– ¿Nada más?
– Sí, señor. La cantidad de dinero suma en total doce libras, siete chelines y seis peniques. Si el asesino era un ladrón, es extraño que no se lo llevase.
– A lo mejor se asustó… quizá se hizo alguna herida -fue lo único que se le ocurrió y, una vez dicho, indicó a Evan con un gesto que retirase la caja-.Me parece que lo mejor que podríamos hacer sería ir a dar un vistazo a Mecklenburg Square.
– Sí, señor. -Evan se irguió, pronto a obedecer la sugerencia-. Hay aproximadamente media hora de camino a pie. ¿Está usted en condiciones de hacer el trayecto, señor?
– ¿Unos tres kilómetros? ¡Por el amor de Dios, hombre, lo que tengo roto es el brazo, no las piernas!
Se apresuró a coger la chaqueta y el sombrero.
Evan se había mostrado bastante optimista. Como caminaban contra el viento y con cautela para evitar a los vendedores ambulantes y a los grupos de viandantes, el tráfico y los excrementos de los caballos, que abundaban en la calle, tardaron unos cuarenta minutos en llegar a Mecklenburg Square, rodear los jardines y detenerse delante del número seis. El chico que se encargaba de barrer el cruce estaba atareado en la esquina de Doughty Street, y Monk se preguntó si sería el mismo de la noche de julio. Sintió lástima del chico, obligado a trabajar pese a las inclemencias del tiempo, a menudo bajo la lluvia o la nieve en el estrecho embudo que formaban los altos edificios, esquivando los carruajes y carros, cargando paletadas de estiércol. ¡Qué forma tan cruda de ganarse la vida! Pero de inmediato se enfadó consigo mismo. ¡Vaya sensiblería estúpida la suya! Debía afrontar la realidad. Sacó pecho y entró en el vestíbulo de la casa. El portero estaba junto a la entrada de su pequeña garita, un minúsculo cubículo.
– Usted dirá, señor-dijo avanzando cortésmente hacia él, pero al mismo tiempo impidiéndole el paso.
– ¿Es usted Grimwade? -le preguntó Monk.
– Sí, señor -le respondió el hombre, evidentemente sorprendido y un tanto confundido-. Siento decirle, señor, que no lo recuerdo, pese a que soy bastante buen fisonomista… -dijo como esperando a que Monk le echase un cable.
Después miró a Evan y pareció que en su rostro brillaba un atisbo de recuerdo.
– Policía - sé limitó a decir Monk-. Nos gustaría volver a echar un vistazo al piso del comandante Grey. ¿Tiene usted la llave?
El hombre pareció verse libre de un peso, aunque no totalmente aliviado de una cierta inquietud.
– ¡Sí, claro y no hemos dejado entrar a nadie! La cerradura está tal como la dejó el señor Lamb.
– Muy bien, gracias.
Monk estaba preparado para exhibir alguna prueba de su identidad, pero al parecer el portero había quedado plenamente convencido al reconocer a Evan, por lo que volvió a su cubículo para recoger la llave.
Un momento después regresaba con ella y los acompañaba arriba investido de la solemnidad que imponía en el lugar la antigua presencia de un muerto, especialmente tratándose de la víctima de una muerte violenta.
Monk tuvo por un momento la desagradable impresión de que encontrarían el cuerpo de Joscelin Grey todavía tendido en el suelo, intacto y a la espera de su llegada.
Como era una idea absurda, trató de librarse de ella. Ya comenzaba a asumir esa cualidad repetitiva que tienen las pesadillas, como si los acontecimientos pudieran ocurrir más de una vez.
– Es aquí, señor.
Evan estaba junto a la puerta y el portero tenía la llave en la mano.
– Hay otra puerta trasera, por supuesto, pero da a la cocina y se abre en el mismo rellano, a unos doce metros de distancia. Se utiliza como puerta de servicio, para los encargos y cosas por el estilo. Monk concentró su atención.
– Pero para entrar por ella también es necesario pasar por delante del portero, ¿verdad?
– Sí, naturalmente, no tendría mucha utilidad disponer de portero si se pudiera entrar en la casa sin que éste viera a la persona que entra. Cualquier mendigo o vendedor ambulante se colaría en la casa como si tal cosa… -Puso cara de darse importancia al tiempo que ponderaba los hábitos de sus superiores-. ¡O incluso los acreedores! -añadió en tono lúgubre.
