Al día siguiente por la mañana se despertó tarde y encontró a la señora Worley que llamaba a su puerta. La hizo pasar y la mujer le dejó el desayuno sobre la mesa, exhalando al mismo tiempo un suspiro y haciendo un movimiento con la cabeza. Tuvo que desayunar antes de vestirse ya que de lo contrario se le habría enfriado el desayuno. Después reanudó la búsqueda de rastros de su personalidad, que fue una vez más, infructuosa, nada que fuese más allá de sus objetos personales inmaculados y más bien caros. Todo aquello no le decía sino que tenía buen gusto, aunque más bien convencional. ¿Sería, quizá, que le gustaba que lo admirasen? ¿De qué servía la admiración, sin embargo, si era admiración por el coste o el buen gusto de determinadas pertenencias? ¿Era un hombre superficial? ¿Vanidoso? ¿O alguien que buscaba una seguridad que no sentía, que pretendía encontrar un lugar en un mundo que no creía que lo aceptase?
Hasta la misma habitación donde vivía era impersonal, con un mobiliario tradicional y unos cuadros sentimentaloides. ¿Sería que correspondían más a los gustos de la señora Worley que a los suyos?
Después de comer se vio obligado a inspeccionar los últimos sitios que le quedaban: los bolsillos de sus otros trajes y las chaquetas colgadas del armario. En la de mejor calidad, una chaqueta de vestir de muy buen corte, encontró un trozo de papel y, desdoblándolo con mucho cuidado, vio que se trataba de una hoja impresa que anunciaba unas vísperas en una iglesia que no conocía.
Quizá no estaba lejos. Vio brillar un rayo de esperanza. A lo mejor era miembro de alguna congregación religiosa. En ese caso el ministro lo conocería. Quizás allí tuviera amigos, un credo, tal vez incluso un cargo o algún tipo de ocupación. Volvió a doblar con cuidado la hoja de papel y la dejó en el escritorio, después entró en el dormitorio para lavarse, afeitarse y ponerse sus mejores galas, incluida la chaqueta de la que había sacado la hoja en cuestión. A las cinco de la tarde estaba preparado y bajó para preguntar a la señora Worley si sabía dónde estaba la iglesia de St. Marylebone.
Se llevó una gran desilusión al ver que ella mostraba la más absoluta ignorancia al respecto. Hervía por dentro a causa de esta contrariedad. La señora Worley habría debido conocer las señas, pero la expresión plácida e indiferente de su rostro demostraba bien a las claras que las ignoraba.
Ya estaba a punto de discutir con ella y de decirle a gritos que habría debido saber lo que le preguntaba cuando se dio cuenta de lo necio que habría sido actuando de ese modo, ya que sólo habría conseguido irritarla y alejar a una amiga cuando tan necesitado de amigos estaba.
La mujer lo miraba fijamente con el rostro enfurruñado.
– ¡Vaya, veo que se ha molestado! Déjeme que pregunte a mi marido, que conoce mejor que yo la ciudad. Por descontado que debe de estar en Marylebone Road, pero no sé el lugar exacto. La calle es larga, ¿sabe usted?
– Gracias -dijo con precaución, sintiéndose ridículo-, pero se trata de algo muy importante.
– Va a una boda, ¿verdad? -le dijo mirando la chaqueta negra e impoluta-. Lo que a usted le hace falta es un buen cochero que conozca el camino y lo lleve al sitio directamente y rápido, ¿no le parece?
Era una respuesta obvia y se preguntó por qué no se le había ocurrido. Le dio las gracias y, después de informarse con el señor Worley, que dijo que debía de encontrarse enfrente de York Gate, salió a buscar un coche.
Las vísperas ya habían empezado cuando subió de prisa las escaleras y entró en la sacristía. Oía las voces que se elevaban en el aire entonando el primer himno, más respetuoso que alegre. ¿Era un hombre religioso? Quizás habría sido más adecuado preguntar: ¿lo había sido? Era un hecho que en aquel momento no se sentía reconfortado ni abrigaba tampoco un sentimiento de reverencia, sólo de admiración ante la belleza sencilla de la arquitectura del templo.
