Anne Perry - El Rostro De Un Extraño

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Su nombre es William Monk, su profesión, detective de la policía. Eso, al menos, es lo que le dicen cuando despierta en un hospital londinense, ya que él no recuerda nada. Al parecer, el carruaje en que viajaba volcó y como consecuencia de este accidente el cochero murió y él quedó malherido. Tras pasar tres semanas inconsciente y otras tantas de convalecencia, Monk recupera la salud, pero no la memoria. Su primer caso cuando se reincorpora en el cuerpo de policía es el brutal asesinato de Joscelin Grey, un héroe de la guerra de Crimea que fue golpeado hasta morir en sus aposentos. Se trata de un asunto delicado, pues la familia de la víctima no está dispuesta a que un simple plebeyo hurgue en sus intimidades. Sin embargo, Monk no se deja amilanar y, mientras busca una clave que ilumine su propio pasado, empieza a investigar entre las amistades de Grey.

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Llegado a aquel punto, tuvo que interrumpir sus reflexiones. Evan había vuelto, y traía el rostro contraído por la ansiedad.

– ¡Fue Runcorn! -Monk se precipitó hacia aquella conclusión, aterrado de pronto como un hombre que se viera enfrentado a un atacante.

Evan negó con la cabeza.

– No, eran dos hombres que no he podido identificar a partir de la descripción de Grimwade. Según él eran policías y le enseñaron los papeles antes de entrar.

– ¿Los papeles? -repitió Monk.

Habría sido una estupidez preguntar qué aspecto tenían; si no recordaba a los hombres de su propio departamento, ¿cómo iba a reconocer los de los demás?

– Sí. -Era evidente que Evan seguía ansioso-. Dice que llevaban papeles de identificación iguales que los nuestros.

– ¿Sabe si eran de nuestra comisaría?

– Sí, señor -le dijo Evan con el rostro contraído-, pero no se me ocurre quiénes pudieran ser. De todos modos, ¿por qué habría de enviar Runcorn a otros agentes? ¿Por qué motivo?

– Supongo que es pedir demasiado imaginar que dieron sus nombres.

– Me temo que Grimwade no les prestó mucha atención.

Monk dio media vuelta y siguió escaleras arriba, disimulando para que Evan no advirtiera que estaba preocupado. Ya en el rellano, metió en la cerradura la llave que le había dado Grimwade y abrió la puerta del piso de Grey. El pequeño vestíbulo estaba exactamente igual que la última vez y notó que le producía una desagradable sensación de familiaridad, el presentimiento de lo que habría más allá.

Notó inmediatamente la presencia de Evan detrás de él. Estaba pálido y sus ojos eran sombríos, pero Monk sabía que la causa de su angustia era Runcorn y los dos hombres que habían estado en la casa, no su sensibilidad ante la violencia que todavía flotaba en el aire.

No había razón para andarse ahora con vacilaciones. Abrió la segunda puerta.

Sintió una especie de suspiro prolongado detrás de él, junto a su hombro casi. Era Evan, que dejaba escapar su aliento ruidosamente por la sorpresa.

En la habitación reinaba el más absoluto desorden; el escritorio estaba volcado y todo su contenido amontonado en un rincón. Era evidente por la colocación de los papeles que habían sido revisados uno por uno. Las sillas también estaban por el suelo, una patas arriba, y tenían los asientos arrancados. El sofá había sido destripado con un cuchillo y se había extraído de él todo el relleno. Los cuadros también estaban por el suelo y tenían levantado el dorso.

– ¡Dios mío! -exclamó Evan, estupefacto.

– Esto no es obra de la policía, diría yo -dijo Monk con voz tranquila.

– Pero Grimwade me ha dicho que llevaban papeles -protestó Evan- y que él los leyó.

– ¿No ha oído hablar nunca de copistas?

– ¿Falsificadores? -preguntó Evan con voz cansina-. Claro, Grimwade habría sido incapaz de detectar la superchería.

– Si el copista es muy bueno, tampoco la detectaría usted. -Monk puso cara de vinagre.

Había falsificaciones tan buenas de declaraciones juradas, de cartas o de recibos, que engañaban incluso a los que supuestamente las habían emitido. En su forma más sofisticada, alimentaba un comercio complejo y lucrativo; en la más baja, era una forma precaria de ganarse la vida o de engañar a los analfabetos o a los poco avisados.

