Brad Meltzer - Los Pasadizos Del Poder

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Sombra es el nombre en clave que el Servicio Secreto ha dado a Nora Hartson, la hija del Presidente de Estados Unidos, una de las mujeres más vigiladas del mundo. Michael Garrick, un joven abogado del Departamento de Presidencia, empieza a salir con Nora sin tener en cuenta que ella también es Sombra y que mil ojos se posan sobre ambos. Una noche presencian algo que no deberían haber visto y quedan atrapados en una trama secreta urdida por alguien muy poderoso. Ambos jóvenes se convierten en un estorbo para quienes han hecho de la corrupción política el medio habitual para conseguir sus fines.

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Me acerco lentamente a la puerta del armario. Está ligeramente abierta. Siento cómo me sube la adrenalina. No hay más que un modo de ocuparse de esto. Es hora de dejar de ser víctima. Antes de que pueda pensar en no hacerlo, me lanzo contra la puerta con el hombro. La puerta se cierra de golpe y sujeto el tirador con todas mis fuerzas.

– ¿Quién demonios está ahí? -grito con mi voz más intimidatoria.

Apoyando todo mi peso contra la puerta, me preparo para el impacto. Pero nadie contraataca.

– Conteste -advierto. Pero el apartamento permanece en silencio.

Miro hacia atrás, escudriñando la cocina. Sobre la barra hay un bloque de madera lleno de cuchillos.

– ¡Voy a abrir la puerta y tengo un cuchillo!

Silencio.

– ¡Ya está… salga muy despacio! ¡Cuento hasta tres! Uno… dos… -Abro la puerta de golpe y echo a correr hacia la cocina. Cuando me giro otra vez, ya tengo un cuchillo de carnicero en la mano. Pero lo único que veo es un armario lleno de abrigos.

Doy un paso hacia el armario, esgrimiendo el cuchillo por delante.

– ¿Hola?

En cualquier película de terror adolescente, éste es el momento en que el asesino sale de un salto. Eso no me detiene. Voy abriéndome camino lentamente entre las perchas de abrigos. Cuando he terminado comprendo la verdad: ahí no hay nadie.

Tengo la camisa pegada al pecho por el sudor, vuelvo a llevar el cuchillo a la cocina y enciendo el aire acondicionado. Justo cuando vuelve a zumbar, aprieto la tecla del contestador. Es hora de librarse del silencio.

«Tiene usted un mensaje -me dice la máquina con su voz mecánica-: Sábado, una cincuenta y siete de la tarde.»

Transcurre un segundo hasta que una voz de hombre empieza: «Michael, aquí Randall Adenauer, del FBI. Tenemos cita para el martes, pero me gustaría enviarle algunos agentes maña…», se corta, algo lo distrae. «¡Entonces dígales que lo llamaré yo!» exclama, sonando como si estuviese tapando el auricular. Vuelve al teléfono y añade: «Perdone usted, Michael. Haga el favor de llamarme.»

Saco la pluma de la Casa Blanca del bolsillo, anoto su número y suelto un rápido suspiro de alivio. Fue él quien los mandó, eran ellos, con o sin cadenas de oro, los que deben de haber hablado con Joel. El agente del FBI Vaughn. Aprieto «Borrar» en el contestador y vuelvo al dormitorio. Cuando llego a la mesita de noche, me paro en seco. Ahí está, encima del crucigrama de ayer: una pluma de rayas roja, blanca y azul con las palabras «La Casa Blanca» grabadas. Miro la pluma que tengo en la mano. Luego otra vez la que está en la mesita. Rebobino veinticuatro horas, recuerdo la visita de Pam con la comida tailandesa. Podría perfectamente ser la de Pam, me digo a mí mismo. Por favor, que sea la de Pam.

El lunes, Día del Trabajo, por la mañana temprano, estoy sentado en el asiento trasero de una camioneta de pasajeros, intentando todavía convencerme a mí mismo de que un agente del FBI se comunica deslizando notas por debajo de la puerta. P. Vaughn. ¿Peter Vaughn? ¿Phillip Vaughn? ¿Quién demonios será ese tipo?

