– ¿Cree que podría ser Shelburne? -La voz de Evan había subido una octava a causa de la incredulidad.
Monk no acabó de entender lo que quería decir.
– ¡No sé qué habría podido interesarle a Shelburne! -dijo volviendo a echar un vistazo a su alrededor, mientras en su imaginación veía la habitación tal como estaba antes-. Aunque se hubiera dejado aquí algo que le perteneciera, se habría podido inventar una docena de razones en caso de que lo hubiéramos interrogado, teniendo en cuenta que Joscelin está muerto y no puede negarlo. Podría haberse dejado aquí cualquier cosa, lo que fuese y en el momento que fuese, o igual podría habérsela prestado a Joscelin… o Joscelin podría habérsela llevado de su casa. -Levantó los ojos al techo y observó las hojas de acanto que adornaban el yeso-. Y no me cabe en la cabeza que contratase a una pareja de hombres con documentos policiales falsos para que vinieran a saquear la casa. No, de Shelburne nada.
– ¿Quién, entonces?
Monk estaba asustado, de pronto todo había perdido toda lógica. Lo que encajaba no hacía apenas diez minutos, resultaba ahora absolutamente disparatado, como las piezas de dos rompecabezas diferentes. Al mismo tiempo se sentía eufórico: si no era Shelburne, si era alguien que tenía tratos con falsificadores y ladrones, entonces quizá no habría escándalo social ni tampoco extorsión de ningún género.
– No sé -respondió a Evan con repentina firmeza-, pero no hay necesidad de andarse con mucho tiento en este caso para descubrir resultados. Nadie perderá su trabajo aunque tengamos qué hacer preguntas embarazosas a algunos copistas o aunque haya que sobornar a algún perista o incluso tocar determinados resortes.
Evan sonrió más tranquilo y sus ojos se iluminaron. Monk pensó que seguramente sabía muy poco de los bajos fondos y que lo más probable era que para él todavía conservaran el atractivo del misterio. Ya descubriría sus lados oscuros: el gris de la miseria, el negro del dolor prolongado y del miedo constante. Y también su humor amargo y grosero, su risa malvada.
Monk observó el rostro atento de Evan, sus rasgos afables y sensibles. No podía explicárselo, las palabras no son más que nombres de cosas que ya se conocen. ¿Qué podía conocer Evan que lo preparase para el sinfín de desechos humanos que pululaban en las sombras de Whitechapel, St. Giles, Bluegate Fields, Seven Dials o Devil's Acre? Monk había conocido penalidades siendo niño, ahora se acordaba de haber pasado hambre -había recuperado aquella sensación- y también frío, sabía qué era llevar zapatos rotos, ropa por la que se colaba la aspereza del viento del nordeste, comidas a base de pan y un unto cualquiera. Recordaba vagamente el dolor de los sabañones y el rabioso picor que producían cuando se calentaban. Recordaba los labios agrietados de Beth, sus dedos blancos y ateridos.
Pero no eran recuerdos desagradables porque, detrás de aquellos pequeños contratiempos había siempre una sensación de bienestar, la certidumbre de una seguridad. Siempre habían ido limpios, siempre habían llevado ropa limpia aunque escasa y vieja, la mesa también estaba limpia, en la casa se olía a harina y a pescado y, en verano, cuando las ventanas estaban abiertas, a viento cargado de sal.
Todo iba perfilándose en su mente: recordaba escenas, sabores, tactos, todo envuelto siempre en el lamento del viento y el chillido de las gaviotas. Los domingos iban todos a la iglesia, no podía rememorar todas las palabras, pero le llegaban fragmentos musicales, cánticos solemnes que rebosaban del bienestar de aquéllos que los entonaban sabiendo que los cantaban bien.
Su madre le había inculcado todas las virtudes que poseía: honradez, laboriosidad, deseo de aprender. Aunque no recordaba sus palabras, sabía que su madre creía en ello. Era un buen recuerdo y lo agradecía más que ningún otro porque le devolvía su identidad. No recordaba claramente el rostro de su madre, cada vez que intentaba evocarlo se desdibujaba y disolvía hasta convertirse en el de Beth tal como la había visto hacía pocas semanas, sonriente, segura de sí misma. Quizá no fueran distintas una de otra.
