Anne Perry - El Rostro De Un Extraño

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Su nombre es William Monk, su profesión, detective de la policía. Eso, al menos, es lo que le dicen cuando despierta en un hospital londinense, ya que él no recuerda nada. Al parecer, el carruaje en que viajaba volcó y como consecuencia de este accidente el cochero murió y él quedó malherido. Tras pasar tres semanas inconsciente y otras tantas de convalecencia, Monk recupera la salud, pero no la memoria. Su primer caso cuando se reincorpora en el cuerpo de policía es el brutal asesinato de Joscelin Grey, un héroe de la guerra de Crimea que fue golpeado hasta morir en sus aposentos. Se trata de un asunto delicado, pues la familia de la víctima no está dispuesta a que un simple plebeyo hurgue en sus intimidades. Sin embargo, Monk no se deja amilanar y, mientras busca una clave que ilumine su propio pasado, empieza a investigar entre las amistades de Grey.

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Así que llegó a Grafton Street, Monk pagó al cochero y se metió rápidamente en su casa.

– ¡Señora Worley! Silencio.

– ¡Señora Worley! -volvió a gritar con voz áspera y perentoria.

La mujer salió secándose las manos en el delantal.

– ¡Dios santo! ¡Cómo se ha puesto! Voy a prepararle algo caliente. Pero antes váyase a cambiar de ropa, está calado hasta los huesos. ¿Cómo se le ha ocurrido salir?

– Señora Worley.

El tono de voz de Monk la hizo callar.

– ¿Qué pasa, señor Monk? ¡Hombre de Dios, si está hecho una lástima!

– Yo… -las palabras eran lentas, distantes- he echado en falta un bastón en mi cuarto, señora Worley. ¿Lo ha visto?

– No, señor Monk. Pero ¿qué habla usted de bastones en una noche como ésta? Vaya si lo entiendo. Lo que usted necesita es un paraguas.

– ¿Lo ha visto?

La mujer se quedó delante de él y lo miró de frente con aire maternal.

– No, desde el accidente no lo he vuelto a ver. ¿Se refiere a aquel bastón marrón oscuro con una cadenita de oro en el pomo que se compró el día antes? Un bastón muy bonito, aunque la verdad no sé para qué lo quería. ¿No lo habrá perdido? Tuvo que ser en el accidente. Me acuerdo como si fuese ahora que se lo vi el día del accidente. ¡Y muy bien que le quedaba! ¡Estaba usted elegante de verdad!

Monk oyó un bramido en lo más profundo de los oídos, un bramido inmenso e indefinido. En medio de aquella oscuridad que era su memoria por un momento brilló un haz de luz que fue como una fulgurante puñalada, dolorosa y punzante. Era él quien había estado en la habitación de Grey la noche en que fue asesinado, el bastón del paragüero era el suyo. Él era el hombre de ojos grises que Grimwade había visto salir de la casa a las diez y media. Seguramente había subido mientras Grimwade acompañaba a Bartholomew Stubbs a la puerta de Yeats.

Sólo había una conclusión posible, odiosa y absurda, pero la única. Sólo Dios sabía por qué razón, pero la persona que había matado a Joscelin Grey era él.

11

Monk estaba sentado en la butaca de su habitación y tenía la vista fija en el techo. Ya no llovía, y ahora el aire era bochornoso y húmedo, a pesar de lo cual Monk sentía un frío que le llegaba a los huesos.

¿Porqué?

¿Por qué? Era algo tan disparatado e inconcebible como una pesadilla e igual de confuso y obsesivo.

Había estado en el piso de Grey aquella noche, y allí había sucedido algo de lo que había huido tan precipitadamente que hasta se había dejado olvidado el bastón en el paragüero de la casa. El cochero lo había recogido en Doughty Street y después, a unas pocas millas de distancia, había sufrido el accidente que se había cobrado la vida del cochero, y su memoria.

Pero ¿por qué había tenido que matar a Grey? ¿De qué lo conocía? Sabía que no podía haberlo conocido en casa de los Latterly porque Imogen se lo había dicho claramente. No podía imaginar en qué circunstancia o acto social podían haberse encontrado. De haber estado involucrado en algún caso, Runcorn lo habría sabido y sus propias notas acerca del caso lo habrían reflejado.

¿Qué había de deducir entonces? ¿Por qué lo había matado? No hay nadie que siga a un desconocido hasta su casa y allí le dé de bastonazos hasta matarlo, sin que exista una razón. A menos que uno esté loco, naturalmente.