– Tiene usted razón -dijo Monk, sardónico.
Evan se volvió e introdujo la llave en la cerradura. Parecía reacio a hacerlo, como si el recuerdo de la violencia que había presenciado siguiera adherido al lugar y le produjera un sentimiento de repulsa. ¿O acaso Monk proyectaba en él sus fantasías?
El recibidor era exactamente como lo había descrito Evan: ordenado, georgiano y azul, con adornos y detalles de color blanco, sumamente limpio y elegante. Vio el mueble del perchero, con el recipiente para bastones y paraguas, la mesa para las tarjetas de visita y todo lo demás. Evan iba delante de él, con la espalda muy envarada, y abrió la puerta que daba al salón.
Monk entró detrás de él. No sabía muy bien qué esperaba ver; tenía el cuerpo tenso, como previniendo un ataque, alguna sorpresa desagradable para los sentidos.
La decoración era elegante y seguramente cara en la época en que había sido adquirida, pero vista a la luz que ahora reinaba en el piso, sin lámparas de gas ni fuego en la chimenea, resultaba más bien fría y corriente. Las paredes de color azul Wedgwood parecían inmaculadas a primera vista y los adornos blancos estaban impolutos. Sin embargo, sobre la bruñida madera de la cómoda y del escritorio había una fina capa de polvo, y una especie de película atenuaba los colores de la alfombra. Automáticamente, sus ojos se desplazaron primero a la ventana, después se pasearon por el mobiliario -una mesa trinchante muy ornamentada con bordes tallados, una jardinera con un cuenco japonés encima y una librería de caoba- y, al fin, se posaron en el pesado sillón volcado, la mesa rota, compañera de la otra, con una profunda mella en su superficie satinada de color miel, que dejaba al descubierto la madera interior más pálida. Parecía un animal con las patas al aire.
Después vio la mancha de sangre en el suelo. No era mucha ni estaba muy extendida, pero era muy oscura, casi negra. Con seguridad, Grey se había desangrado en aquel preciso lugar. Apartó los ojos y se fijó en que gran parte de lo que parecían dibujos de la alfombra quizás eran salpicaduras de sangre de color más claro. En la pared más alejada había un cuadro torcido y, al acercarse a él y observarlo más atentamente, vio una marca en el yeso, y que la pintura había saltado en parte. Era una mala acuarela de la bahía de Nápoles en la que destacaban los azules chillones y un monte Vesubio cónico como telón de fondo.
– La pelea debió de ser violenta -comentó en voz baja.
– Sí, señor -admitió Evan.
Éste seguía de pie en medio de la habitación, como si no supiera qué hacer.
– Tenía contusiones en todo el cuerpo, en los brazos y en los hombros, y un nudillo despellejado. Yo diría que la lucha fue encarnizada.
Monk lo miró con el ceño fruncido.
– No recuerdo que el informe médico lo mencionara.
– Creo que sólo dice «señales de lucha», señor, aunque por otra parte el hecho es bastante evidente por el estado de la habitación. -Echó una mirada a su alrededor al pronunciar estas palabras-. También hay sangre en aquella silla. -Señaló el sillón tapizado volcado sobre el respaldo-. Aquí es donde estaba, y tenía la cabeza en el suelo. Buscamos a un hombre violento -comentó con un ligero estremecimiento.
– Sí -dijo Monk mirando a su alrededor como si tratase de imaginar lo que había ocurrido en aquella habitación hacía casi seis semanas, el terror y el choque de carne contra carne, sombras que se movían, sombras puesto que no sabía cómo eran los personajes, muebles estrellándose contra el suelo, ruido de cristales rotos. De pronto, todo se hizo realidad, fue como un destello más nítido que lo que su imaginación había podido evocar, momentos llenos de furia y de terror, el bastón contundente; después, todo volvió a esfumarse mientras él se quedaba temblando y con el estómago revuelto. ¿Qué podía haber ocurrido en esa habitación cuando los ecos de la escena seguían reverberando en ella, igual que angustiosos fantasmas o animales de presa?
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