Evan estaba esperando, brillantes los ojos de expectación, ansioso por ser testigo de la pericia en la indagación, de la capacidad de ahondar en el corazón del delito.
– Sí -prosiguió Monk como rememorando-, ahora seremos libres de proseguir según se nos antoje. Y, aunque no lo dijo en voz alta, pensó que Runcorn se quedaría con un palmo de narices.
Volvió a la puerta y Evan lo siguió. Mejor no poner orden en aquel caos, mejor dejarlo como estaba… quizá toda aquella confusión aportaría una respuesta en algún momento.
Estaba en el recibidor, junto a la mesilla, cuando se fijó en los bastones del paragüero. Los había visto anteriormente, pero estaba demasiado concentrado en los hechos sangrientos ocurridos en la habitación de al lado para prestarles atención. De todos modos, ya tenían en su poder el bastón que había servido de arma homicida. Se fijó, sin embargo, en que todavía había cuatro bastones más. No parecía ilógico pensar que Grey se hubiese convertido en un coleccionista de bastones a pequeña escala, dado que utilizaba uno al andar; a fin de cuentas era un hombre muy atildado: todo en él lo demostraba. Lo más probable es que tuviera un bastón para las mañanas, otro para las tardes, otro más para estar por casa y uno más rústico para andar por el campo.
Los ojos de Monk se detuvieron en un bastón recto y oscuro de color caoba con una fina franja de latón, tallada en relieve e incrustada en la madera, que formaba algo así como los eslabones de una cadena. Fue una sensación extraordinaria, muy intensa, casi sintió mareo, una especie de hormigueo en la piel: sabía con absoluta certeza que había visto aquel bastón y no una, sino vanas veces.
Evan estaba a su lado esperando, preguntándose qué hacía allí parado. Monk trataba de ver claro en sus ideas, trataba de ampliar la imagen hasta abarcar en ella el dónde y el cuándo, hasta ver al hombre que sostenía aquel bastón en la mano. Pero ninguna imagen acudió en su ayuda, sólo notó aquella viva comezón que le producía la identificación de un objeto conocido… y el miedo.
– ¿Señor Monk? -La voz de Evan era dubitativa.
No se explicaba el porqué de aquella repentina parálisis. Los dos estaban en el recibidor, inmóviles, y la razón de aquella actitud estaba en el cerebro de Monk. Y por mucho que éste se esforzara, aunque pusiera todo su empeño en ello, lo único que veía era el bastón, pero ningún hombre ni ninguna mano agarrada a él.
– ¿Se le ha ocurrido algo, señor Monk? -La voz de Evan se coló en sus pensamientos, pese a la concentración de los mismos.
– No -dijo Monk moviéndose por fin-, no.
Pero le debía dar una respuesta razonable, una explicación, una razón que justificase su conducta. Buscó las palabras con dificultad.
– Estaba preguntándome por dónde podemos empezar. ¿Dice usted que Grimwade no retuvo los nombres que figuraban en los papeles?
– No, pero es lógico suponer que no usaron sus verdaderos nombres, de todos modos.
– Por supuesto, pero esto nos ayudaría a saber el nombre que utilizó el copista para falsificar los documentos. -La pregunta había sido tonta pero Monk la aprovechó para sacarle partido, mientras Evan escuchaba todas sus palabras como si de un maestro se tratara-. En Londres hay infinidad de copistas. -Pronunciaba las palabras con gran seguridad, sabía de qué hablaba y era algo de gran importancia-. Y hasta aseguraría que hay más de uno que ha falsificado documentos policiales en las últimas semanas.
– Sí… por supuesto. -Evan pareció satisfecho-. Se lo pregunté, sí, pero cuando todavía no sabía que se trataba de ladrones… El caso es que él no les prestó atención. Estaba más interesado en la autorización.
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