¿Sería esto? ¿Estaba loco? ¿Que su cerebro estuviera enfermo ya antes de que ocurriera el accidente? ¿Lo habría olvidado sencillamente porque entonces, al cometer aquella monstruosidad, era una persona distinta de la que era ahora, y no sabía, por tanto, absolutamente nada de ello, hasta el punto de que ignoraba la naturaleza de sus inclinaciones y compulsiones, e incluso su existencia? Allí dentro había experimentado un sentimiento innegable, anonadador y pasmoso: la pasión del odio. ¿Cómo era posible? Tenía que pensar. La única manera posible de resolver aquel enigma era pensar, buscarle un sentido a todo aquello, dar con el camino de regreso a la razón y al mundo de lo comprensible, volviendo sobre sus pasos y repasando todos los detalles uno a uno… pero aún así, no podía creerlo. ¿O es que no hay hombre inteligente y ambicioso que crea verdaderamente que está loco? También a esta idea estuvo dando vueltas.

Los minutos se transformaron en horas, que se arrastraron despacio a través de la noche. Primero se dedicó a pasear por su habitación incansablemente, iba de aquí para allá, de allá para acá, hasta que las piernas comenzaron a dolerle y se dejó caer en la silla, inmóvil, con las manos y los pies tan fríos que se le quedaron insensibles, pero la pesadilla continuaba siendo tan real como antes e igual de absurda. Fustigó su memoria, intentó reconstruirla a partir de pequeños detalles, volvió a rememorar todo lo que recordaba desde los tiempos de la escuela en adelante, pero no encontró rastro de Joscelin Grey, no encontró siquiera el recuerdo de haberlo visto. No existía razón alguna, ninguna evidencia, ni tan siquiera vestigio alguno de ira, de celos, de odio, de miedo… pero ahí estaba la prueba: él había estado en aquel cuarto. Debió de aprovechar la ausencia de Grimwade mientras acompañaba a Bartholomew Stubbs a ver a Yeats.

Había permanecido tres cuartos de hora en el piso de Joscelin Grey y Grimwade lo había visto salir y se había figurado que el que se iba era Stubbs cuando, en realidad, Stubbs debía de haberse cruzado con él en la escalera en el momento en que salía y él entraba. Grimwade había dicho que el hombre que había visto salir parecía más fornido y un poco más alto y que se había fijado sobre todo en sus ojos. Monk recordó los ojos que le habían devuelto la mirada desde el espejo en su dormitorio la primera vez que se había mirado en él al salir del hospital. Eran unos ojos que llamaban la atención, tal como había dicho Grimwade, tranquilos, sombríos, de un color gris claro, unos ojos de mirada intensa, casi hipnótica. Lo que él trataba de encontrar era la mente que se ocultaba detrás de aquellos ojos, un resto de memoria… la apariencia externa apenas importaba. No podía establecer ninguna conexión entre su mirada de sesudo policía y la mirada del hombre de aquella noche. Grimwade tampoco la había establecido.

Pero él había estado en el piso de Grey, eso era innegable. No había seguido a Grey, sino que había ido a su casa después, él solo, sabiendo dónde podía encontrarlo. Conocía, pues, a Grey, sabía dónde vivía. ¿Por qué? ¿Por qué, en nombre de Dios, lo odiaba hasta el punto de perder la razón, dejar de lado todos sus principios de hombre adulto y golpearlo hasta matarlo y, aún después de muerto, cuando hasta un idiota habría visto que ya estaba muerto?

Sin duda, debía de haber conocido el miedo ya antes; siendo niño había debido de conocer el miedo al mar. Recordaba vagamente su fuerza desmedida cuando abrían sus fauces inconmensurables y engullía hombres, barcos y hasta la playa misma. Todavía oía su lamento, le llegaba como un eco de la infancia.

Y más tarde, también debía de haber sentido el miedo en los oscuros callejones de Londres, en los bajos fondos de la ciudad. Incluso ahora sentía un escalofrío al recordar la ira y la desesperación que eran ley en aquellos barrios de barracas, el hambre y el desprecio a la vida en la lucha por la supervivencia. Pero era demasiado orgulloso, demasiado ambicioso para ser cobarde. Se había adueñado de lo que había querido sin pestañear siquiera.

Pero ¿cómo iba a enfrentarse a la oscuridad desconocida, a la monstruosidad que anidaba en su cerebro, en su propia alma?

Había descubierto en su persona muchas cosas que no le gustaban: insensibilidad, ambición desmesurada, crueldad. Pero eran cosas soportables, cosas que podía rectificar, mejorar en el futuro… de hecho, ya había empezado a hacerlo.

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