuera de casa toda la mañana y había entrado como una tromba, con la falda ondeando con su agitación; tras dejar en el banco al pie de la escalera una cesta llena de ropa, se quitó apresuradamente el sombrero.

– De veras que no sé en qué piensa la esposa del vicario -dijo enfadada-. Juraría a veces que esta mujer se figura que todos los males del mundo pueden curarse con una homilía sobre el buen comportamiento bordada a mano, con unas cuantas prendas de ropa interior limpia y con una jarra de caldo casero. Y la señorita Wentworth es la persona menos capacitada que hay sobre la tierra para ayudar a una madre con una recua de hijos sin nadie que le eche una mano.

– ¿Te refieres a la señora Addison? -preguntó Hester inmediatamente.

– ¡Pobre mujer, está que no sabe cómo salir adelante! -explicó Imogen-. Siete hijos y ella más delgada que un palillo. No me extraña que esté agotada. Come menos que un pajarillo… tiene que dar toda la comida que tiene en casa a aquellas bocas famélicas que no se cansan nunca de pedir. ¿Quieres decirme en qué puede ayudarles la señorita Wentworth? Si le dan soponcios a cada momento… Me paso la mitad del tiempo levantándola del suelo.

– También a mí me darían soponcios si llevara un corsé de ballenas tan prieto como ella -dijo Hester con ironía-. Su doncella debe de tener que atárselo apuntalándose con un pie en la cama. ¡Pobre infeliz! Encuentro lógico que su madre quiera sacársela de encima y casarla con Sydney Abernathy. No sólo es un hombre que tiene mucho dinero sino también debilidad por los espectros. Así se siente más amo y señor.

– Miraré si encuentro alguna homilía sobre la vanidad adecuada para ella. -Imogen ignoró la cesta y entró en el saloncito, donde se dejó caer en una de las enormes butacas-. Tengo calor y estoy cansada. ¿Puedes decirle a Martha que me traiga una limonada? ¿Llegas a la cuerda?

Era una pregunta ociosa, ya que Hester estaba de pie. Con aire ausente tiró de la cuerda.

– No se trata de vanidad -dijo refiriéndose todavía a la señorita Wentworth-, sino de supervivencia. ¿Qué quieres que haga, la pobre, si no se casa? Tanto su madre como sus hermanas la han convencido de que la única alternativa es la vergüenza, la pobreza y una vejez solitaria y lastimosa.

– Esto me recuerda una cosa -dijo Imogen sacándose las botas pisando los talones de una y otra-. ¿Has sabido algo del hospital de lady Callandra? Me refiero al que quieres administrar.

– No pico tan alto, a lo único que aspiro es a ayudar -la corrigió Hester.

– ¡No me vengas con bobadas! -dijo Imogen extendiendo los pies y arrellanándose un poco más en la butaca-. Lo que tú quieres es mandar a todo el personal. -Entró la doncella y se quedó esperando respetuosamente.

»Una limonada, por favor, Martha -le pidió Imogen-. Estoy muerta de calor. El tiempo está loco. Un día llueve que parece que haya que preparar el arca porque viene el diluvio y al día siguiente hace un calor que no se puede ni respirar.

– Sí, señora. ¿Quiere que le prepare unos bocadillos de pepino?

– ¡Oh, sí, me encantaría! Gracias.

– Sí, señora.

La doncella salió con mucho revuelo de faldas.

Hester llenó con una conversación trivial los escasos minutos en los que la criada estuvo ausente. Siempre le había sido fácil hablar con Imogen y la amistad que había entre las dos era más parecida a la que se da entre hermanas que a la de dos mujeres que sólo están emparentadas por el matrimonio de una y cuyos estilos de vida son completamente diferentes. En cuanto Martha hubo traído los bocadillos y la limonada y se quedaron a solas, Hester se centró en el asunto que tanto la apremiaba.

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