Anne Perry - El Rostro De Un Extraño

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El Rostro De Un Extraño: краткое содержание, описание и аннотация

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Su nombre es William Monk, su profesión, detective de la policía. Eso, al menos, es lo que le dicen cuando despierta en un hospital londinense, ya que él no recuerda nada. Al parecer, el carruaje en que viajaba volcó y como consecuencia de este accidente el cochero murió y él quedó malherido. Tras pasar tres semanas inconsciente y otras tantas de convalecencia, Monk recupera la salud, pero no la memoria. Su primer caso cuando se reincorpora en el cuerpo de policía es el brutal asesinato de Joscelin Grey, un héroe de la guerra de Crimea que fue golpeado hasta morir en sus aposentos. Se trata de un asunto delicado, pues la familia de la víctima no está dispuesta a que un simple plebeyo hurgue en sus intimidades. Sin embargo, Monk no se deja amilanar y, mientras busca una clave que ilumine su propio pasado, empieza a investigar entre las amistades de Grey.

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– No, a menos que esté enfermo -hubo de admitir-. Hoy es un buen día para los cocheros. No hay quien vaya andando con este tiempecito si puede pagarse el trayecto en coche. -Parecía satisfecho de la observación que acababa de hacer, ya que sonaba inteligente e indicaba sentido común-. Le enviaremos una citación para que se pase por comisaría. De todos modos, no creo que agregue nada a lo que ya declaró. -Y con sonrisa sarcástica añadió-: ¡A menos que fuera él quien matara a Grey!

Evan clavó en él sus ojos sorprendidos y se quedó mirándolo fijamente, como si por un instante hubiera llegado a dudar de si hablaba o no en broma. Hasta el propio Monk pareció dudarlo un momento. No había motivos para creer en lo que había dicho el cochero. Podían haberse cruzado palabras violentas entre los dos, una discusión ridícula, tal vez por algo tan irrelevante como el importe del trayecto. Quizás el cochero había acompañado a Grey escaleras arriba para ayudarle a llevar alguna caja o paquete, había visto el piso, las comodidades, las dimensiones, los ornamentos y, dejándose llevar por un acceso de envidia, había atacado a Grey. También era posible que el cochero estuviese borracho; no era el primer cochero que se protegía contra el frío, la lluvia y las lar gas horas de trabajo abusando de la bebida. ¡Que Dios los ayudase, porque eran muchos los que morían de bronquitis o de tuberculosis!

Evan seguía mirándolo, como indeciso.

Monk levantó la voz para exponer sus últimas ideas.

– Debemos asegurarnos a través del portero de que Grey entró realmente solo en su casa. Al portero pudo pasarle inadvertida la presencia de un cochero llevando un paquete. Hay personajes que son invisibles, entre ellos los carteros; estamos tan acostumbrados a verlos que, aunque los ojos los perciban, el cerebro no los registra.

– Es posible. -En la voz de Evan parecía irse consolidando aquella idea-. Podría ser que recogiese datos para otra persona, anotase direcciones o trayectos caros, localizase posibles víctimas por encargo de alguien. ¿No sería ése un segundo empleo bien pagado?

– En efecto. -Monk estaba quedándose helado después de tanto rato de pie en el bordillo-. En cualquier caso, mejor que la de un muchacho que hace de barrendero porque él puede ver el interior de una casa, pero peor en lo tocante a saber cuándo la víctima está fuera. Si su plan era éste, no hay duda de que se equivocó con Grey. -Se estremeció de frío-. Quizá sería mejor hacerle una visita que enviarle una citación; podría ponerse nervioso. Está haciéndose tarde. ¿Y si tomamos un bocado en la taberna del barrio y nos enteramos de los cotilleos? Después usted podría volver por la tarde a la comisaría y averiguar si se sabe algo del cochero, en qué concepto lo tiene la gente… si sabemos quién es, por ejemplo, y quiénes son sus compañeros. Yo volveré a hablar con el portero y, a ser posible, con algún vecino.

La taberna del barrio resultó ser un sitio agradable y ruidoso donde les sirvieron con impecable cortesía una cerveza y un bocadillo, aunque los observaron con desconfianza por el hecho de ser desconocidos y, a juzgar por su indumentaria, policías. No se abstuvieron de hacer algún comentario capcioso, pero quedó muy claro que Grey no frecuentaba la casa y que en ella no le tenían una especial simpatía, sólo sentían ese interés general por lo macabro que despierta siempre el asesinato.

A la salida Evan volvió a la comisaría y Monk a Mecklenburg Square a fin de entrevistarse de nuevo con Grimwade. Comenzó por el principio.

