Anne Perry - El Rostro De Un Extraño

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Su nombre es William Monk, su profesión, detective de la policía. Eso, al menos, es lo que le dicen cuando despierta en un hospital londinense, ya que él no recuerda nada. Al parecer, el carruaje en que viajaba volcó y como consecuencia de este accidente el cochero murió y él quedó malherido. Tras pasar tres semanas inconsciente y otras tantas de convalecencia, Monk recupera la salud, pero no la memoria. Su primer caso cuando se reincorpora en el cuerpo de policía es el brutal asesinato de Joscelin Grey, un héroe de la guerra de Crimea que fue golpeado hasta morir en sus aposentos. Se trata de un asunto delicado, pues la familia de la víctima no está dispuesta a que un simple plebeyo hurgue en sus intimidades. Sin embargo, Monk no se deja amilanar y, mientras busca una clave que ilumine su propio pasado, empieza a investigar entre las amistades de Grey.

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– ¿Qué quiere saber? -preguntó el hombre.

– Varias cosas. -Monk bajó más la voz y paseando la mirada por la mesa, sin fijarla en el nombre-. Cosas robadas… un perista y un buen copista.

También el hombre clavó los ojos en la mesa, concentrado en los cercos de los vasos que habían dejado su huella en la superficie.

– Peristas los hay a montones y copistas a patadas. ¿Son cosas especiales estas que usted dice?

– No mucho.

– ¿Por qué las busca, entonces? ¿Será que alguno se ha pasado?

– Sí.

– Está bien, ¿de qué se trata? Monk las describió lo mejor que supo: sólo podía recurrir a la memoria.

– Cubiertos de plata…

El hombre lo fulminó con la mirada.

Monk dejó a un lado la plata.

– Un objeto de jade -prosiguió- de casi un palmo de altura, una bailarina con los brazos levantados y los codos doblados. Jade rosa…

– Eso está mejor. -El hombre había levantado la voz y Monk evitaba mirarlo a la cara-. No hay mucho jade rosa por ahí -continuó-. ¿Algo más?

– Un cuenco de plata de unos diez centímetros, creo, y un par de cajas con incrustaciones para guardar rapé.

– ¿Cómo eran las cajas? ¿Plata, oro, esmalte? Expliquese un poco más.

– No me acuerdo.

– ¿Que qué? ¿Entonces cómo sabe lo que se han llevado? -El rostro se le ensombreció con la desconfianza y por vez primera miró a Monk-. ¡Oiga! ¿Había fiambre?

– Sí-dijo Monk con voz monocorde, mirando todavía la pared-, pero no fue el ladrón. Lo mataron antes del robo.

– ¿Está seguro? ¿Cómo sabe que fue antes del robo?

– Hacía dos meses que estaba muerto. -Monk sonrió con amargura-. De esto estoy más que seguro. Robaron en su casa sin él dentro.

El hombre se quedó pensando unos minutos antes de dar su opinión.

Junto a la barra estallaron unas ruidosas carcajadas.

– ¿Un robo en una casa cerrada? -dijo con aire de superioridad-. ¿Cómo sabían que encontrarían algo? ¿Qué ha dicho de un copista? ¿Qué pinta aquí el copista?

– Los ladrones entraron en la casa haciéndose pasar por policías -le replicó Monk.

El rostro del hombre se iluminó y se rió, divertido.

– ¡Ésa es buena! ¡Me gusta! -Se pasó el dorso de la mano por la boca y volvió a reír-. Sería un pecado chivarse de un tío con esos arrestos…

Monk se sacó medio soberano de oro del bolsillo y lo dejó sobre la mesa. Los ojos del hombre se prendieron de él como si hubiera quedado hipnotizado.

– Quiero encontrar al copista que hizo esas falsificaciones -repitió Monk, extendiendo la mano, volviendo a coger la moneda y guardándosela en un bolsillo interior, mientras los ojos del hombre seguían toda la trayectoria-. Y nada de comedias -le advirtió Monk-, porque como me metas las manos en los bolsillos, te acordarás, a menos que tengas ganas de ir a recoger estopa una temporada. No creo que a esos dedos tan rápidos que tienes les fuera a hacer ningún bien la estopa. -Sintió que el corazón le daba un vuelco al recordar, de pronto, imágenes de dedos humanos sangrando de tanto desenmarañar, un día tras otro, los cabos de las cuerdas mientras los años de sus vidas se iban desgranando sin pausa.

El hombre se hizo atrás.

– ¿Qué le pasa, señor Monk? En mi vida le he cogido nada. -Hizo la señal de la cruz precipitadamente aunque a Monk le quedó la duda de si la había hecho como confirmación de la verdad o a título de penitencia por la mentira-. Ya habrá mirado en los tenderetes -prosiguió el hombre con una mueca-, a lo mejor han bautizado a la señorita de jade, ¿no puede ser?

