Anne Perry - El Rostro De Un Extraño

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El Rostro De Un Extraño: краткое содержание, описание и аннотация

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Su nombre es William Monk, su profesión, detective de la policía. Eso, al menos, es lo que le dicen cuando despierta en un hospital londinense, ya que él no recuerda nada. Al parecer, el carruaje en que viajaba volcó y como consecuencia de este accidente el cochero murió y él quedó malherido. Tras pasar tres semanas inconsciente y otras tantas de convalecencia, Monk recupera la salud, pero no la memoria. Su primer caso cuando se reincorpora en el cuerpo de policía es el brutal asesinato de Joscelin Grey, un héroe de la guerra de Crimea que fue golpeado hasta morir en sus aposentos. Se trata de un asunto delicado, pues la familia de la víctima no está dispuesta a que un simple plebeyo hurgue en sus intimidades. Sin embargo, Monk no se deja amilanar y, mientras busca una clave que ilumine su propio pasado, empieza a investigar entre las amistades de Grey.

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– Tiene usted razón. Déjelo para el lunes. Hace casi siete semanas que sigue en su casa, no es una pista muy interesante.

La sonrisa de Evan se hizo más franca aún.

– Gracias, señor. Tenía otros planes para el domingo. -Se levantó-. Que pase un buen fin de semana. Buenas noches.

Monk lo vio salir con la impresión de que algo se le escapaba. Era una tontería. Como era lógico, Evan tendría amigos, familia incluso y también cosas interesantes que hacer, quizás una mujer. Jamás se había parado a pensarlo. En cierto modo aquello venía a añadirse a su sensación de aislamiento. ¿Cómo pasaba el tiempo normalmente? ¿Tenía amigos ajenos a su trabajo, algún entretenimiento o pasatiempo? Tenía que haber más cosas debajo del hombre pertinaz y ambicioso que había descubierto dentro de sí hasta el momento.

Seguía hurgando inútilmente en su imaginación cuando oyó unos golpes en la puerta, unos golpes apresurados pero no demasiado insistentes, como si la persona que llamaba desease que no le respondiese para así marcharse sin tener que entrar.

– ¡Adelante! -gritó, con voz estentórea, Monk.

Se abrió la puerta y entró un muchacho robusto. Llevaba uniforme de policía. La mirada era ansiosa pero el rostro agradable y de tinte rosado.

– ¿Qué hay? -preguntó Monk. El joven carraspeó.

– Señor Monk…

– ¿Qué hay? -repitió Monk.

¿Conocía a aquel hombre? A juzgar por su expresión circunspecta, en el pasado debía de existir algún hecho importante para ambos, por lo menos para aquel joven. Estaba de pie en el centro de la habitación, parado pero descargando alternativamente el peso del cuerpo de un pie a otro. La mirada de Monk y su silencio hacían que se sintiera peor.

– ¿Puedo ayudarle en algo? -Monk trató de imprimir un tono afable a su voz-. ¿Tiene algo que decirme?

Habría dado cualquier cosa por recordar su nombre.

– No, señor… quiero decir sí, señor. Tengo que hacerle una consulta. -Hizo una inspiración profunda-. Esta tarde se ha recibido la información de que en casa de un prestamista ha aparecido un reloj… y he pensado que a lo mejor podía tener algo que ver con el caballero que asesinaron… ya que no se le localizó el reloj, sólo una cadena, ¿verdad, señor?

Sostenía en la mano un trozo de papel con una nota escrita con la actitud de quien espera que estalle de un momento a otro.

Monk cogió el papel y le echó una ojeada. Se trataba de la descripción de un reloj de oro de caballero con las iniciales}. G. grabadas con muchos ornamentos en la tapa del mismo. En el interior del reloj no había ninguna inscripción.

Levantó los ojos para mirar al agente.

– Gracias -dijo con una sonrisa-. Podrían ser muy bien… sus iniciales. ¿Qué otra cosa sabe sobre el particular?

El agente se quedó como la grana.

– Poco más, señor Monk. El hombre jura y perjura que la persona que lo empeñó era uno de sus clientes habituales, pero no porque lo diga vamos a creerlo, ¿no le parece, señor? Lo que pasa es que no quiere verse mezclado en ningún asesinato.

Monk volvió a echar una mirada al papel. En el mismo figuraba el nombre y la dirección del prestamista, lo que podía comprobar cuando se le antojase.

– No, miente sin duda -admitió-. Pero de todos modos podríamos enterarnos de algo si demostramos que se trata efectivamente del reloj de Grey. Gracias… ha sido usted muy perspicaz. ¿Puedo quedarme con el papel?,

– Sí, señor, no nos hace ninguna falta, tenemos muchos otros contra él.

El color rosa encendido de su cara dejaba ver su evidente satisfacción y su considerable sorpresa. Pero seguía clavado en el sitio.

– ¿Hay algo más? -preguntó Monk levantando las cejas.