Conducida por un sargento con chaqueta sport gris y corbata estrecha negra, la furgoneta corre como un rayo por la carretera, siguiendo a otras dos idénticas que la preceden. A mi lado va sentada Pam, que no ha dicho una sola palabra desde que nos recogieron a las seis de la mañana en el parking de la West Exec. Los once pasajeros restantes siguen su ejemplo. La verdad, es un pequeño milagro: trece letrados de la Casa Blanca apretados en una furgoneta y ninguno alardeando, ni siquiera hablando. Pero no es sólo lo temprano de la hora lo que nos mantiene a todos en silencio. Es nuestro destino. Hoy enterramos a uno de los nuestros. Veinte minutos después, en la base aérea de Andrews, un guardia de uniforme nos inspecciona en la entrada. Apenas son las seis y media, el cielo todavía está oscuro, pero todo el mundo está bien despierto. Casi hemos llegado. Es la primera vez que voy a una base militar, de manera que espero ver pelotones de jóvenes marcando el paso y corriendo en formación. Pero en cambio, cuando avanzamos por la carretera pavimentada llena de curvas, lo único que descubro son unos pocos edificios bajos que supongo que son dormitorios y un aparcamiento muy amplio con toneladas de coches y unos pocos jeeps militares dispersos. Al final de la carretera, la furgoneta se detiene por fin ante la Sala de VIPS, un edificio de ladrillo de una sola planta muy mundano que evoca toda la creatividad de un estornudo de los cincuenta.

Una vez dentro, prácticamente todos nos vamos hasta el amplio ventanal que da a las pistas. Todos pretenden parecer indiferentes, pero están demasiado inquietos para conseguirlo. Se nota en el modo de moverse. Como un niño que intenta echar una ojeada a los regalos de cumpleaños antes de tiempo. ¿Qué es tan importante? me pregunto. Para obtener respuesta, voy directo al ventanal, dispuesto a no dejarme impresionar. Y entonces lo veo. Las palabras «United States of America» pintadas con enormes letras negras a lo largo del fuselaje blanco y azul, y una gigantesca bandera norteamericana pintada en la cola. Es el avión más grande que he visto nunca: Air Force One. Y vamos a volar en él hasta Minnesotta para el funeral de Caroline.

– ¿Lo has visto? -le pregunto a Pam, que está sentada sola en un banco de un rincón.

– No, yo…

– Vete a la ventana. Te prometo que no quedarás decepcionada. Es como un 747 preñado.

– Michael…

– Sí, ya sé que parezco un turista, pero eso no siempre es tan malo. A veces hay que sacar la cámara, ponerse la camiseta Hard Rock y dejar que todo…

– No somos turistas -gruñe, apuñalándome con una mirada heladora en el pecho-. Vamos a un funeral.

Como de costumbre, tiene razón. Doy un paso atrás para contenerme. Me siento como si midiera medio metro de la cabeza a los pies.

– Perdona. No quería decir que…

– No te preocupes -me dice, evitando mirarme-. Sólo avísame cuando sea la hora de irse.

A las siete menos cuarto nos conducen al avión donde formamos en hilera de a uno. Traje oscuro, maletín de cuero. Traje oscuro, maletín de cuero. Traje oscuro, maletín de cuero. Uno tras otro. El mensaje está claro: es un funeral, pero al menos haremos algo de trabajo. Miro mi propio maletín y deseo no haberlo cogido. Después miro a Pam. Ella no lleva nada más que un pequeño bolso negro.

Al principio de la cola, al pie de la escalera que sube al avión, está el agente del Servicio Secreto que va comprobando los nombres y credenciales de todos. Al lado del agente está Simon. Lleva un traje negro y una corbata gris plata tipo el-Presidente-llevaba-una-hace-pocas-semanas, y va saludando a cada uno de nosotros según llegamos. No es frecuente que el consejero haga una demostración pública así, y por la expresión tonta de su cara, disfruta de lo lindo. Se le nota en la manera de hinchar el pecho. La cola sigue avanzando y finalmente nuestros ojos establecen contacto. En el momento en que me ve, se da la vuelta y va hacia su secretaria, que está un poco más allá con una tablilla en la mano.

– Tonto del culo -le susurro a Pam.

Cuando llego a la escalerilla doy mi nombre al agente del Servicio Secreto. Busca en la lista que sujeta en la mano.

– Lo siento, señor, ¿cómo era su nombre?

– Michael Garrick -digo, sacando mi tarjeta de identidad de detrás de la corbata.

Comprueba de nuevo.

– Lo lamento, señor Garrick, no lo tengo a usted aquí.

– Eso es imposi… -Me quedo cortado. Por detrás de la gente veo que Simon mira hacia nosotros. Exhibe la misma sonrisa que el día que me mandó a casa. Ese hijo de…

– Llame a Personal -dice Pam al agente-. Verá que está en plantilla.

– A mí no me importa si lo está o no -explica el agente-. Si no está en esta lista, no sube al avión.

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