– ¿Ah, sí?
Monk escogió otro sillón de respaldo duro para no estar a un nivel inferior al de Scarsdale.
– Sí, por supuesto, una familia muy antigua -explicó Scarsdale con fruición-. Lady Shelburne, viuda de lord Shelburne, era la hija mayor del duque de Ruthven… o eso creo. Si no era ese ducado era otro de nombre parecido.
– Hábleme de Joscelin Grey -le recordó Monk.
– ¡Ah, era un tipo muy cordial! Fue oficial en Crimea, no me acuerdo de qué regimiento, pero sé que poseía un brillante historial militar -asintió vigorosamente-. Creo que me dijo que lo habían herido en Sebastopol y había pasado a la reserva. Tenía una ligera cojera, el pobre, aunque no lo afeaba, si quiere que le sea franco. Era muy bien parecido y tenía un gran encanto, gustaba mucho a la gente, ¿sabe usted?
– ¿La familia es rica?
– ¿Los Shelburne? -A Scarsdale pareció divertirle la ignorancia de Monk, se veía que estaba recuperando su aplomo-. ¡Y tan rica! Pero supongo que usted ya lo sabe… bueno, quizá no. -Miró a Monk de arriba abajo con aire despectivo-. Por supuesto que todo el dinero fue a parar al hijo mayor, el actual lord Shelburne. Ya se sabe, siempre ocurre igual, toda la fortuna es para el hijo mayor, incluso el título. De este modo no se fragmenta el patrimonio, de lo contrario quedaría todo desperdigado, ¿comprende usted? La propiedad perdería todo su poder.
Monk reprimía el deseo de demostrarle que no necesitaba lecciones y de que estaba perfectamente al corriente de las leyes que rigen la primogenitura.
– Sí, gracias. ¿De dónde procedía el dinero de Joscelin Grey?
Scarsdale agitó las manos, pequeñas pero con gruesos nudillos y uñas muy cortas.
– Pues de ganancias de negocios, supongo. No creo que tuviera mucho dinero, pero tampoco estaba necesitado. Siempre iba muy bien vestido. La indumentaria de una persona dice mucho de ella, ¿sabe usted?
Volvió a mirar a Monk torciendo ligeramente los labios, pero al percatarse de la calidad de la chaqueta de Monk y de la porción de la camisa que quedaba a la vista cambió de opinión y sus ojos reflejaron cierta confusión.
– Que usted supiera, este señor no estaba ni casado ni comprometido, ¿no es así?
Monk lo dijo con una cara muy seria, con la que disimuló en parte su satisfacción.
Scarsdale pareció sorprendido ante su ineficiencia.
– ¿Será posible que no lo sepa?
– Sí, sabemos que no mantenía ninguna relación de tipo oficial -dijo Monk apresurándose a enmendar el error-, pero usted se encuentra en unas circunstancias favorables para saber si existía alguna relación, alguna persona en la que él tuviera… algún interés.
Las comisuras de los gruesos labios de Scarsdale se torcieron hacia abajo.
– Si se refiere a una relación de conveniencia, no estoy enterado, aparte de que las personas de buena cuna no indagan en los gustos personales… o acomodos de otro caballero.
– No, no me refiero a una relación con intereses de tipo económico -respondió Monk no sin una sombra de desdén-, sino a alguna señora a la que pudiera haber… admirado… o incluso cortejado.
La indignación que hizo presa en Scarsdale le hizo subir los colores.
– Que yo sepa, no.
– ¿Era jugador?
– No tengo ni idea. Tampoco yo lo soy, aunque algunas veces juego con amigos, por supuesto, aunque Grey no se contaba entre ellos. No he oído nunca ningún comentario al respecto, si es a esto a lo que se refiere.
Monk comprendió que aquella tarde no le sacaría más y, además, estaba cansado. Por otra parte, su propio misterio personal pesaba como una losa sobre sus pensamientos. ¡Qué extraño que el vacío pudiera ser tan acaparador! Se puso en pie.
– Gracias, señor Scarsdale. Si se entera de algo que pueda arrojar alguna luz sobre los últimos días de vida del comandante Grey o si sabe de alguien que pudiera desearle algún mal, espero que nos lo haga saber. Cuanto antes detengamos al sujeto que buscamos, más seguros estaremos todos.