– ¿Quién habrá sido? -Evan pasó por delante de Monk y contempló todo aquel estropicio-. ¿Y qué diablos andarían buscando?

Los ojos de Monk vagaron por los estantes donde antes había objetos decorativos.

– Aquí encima antes había un azucarero de plata. -Señaló el sitio con el dedo-. Mire si está en el suelo, debajo de los papeles. -Se volvió lentamente-. Y sobre aquella mesa había un par de objetos de jade. En aquel nicho había dos cajas de rapé, una tenía la tapadera con incrustaciones taraceadas. Y mire en el aparador, en el segundo cajón había plata.

– ¡Qué memoria increíble la suya! Yo no me había fijado en nada de lo que dice. -Evan estaba impresionado, sus ojos brillantes reflejaron su admiración, después se arrodilló y comenzó a revisar con la máxima atención todo lo que se ocultaba debajo de aquel desbarajuste, sin mover nada de su sitio, sólo levantándolo lo suficiente para explorar lo de debajo. Hasta el propio Monk estaba sorprendido de lo que había dicho. No recordaba haber observado con tanto detalle todas aquellas nimiedades. Era evidente que se había fijado en las señales de la lucha, las manchas de sangre, el desorden de los muebles, los desconchados de la pintura y los cuadros que colgaban torcidos de las paredes, pero en este preciso momento no recordaba haberse fijado en el cajón del aparador y, en cambio, en su imaginación veía la plata, cuidadosamente ordenada en los compartimentos forrados de gamuza verde del interior.

¿No lo habría visto en algún otro sitio? ¿No estaría confundiendo esta habitación con otra, este elegante aparador con alguno que había visto en otro momento de su pasado, perteneciente a otra persona? ¿Tal vez a Imogen Latterly?

Tenía que desterrar de sus pensamientos a Imogen de una vez por todas, por más fácilmente, por más agradablemente que irrumpiera en ellos. Imogen era un sueño, la plasmación de sus recuerdos y de sus anhelos. No podía haberla conocido tan bien como para conocer de ella otra cosa que su encanto, su abatimiento, el valor que demostraba sobreponiéndose a él, la solidez de su lealtad.

Se obligó a pensar en el presente. Evan estaba registrando el aparador que había desencadenado sus recuerdos.

– No es más que el resultado de la práctica -replicó lacónicamente, pese a que ni él se lo explicaba-. También usted adquirirá ese don. Quizá no sea el segundo cajón, mejor que mire en todos.

Evan le obedeció mientras Monk volvía a revolver el montón que estaba en el suelo y comenzaba a abrirse camino en medio de todo aquel batiburrillo buscando algo que le revelara el porqué o arrojara alguna luz al respecto.

– Aquí no hay nada -dijo Evan cerrando el cajón con una mueca de desagrado en los labios-, pero es el lugar que le corresponde, con todas los huecos y forrado de paño. ¿Tanto alboroto por una docena de cubiertos de plata? Quizás esperaban encontrar más cosas. ¿Dónde ha dicho que estaba el jade?

– Allí. -Monk pasó por encima de un montón de papeles y de cojines hasta llegar a un estante vacío, después se preguntó con una sensación de malestar cómo podía saberlo y cuándo lo había visto.

Se agachó y revisó cuidadosamente todo lo que estaba desparramado por el suelo, volviendo a dejarlo tal como lo había encontrado. Evan le miraba.

– ¿Voló el jade?

– Sí, ha desaparecido -dijo Monk irguiéndose-, pero cuesta creer que unos vulgares ladrones corrieran con las molestias y los gastos que supone falsificar unos documentos de identificación policial a cambio de unas cuantas piezas de plata, Unos objetos decorativos de jade y creo que un par de cajas de rapé. -Echó una mirada a su alrededor-. De todos modos, no podían llevarse mucho más sin delatarse. De haberse llevado cosas como muebles o cuadros habrían despertado las sospechas de Grimwade.

– ¡Pero la plata y el jade deben de tener su valor!

– No mucho, una vez el perista se ha quedado con su parte. -Monk permaneció un momento observando todo aquel montón de objetos desparramados por el suelo e imaginó las prisas frenéticas y el ruido desaforado que habrían tenido que hacer-. La verdad, no valía la pena -dijo, pensativo- y habría sido mucho más fácil dar el palo en un sitio que no le interesara a la policía. No, buscaban otra cosa, la plata y el jade son una propina. Además, ¿sabe de algún ladrón profesional que deje un caos como éste?

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