Entró con rapidez, procurando pisar con los costados de sus relucientes botas al andar a fin de no hacer ruido. Se volvieron una o dos cabezas en señal de protesta, pero él las ignoró y se deslizó en el último banco y tanteó a su alrededor para dar con el libro de himnos.
No encontraba familiar el ambiente; podía seguir el himno porque la tonada era sencilla, sembrada de frases musicales corrientes. Se arrodillaba cada vez que veía arrodillarse a los demás y se levantaba cuando los demás se levantaban. Pero no sabía responder.
Cuando el ministro subió al pulpito para iniciar el sermón, Monk lo miró con atención mientras escudriñaba en su memoria para hallar algún indicio capaz de inducir el recuerdo. ¿Y si iba a ver a aquel hombre y le confesaba la verdad? ¿Si le pedía que le dijese todo lo que sabía de él? La voz sonaba monótona, emitía un lugar común tras otro. La benignidad del tono era evidente, pero estaba tan pendiente de las palabras que resultaba casi incomprensible. Monk iba hundiéndose cada vez más en aquella situación de impotencia en la que se encontraba. Parecía que el hombre ni siquiera era capaz de seguir el hilo conductor que enlazaba una frase con otra, ya no digamos entender la naturaleza y pasiones de su Grey.
Una vez entonado el último amén, Monk vio salir a los feligreses con la esperanza de que alguno removiera su memoria o, mejor aún, le dirigiera la palabra.
Ya estaba a punto de renunciar a aquella esperanza cuando se fijó en una mujer joven vestida de negro, esbelta y de estatura mediana, los negros cabellos peinados suavemente hacia atrás dejando al descubierto un rostro casi luminoso, unos ojos oscuros, una piel delicada y una boca de labios gruesos y generosos. No era el rostro de una persona débil, sino capaz tanto de romper a reír a carcajadas como de sumirse en la desesperación. Su forma de andar era grácil, lo que indujo a Monk a observarla.
Cuando la joven llegó a su altura pareció advertir su presencia y se volvió. Con los ojos muy abiertos, vaciló un momento y contuvo el aliento como si fuera a hablar.
Monk aguardó mientras sentía que la esperanza iba creciendo en su interior. Al mismo tiempo notaba una excitación absurda, tenía la impresión de que estaba a punto de ocurrir algo.
Pero fue un momento fugaz que se desvaneció enseguida y, como si la muchacha hubiera recuperado el dominio de sí misma, levantó un poco la barbilla, se recogió la falda en un gesto innecesario y continuó su camino.
Monk la siguió, pero ya se había perdido entre un grupo de personas, dos de las cuales, también vestidas de negro, al parecer iban con ella. Una de las personas era un hombre alto y rubio de unos treinta y cinco años, tenía suaves cabellos, nariz larga y porte severo; la otra era una mujer, se mantenía muy erguida y sus facciones denotaban un carácter fuerte. Los tres salieron a la calle y se quedaron esperando algún vehículo. Ninguno de los tres se volvió para mirarlo.
Monk regresó en coche a su casa sumido en un mar de confusiones, con una sensación de miedo y también de una loca y turbadora esperanza.
Sin embargo, el lunes por la mañana Monk llegó sin aliento y un poco tarde, no estaba en vena de iniciar la investigación en torno a Yeats y a su visitante. Runcorn estaba en su despacho y se paseaba de un lado a otro agitando un papel azul en la mano. Se paró y giró en redondo así que oyó las pisadas de Monk.
– ¡Ah! -exclamó blandiendo el papel con viva indignación pintada en el rostro, el ojo izquierdo casi cerrado.
Los buenos días que estaba a punto de darle Monk murieron en sus labios.
– Una carta procedente de las altas esferas. -Runcorn agitó el papel azul-. Los poderes vuelven a estar detrás de nosotros. Lady Shelburne, la viuda, ha escrito a sir Willoughby Gentry y ha comunicado al mencionado miembro del Parlamento -dio a cada vocal todo el volumen de desdén que le permitía el cuerpo- que no está satisfecha con la manifiesta ineficiencia de Fuerzas de la Policía Metropolitana en la detención del vil asesino que tan horriblemente asesinó a su hijo en su propia casa. Nada disculpa nuestra dilación ni nuestra actitud de desinterés, ni nuestra completa incapacidad de señalar a los culpables.
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