– ¡No, señor! No hay nada más. Gracias, señor -dijo el agente girando sobre sus talones y saliendo con aire marcial, aunque tropezó en el umbral de la puerta al salir y titubeó antes de enfilar el pasillo.

Casi de inmediato volvió a abrirse la puerta y entró un sargento nervudo con bigote negro.

– ¿Se encuentra usted bien, señor? -preguntó a Monk al verlo con el ceño fruncido.

– Sí. ¿Qué le pasa a… él?

Hizo un gesto con la mano indicando la figura del agente que acababa de salir, deseoso de saber cómo se llamaba.

– ¿Harrison?

– Sí.

– Nada… le pasa que tiene miedo de usted. Eso es lo que le pasa. De todos modos, no tiene nada de extraño teniendo en cuenta el rapapolvo que usted le pegó delante de toda la comisaría cuando se le escapó aquel estafador… lo que, de hecho, no fue culpa suya porque es un contorsionista acabado. Era más difícil de agarrar que un cerdo untado de grasa. Y como le hubiéramos roto el cuello, el rapapolvo habría sido para nosotros.

Monk estaba confundido. No sabía qué decir. ¿Había sido realmente injusto con el chico o había motivos sobrados para decirle lo que le había dicho? A juzgar por las palabras del sargento, parecía como si hubiera mostrado una crueldad gratuita con el muchacho, pero sólo tenía una versión del caso, no había nadie que lo defendiera, que diera las explicaciones debidas, que justificara sus razones y dijera lo que a lo mejor él sabía y quizá los demás no.

Y por mucho que se devanara los sesos, tenía la cabeza en blanco, si no recordaba siquiera el rostro de Harrison, ya no digamos ningún detalle en relación con el incidente.

Se sentía estúpido allí sentado, con los ojos levantados hacia la mirada crítica del sargento, que era evidente que no sentía la más mínima simpatía hacia él por estimar que se había portado de manera injusta en aquella ocasión.

¡Monk estaba ansioso por encontrar una explicación! Quería saber, sobre todo para comprenderse. ¿Cuántos otros incidentes como éste iban a surgir aún, cosas que había hecho y que parecían feas vistas desde fuera, para alguien que no conocía su participación en el caso?

– ¿Señor Monk?

Monk volvió rápidamente a la realidad.

– Sí, sargento.

– He pensado que le gustaría saber que hemos atrapado al desalmado que mató al viejo Billy Marlowe. Lo colgarán, seguro. ¡Vaya elemento!

– ¡Oh, muchas gracias! Han hecho un buen trabajo.

No tenía ni idea de qué le estaba hablando el sargento, pero era evidente que se suponía que estaba al corriente del caso.

– Muy bien -añadió.

– Gracias, señor.

El sargento se irguió, después dio media vuelta y salió, cerrando la puerta con un sonoro chasquido. Monk prosiguió su trabajo.

Una hora más tarde abandonó la comisaría y recorrió lentamente las aceras húmedas y oscuras en dirección a Grafton Street.

Por lo menos las habitaciones de la señora Worley ya empezaban a hacérsele familiares. Sabía dónde estaban las cosas y, aún mejor, ello le proporcionaba sensación de intimidad. Allí no lo molestaba nadie, nadie se entrometía en el tiempo que se entregaba a la reflexión para intentar dar con una pista.

Después de comer el estofado de cordero acompañado de bolitas de pasta, caliente y reconfortante, aunque a decir verdad un poco pesado, dio las gracias a la señora Worley cuando le recogió la bandeja, la vio bajar con ella las escaleras y después volvió a revisar su escritorio. Las facturas iban a serle de poca utilidad, difícilmente podía ir al sastre y decirle:

– ¿Quién soy? ¿Qué cosas me gustan? ¿A usted le gusto o no le gusto y por qué?

Una de las pocas cosas que le satisfacían era que, al parecer, había sido puntual en el pago de las facturas, no había recordatorios de deuda y todos los recibos llevaban una fecha muy poco posterior a la de la factura. Por lo menos se había enterado de una cosa, aunque de poca importancia: era metódico.

Las cartas personales de Beth le revelaron muchas cosas acerca de ella: su simplicidad, su afecto espontáneo, toda una vida dedicada a lo pequeño. No hablaba en ellas de penalidades ni de inviernos rigurosos, tampoco de naufragios ni de hombres que se entregaban al salvamento. Las inquietudes que sentía por su hermano provenían de lo más profundo de sus sentimientos y no parecían esperar reconocimiento alguno. Se limitaba a transmitirle su afecto y su interés por él y daba por sentado que los sentimientos de su hermano eran iguales que los suyos. Él sabía sin necesidad de pruebas más evidentes que era porque él no le había dicho nada, ni siquiera le había escrito con regularidad. Le desagradaba pensar en ello, le producía una profunda vergüenza. Le escribiría pronto, redactaría una carta con visos suficientes de credibilidad, a lo mejor conseguía así una respuesta de ella que le revelase más cosas.

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