– Sí, señor -dijo Grimwade armándose de paciencia-. El comandante Grey llegó alrededor de las seis y cuarto o tal vez un poco antes y a mí me pareció que tenía el aspecto de siempre.

– ¿Llegó en coche? -Monk quería asegurarse de que no había inducido al hombre a contestar una cosa determinada ni a sugerirle la respuesta que él quería.

– Sí, señor.

– ¿Cómo lo sabe? ¿Vio el coche?

– Sí, señor, lo vi. -Grimwade oscilaba entre el nerviosismo y la ofensa-. Se paró delante mismo de la puerta. La noche no estaba para dar ni un solo paso por la calle.

– ¿Vio al cochero?

– Mire usted, no veo dónde quiere ir a parar. Ahora la expresión de humillación era muy evidente.

– ¿Lo vio? -repitió Monk. Grimwade hizo una mueca.

– No lo recuerdo -admitió.

– ¿Bajó del pescante, ayudó al comandante Grey a llevar algún paquete, alguna caja o algo por el estilo?

– No, que yo recuerde. No, no bajó.

– ¿Está seguro?

– Sí, estoy seguro. No pasó por esa puerta.

La teoría se había ido por los suelos. Habría tenido que ser muy veterano para sentirse contrariado, pero no tenía experiencia con la que contar. Parecía que las preguntas se le ocurrían con facilidad, pero seguramente la mayoría estaban dictadas por el sentido común.

– ¿O sea que subió solo escaleras arriba? -era el último intento y estaba destinado a eliminar el más mínimo vestigio de duda.

– Sí, señor, subió solo.

– ¿Habló con usted?

– Que yo recuerde, no me dijo nada especial. Si no recuerdo nada supongo que será porque no me dijo nada. No me hizo nunca ningún comentario con respecto a miedos que pudiera tener o a si esperaba o no alguna visita.

– Sin embargo, aquella tarde y aquella noche algunas personas visitaron el edificio.

– Sí, pero no de las que van por ahí matando a la gente.

– ¿Cómo? -exclamó Monk levantando las cejas-. No irá a decirme que el comandante Grey se lo hizo él sólito de manera accidental, ¿verdad? Por supuesto que está la otra alternativa: el asesino ya estaba dentro.

El rostro de Grimwade cambió rápidamente pasando de la resignación a la extrema ofensa para llegar al horror total. Se quedó mirando a Monk pero no se le ocurría palabra alguna.

– ¿Tiene usted alguna otra idea? Supongo que no…yo tampoco -suspiró Monk-. Volvamos a recapitular. Usted ha dicho que, después de la llegada del comandante Grey, hubo dos visitantes: una mujer alrededor de las siete y un hombre más tarde, aproximadamente a las diez menos cuarto. Ahora bien, ¿a quién iba a ver la mujer, señor Grimwade, y qué aspecto tenía? Quisiera rogarle que, por favor, no haga alteraciones cosméticas en aras de la discreción.

– ¿Que no haga qué?

– ¡Que me diga la verdad, hombre! -le soltó Monk-. A los inquilinos podría resultarles muy molesto si tenemos que hacer la investigación de manera directa.

Grimwade lo miró, había comprendido perfectamente lo que Monk pretendía decirle.

– Ella era una mujer de vida alegre, señor; se llama Mollie Ruggles -dijo entre dientes-. De muy buen ver, señor, pelirroja por más señas. Conozco su dirección, señor, pero ya comprenderá que le quedaré muy agradecido si hace las diligencias oportunas con discreción y no le dice quién le ha dicho que ella estuvo aquí.

Sus esfuerzos para disimular la contrariedad que le producía la situación y su mirada implorante resultaban más bien cómicos.

Monk procuró no demostrar lo bien que se lo estaba pasando porque sólo habría servido para poner más nervioso al portero.

– Lo tendré en cuenta -accedió Monk, ya que tal proceder sólo podía redundar en su propio interés.

Las prostitutas son informantes muy útiles cuando se las trata con respeto.

– ¿A quién vino a ver?

– Al señor Taylor, señor. Vive en el piso número cinco. Viene a verlo con frecuencia.

– ¿Seguro que se trata de la mujer que me dice?

– Sí, señor.

– ¿La acompañó usted hasta la puerta del piso del señor Taylor?

– ¡Oh, no, señor! Conoce de sobra el camino. Y el señor Taylor… pues… -Se encogió de hombros-. Comprenderá, señor, que sería una indiscreción que la acompañara, ¿no le parece? Como tampoco me parece discreto que lo visitara usted -añadió no sin cierta intención.

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