Evan parecía confundido, aunque Monk no sabía por qué.

– Casas de empeños -le tradujo-. Como es natural, los ladrones eliminan de los objetos cualquier detalle que pueda identificarlos, pero al jade no pueden hacerle gran cosa sin estropearlo. -Se sacó cinco chelines del bolsillo y se los dio al hombre-. Volveré dentro de dos días y, si sabes algo, te habrás ganado el medio soberano.

– Está bien, pero no aquí. Plumber's Row abajo hay un sitio que le llaman Purple Duck… cerca de Whitechapel Road. Nos encontraremos allí. -Miró a Monk de arriba abajo con aire contrariado-. Pero con ropa ful, ¿eh?, no me venga fardando a lo monaguillo, ¿eh? Y tráigase el oro, porque sabré algo. Ya lo verán… usted y usted -dijo mirando de reojo a Evan y después escurriéndose de la silla y perdiéndose entre el gentío.

Monk estaba encantado, de pronto cantaba por dentro. Hasta encontró tolerable el budín de ciruela, que se estaba enfriando rápidamente. Dirigió una amplia sonrisa a Evan.

– Venga disfrazado -explicó-, no me venga vestido como un cura.

– ¡Ah! -exclamó aliviado Evan, que estaba empezando a divertirse-, ya entiendo. -Echó una mirada a toda aquella multitud de rostros que tenía a su alrededor y entrevió el misterio detrás de la suciedad mientras su imaginación los revestía de un color indefinible.

Pasados dos días, Monk se vistió con ropa vieja, tal como le había recomendado el hombre; el soplón habría dicho «trapos». Monk hubiera dado cualquier cosa para recordar su nombre pero, a pesar de todos los esfuerzos que hizo, era tan incapaz de acordarse de aquello como de casi todo lo que le había ocurrido después de los diecisiete años. Había tenido atisbos de hechos que correspondían a años anteriores, incluidos su primer año, o los dos primeros años, de su vida en Londres, pero por mucho que se quedase despierto en la cama a oscuras, dejando vagar sus pensamientos, repasando una vez y otra todo lo que sabía en la esperanza de que su cerebro volviese a la vida de pronto y empezase a atar cabos, lo cierto es que no recordaba nada.

Monk y Evan estaban sentados en el local llamado Purple Duck. En el delicado rostro de Evan se reflejaba lo mucho que le molestaba estar en aquel sitio y los esfuerzos que hacía para disimularlo. Al mirarlo, Monk hubo de preguntarse cuántas veces habría estado él en aquel sitio para que no le molestase como a Evan. Seguramente para él aquella barahúnda, los olores, la despreocupada promiscuidad, eran cosas familiares que su subconsciente recordaba aunque su memoria no.

Tuvieron que aguardar casi una hora antes de que apareciese el soplón, pero llegó sonriente y se sentó junto a Monk sin decir palabra.

Monk no estaba dispuesto a comprometer el precio dejando adivinar su ansiedad.

– ¿Quieres beber? -le propuso.

– No, la moneda y basta -replicó el hombre-, no fuera que me vieran bebiendo con dos como ustedes, y no se me ofendan. Los taberneros tienen buena memoria y son muy bocazas.

– Así es -admitió Monk-, pero si quieres la moneda te la tienes que ganar.

– ¡Pero a qué viene eso, señor Monk! -Puso cara de ofendido-. ¿Es que le he engañado alguna vez? ¡Dígame!

Monk no tenía ni idea.

– ¿Has encontrado al copista? -preguntó sin responder a su pregunta.

– El jade no lo he podido encontrar, no estoy seguro, vamos.

– ¿Has encontrado al copista?

– ¿Conoce a Tommy, el que pasa dinero marcado?

Monk sintió un momentáneo acceso de pánico. Evan estaba observándolo, fascinado por el chalaneo. ¿Habría tenido que conocer al tal Tommy? Sabía lo que era dinero marcado, de la misma manera que sabía qué era un falsificador.

– ¿Tommy? -dijo parpadeando.

– ¡Sí! -respondió el hombre con impaciencia-. Tommy el ciego, bueno el que hace que es ciego. Y me parece que medio lo es.

– ¿Y dónde lo encontraré? -Haciendo como que no se tragaba algo, tal vez podría encontrar a qué aferrarse.

No podía descubrir que ignoraba algo que habría debido saber ni tampoco conformarse con datos que resultaran inútiles de puro vagos.

– ¿Encontrarlo usted? -El hombre sonrió con aire condescendiente ante semejante ocurrencia-. Usted no lo encontraría en su vida y no le conviene buscarlo porque es peligroso. Vive en las barracas y tan seguro como que en el infierno hay fuego que, como no vaya acompañado, le agujerean la barriga, vamos. Yo lo acompañaré.

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