Anne Perry - El Rostro De Un Extraño

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Su nombre es William Monk, su profesión, detective de la policía. Eso, al menos, es lo que le dicen cuando despierta en un hospital londinense, ya que él no recuerda nada. Al parecer, el carruaje en que viajaba volcó y como consecuencia de este accidente el cochero murió y él quedó malherido. Tras pasar tres semanas inconsciente y otras tantas de convalecencia, Monk recupera la salud, pero no la memoria. Su primer caso cuando se reincorpora en el cuerpo de policía es el brutal asesinato de Joscelin Grey, un héroe de la guerra de Crimea que fue golpeado hasta morir en sus aposentos. Se trata de un asunto delicado, pues la familia de la víctima no está dispuesta a que un simple plebeyo hurgue en sus intimidades. Sin embargo, Monk no se deja amilanar y, mientras busca una clave que ilumine su propio pasado, empieza a investigar entre las amistades de Grey.

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Se volvió y, olvidándose de Evan, que iba detrás de él, se fue directo a la puerta. Tenía que salir de allí, salir a la calle, sucia pero normal, oír ruido de voces, vivir el momento presente. No sabía siquiera si Evan lo seguía o no.

3

Así que Monk se encontró en la calle se sintió mejor, si bien todavía no había podido sacudirse de encima por completo aquella impresión que lo había atenazado de forma tan violenta. Pese a haber durado un instante, había sido tan real que le había empapado el cuerpo de sudor caliente y después lo había dejado presa de temblores y náuseas ante la pura bestialidad de la visión.

Levantó la mano temblorosa y se tocó la mejilla húmeda. Caía una lluvia persistente que el viento torcía.

Se volvió a mirar a Evan, que iba detrás de él. En su cara no había ningún signo que revelase si también él había sentido aquella presencia salvaje. Parecía confundido y hasta un poco preocupado, pero Monk no logró descifrar ningún otro sentimiento en su expresión.

– Un hombre violento -dijo Monk, con los labios tensos, para repetir las palabras de Evan.

– Sí, señor-corroboró Evan solemnemente, atrapándolo y poniéndose a su lado.

Iba a decir algo más, pero cambió de parecer.

– ¿Por dónde va a empezar? -le preguntó, en cambio.

Monk tardó un momento en concentrar sus pensamientos para poder contestarle. Caminaban por Doughty Street en dirección a Guilford Street.

– Volveré a revisar las declaraciones -respondió, parándose junto al bordillo de la esquina justo cuando un cabriolé pasaba a toda velocidad junto a ellos y las ruedas proyectaban hacia los lados el barro del pavimento-. No se puede empezar por otro sitio, que yo sepa. Comenzaré por lo menos prometedor. El barrendero está allí-dijo indicando al niño a pocos metros de donde estaban, activamente ocupado en recoger paletadas de excrementos y una moneda de un penique que alguien le había arrojado-. ¿Es el mismo?

– Creo que sí, señor, pero desde aquí no distingo bien su cara.

Era un eufemismo, porque la cara del niño estaba oculta bajo la suciedad y las consecuencias de su ocupación y llevaba cubierta la mitad de la cabeza por un enorme gorro de tela que lo protegía de la lluvia.

Monk y Evan atravesaron la calle en dirección al chico.

– ¿Qué me dice ahora? -preguntó Monk cuando estuvieron junto al muchacho.

Evan asintió con la cabeza.

Monk buscó una moneda en el bolsillo, ya que se sentía obligado a recompensar al niño por lo que dejase de ganar durante el tiempo que le dedicase. Sacó dos peniques y se los dio.

– Alfred, soy policía y quisiera hablar contigo sobre el caballero que asesinaron en el número seis de la plaza.

El chico se embolsó los dos peniques.

– Ya, ya, pero yo ya dije lo que sabía cuando me preguntaron -le respondió sorbiéndose los mocos.

Levantó los ojos con aire esperanzado: valía la pena hablar con un hombre dispuesto a desprenderse de dos peniques.

– Es posible -admitió Monk-, pero de todos modos me gustaría hablar contigo.

Junto a ellos pasó con estruendo el carro de un vendedor ambulante que se dirigía a Grey's Inn Road y que los salpicó de barro y dejó a sus pies un par de hojas de col.

– ¿No podríamos subir a la acera? -inquirió Monk, procurando disimular lo incómodo que se sentía.

Se estaba ensuciando las botas nuevas y tenía húmedas las perneras del pantalón.