También Scarsdale se puso en pie, ahora con el rostro tenso ante aquel sutil y desagradable recordatorio del hecho ocurrido en su mismo rellano y que había amenazado su seguridad mientras él estaba en su casa.
– Sí, naturalmente -dijo en tono algo perentorio-. Y ahora, si tiene la bondad de permitirme que me cambie de ropa, tengo que ir a una cena, como ya le he dicho.
Cuando Monk llegó a la comisaría encontró a Evan que lo estaba esperando. Se sorprendió al ver que se alegraba tanto de verlo. ¿Habría sido siempre ahora vivía en el aislamiento del recuerdo, de todo lo que podía haber sido amor o afecto en su vida? ¿No tendría un amigo en alguna parte, alguien con quien hubiera compartido penas y alegrías o cuando menos vivido unas experiencias comunes? ¿No habría habido ninguna mujer, en épocas pasadas si no recientes, algún tesoro de ternura, de risas o de lágrimas? De no ser así, quería decir que era una persona desabrida. ¿No habría tal vez alguna tragedia en su vida? ¿O algún agravio?
Sobre él se cernía la nada amenazando con engullir la precariedad del presente. No le quedaba siquiera el consuelo de la costumbre.
El rostro atento de Evan, todo nariz y ojos, era en extremo afable.
– ¿Ha encontrado algo, señor? Se levantó enseguida de la silla en la que estaba sentado.
– No mucho -respondió Monk con una voz de pronto más alta y firme que lo que justificaban las palabras-. No es probable que pudiera entrar nadie sin ser advertido, a excepción del hombre que visitó a Yeats alrededor de las diez menos cuarto. Dice Grimwade que era un hombre corpulento y que iba muy arrebujado en su ropa, lo que me parece lógico dada la noche que hacía. Según él, lo vio salir hacia las diez y media. Lo había acompañado hasta arriba, pero no lo vio de cerca y no cree que pudiera reconocerlo.
El rostro de Evan denotaba una mezcla de excitación y de decepción.
– ¡Maldita sea! -estalló-. ¿Podría haber sido cualquiera, entonces? -Observó a Monk con rapidez-. Por lo menos sabemos exactamente cómo entró. Esto es importante. ¡Felicidades, señor!
Monk sintió que se le levantaba el ánimo. Sabía que la reacción no estaba justificada porque, en realidad, se trataba de un paso muy pequeño. Se sentó en la silla detrás del escritorio.
– Medía alrededor de metro ochenta-reiteró-. Moreno y quizá con la cara afeitada. Supongo que esto limita un poco las posibilidades.
– Las limita enormemente, señor -exclamó Evan, entusiasmado, volviendo a ocupar su asiento-. Por lo menos ahora sabemos que no se trataba de un ladrón ocasional. Si visitó a Yeats o dijo que iba a visitarlo es porque lo tenía planeado y se había tomado la molestia de estudiar el edificio. Sabía qué otras personas vivían en él. Y, por supuesto, está también Yeats. ¿Lo ha visto?
– No, no estaba, pero me gustaría enterarme de algunas otras cosas sobre él antes de ir a verle.
– Sí, sí, claro. Supongo que, si sabe algo, lo más probable es que lo niegue. -El rostro de Evan reflejaba ansiedad y hasta su cuerpo parecía tenso bajo la elegante chaqueta que llevaba, como si estuviese esperando que sucediese algún hecho repentino allí mismo, en la propia comisaría-. El cochero está fuera de toda sospecha, esto por descontado. Se trata de una persona perfectamente respetable y hace veinte años que trabaja en esta zona, está casado y tiene siete u ocho hijos. Jamás ha habido quejas contra él.
– Sí -confirmó Monk-, Grimwade dijo que no lo vio entrar en el edificio, cree incluso que no bajó del pescante.
– ¿Qué quiere que haga con este Yeats? -preguntó Evan, con una leve sonrisa que le curvó los labios-. Mañana es domingo, no es buen día para visitas.
Monk lo había olvidado.
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