El chico asintió con la cabeza y, para subrayar la poca destreza de aquellos señores para eludir ruedas y cascos y mostrando la condescendencia propia del profesional frente al aficionado, los dirigió hacia el bordillo.

– ¿Entonces qué? -preguntó, esperanzado, escondiendo los dos peniques en algún lugar de los pliegues de sus varias chaquetas y sorbiéndose ruidosamente los mocos. Se abstuvo de enjugárselos con la mano por deferencia a la condición de sus superiores.

– ¿Viste al comandante Grey entrar en su casa el día en que lo mataron? -le preguntó Monk con la gravedad que requería el caso.

– Sí, lo vi y no me di cuenta de que lo siguiera nadie, por lo menos yo no vi a nadie.

– ¿Había mucho movimiento en la calle?

– No, era una noche muy mala, aunque era por julio, llovía que era un contento. No había mucha gente y la poca que había iba como alma que lleva el diablo.

– Un par de años -respondió levantando las cejas como si le sorprendiera la pregunta.

– O sea que debes de conocer a todo el vecindario -prosiguió Monk.

– Sí, eso diría yo. -De pronto se le iluminaron los ojos como si acabara de entender por qué le hacía la pregunta-. ¿Quiere saber si vi a alguien que no era del barrio?

Monk asintió con la cabeza, satisfecho de su sagacidad.

– Ni más ni menos.

– Le dieron de palos hasta matarlo, ¿verdad?

– Sí. -Monk se sorprendió para sus adentros ante la precisión de la frase.

– Entonces usted no buscará a una mujer, ¿es cierto?

– No -admitió Monk, aunque de pronto se le ocurrió pensar que un hombre podía vestirse de mujer, suponiendo que el que mató a Grey no fuera un desconocido sino alguien que él conocía, alguien que con los años había ido acumulando todo el odio que parecía flotar en aquella habitación-.-A menos que fuera una mujer muy corpulenta -añadió- y muy fuerte, además.

El niño disimuló una mueca.

– La mujer que yo vi era más bien pequeña. Una como la mayoría de esas que andan por ahí buscando o por lo menos tienen pinta de mujeres. Por aquí no se ven ni busconas ni pendejos. -Volvió a sorberse los mocos y abrió mucho la boca para expresar su desaprobación-: Aquí sólo se ven de esas que pueden pagarse los que tienen pasta. -Y con un gesto de la mano indicó las historiadas fachadas de la plaza que tenía detrás.

– Ya comprendo -dijo Monk tratando de disimular lo mucho que le divertían aquellas explicaciones-. ¿Y aquella noche viste alguna mujer de esta clase que fuera al número seis?

Probablemente era una pregunta inútil, pero dadas las circunstancias convenía no dejar ningún cabo suelto.

– Ninguna que no vea siempre.

– ¿A qué hora?

– Cuando ya me iba para casa.

– ¿A eso de las siete y media?

– Eso mismo.

– ¿Yantes?

– Hablamos sólo del número seis, ¿verdad?

– Sí.

Cerró los ojos como si tratara de concentrarse profundamente para complacer a aquellos señores. Quizás así le caerían otros dos peniques.

– Uno de los caballeros que vive en el seis entró con otro que llevaba uno de esos cuellos de piel llena de rizos.

– ¿Astracán? -sugirió Monk.

– No sé cómo la llaman, lo que sí sé es que los dos entraron a eso de las seis y que ya no volví a ver a ese señor. Eso podría ayudar, ¿no?

– Quizá. Muchísimas gracias.

Monk se había puesto muy serio, le dio otro penique, lo que no dejó de sorprender a Evan, y después se quedó mirándolo mientras se perdía por el callejón con aire despreocupado y zafándose del tráfico, dispuesto a reanudar el trabajo interrumpido.

Evan tenía una expresión absorta y pensativa, si bien Monk no habría podido decir si estaba reflexionando acerca de las respuestas del chico o sobre sus medios de subsistencia.

– Hoy no veo por aquí a la vendedora de cintas -dijo Evan recorriendo con la mirada en uno y otro sentido la acera de Guilford Street-. ¿Con quién quiere hablar ahora?

Monk meditó un momento.

– ¿Cómo podemos localizar al cochero? Supongo que tenemos su dirección.

– Sí, señor, la tenemos, pero dudo que en estos momentos esté en su casa.

Monk volvió la cara hacia el viento que soplaba del este y que llegaba impregnado de fina llovizna.

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