Peter James - Muerte Prevista

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Cuando encuentra un CD de ordenador que alguien ha olvidado en el asiento contiguo del tren en el que viaja, Tom Bryce hace lo que cualquier persona decente haría: lo recoge y cuando llega a casa intenta averiguar a quién pertenece para poder devolvérselo. Sin embargo, su buena fe topará con el horrible contenido del disquete: un estremecedor asesinato. En un principio, duda sobre la veracidad de los hechos de los que es testigo, ¿realidad o ficción? Sin embargo, a partir de ese momento, su vida y la de su familia comienzan a correr peligro.
Al poco tiempo aparece el cadáver decapitado de una joven cuya identidad se desconoce; la única pista de la que dispondrá la policía será la presencia de un escarabajo oculto entre los restos de la víctima, en lo que parece ser el indicio de un juego macabro. Al frente de la investigación se colocará el peculiar detective Roy Grace, especializado en la resolución de casos que llevan años sin resolver, y cuyo pasado y personales métodos, entre los que se halla su fe en la videncia para la resolución de los crímenes más complicados, le confieren una discutida posición dentro del cuerpo de policía.

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Siguió tosiendo, le ardían los pulmones. Intentaba recordar las clases de química en el colegio, una asignatura que se le daba fatal. En el laboratorio de química había botellas de ácido. El sulfúrico y el clorhídrico fueron los que recordó de inmediato. ¿Aquella sustancia, fuera lo que fuese, disolvería la cadena atada al tobillo?

Pero ¿cómo podía sacarla del bidón en la oscuridad? Si el bidón caía y la sustancia se derramaba, podía extenderse por el suelo y llegar a donde estaba Kellie. O asfixiarlos.

Luego, sintió que se le paraba el corazón. Vio el rayo de luz por el rabillo del ojo. El rectángulo en la distancia. Alguien entraba.

Capítulo 79

Abajo, en el nivel 4 del aparcamiento de Bartholomew Square, un grupo de agentes de policía rodeaba el Volkswagen Golf negro. Fuera, dos policías bloqueaban la entrada. No había nadie más en todo el edificio.

– No quiero que el propietario sepa que lo hemos registrado -dijo Grace al joven agente de Tráfico arrodillado junto a la puerta del conductor, que tenía una anilla con un juego de palancas en una mano y lo que parecía un transmisor de radio en la otra.

– No se preocupe. Podré cerrarlo de nuevo. No se enterará.

Joe Tindall, que llevaba un traje protector blanco, estaba junto a Grace, mascando chicle. Parecía estar de peor humor que habitualmente.

– ¿No te basta con fastidiarme el fin de semana, Roy? -dijo el agente del SOCO-. ¿Quieres asegurarte de joderme también la semana desde el principio, eh?

Se oyó un fuerte clic y la puerta del Golf se abrió. Al instante, se disparó una bocina, un bip-bip-bip-bip-bip ensordecedor que resonó por toda la planta.

El agente de Tráfico abrió el capó del coche y miró dentro. Al cabo de unos segundos, el pitido paró. El policía cerró el capó.

– Muy bien -dijo a Tindall y a Grace-. Todo suyo.

Grace, que también llevaba un traje protector blanco y guantes, dejó que Tindall entrara primero y él se quedó observando. Echó un vistazo rápido a su reloj, que le mostró que habían pasado veinticinco minutos desde que habían cerrado el aparcamiento.

En el exterior reinaba el caos más absoluto: vehículos policiales, ambulancias, coches de bomberos, docenas de compradores, gente de negocios, visitantes que se habían quedado colgados. Y la siguiente consecuencia fue que la mayoría de las calles del centro de Brighton se colapsaron.

A Grace iban a lloverle las críticas si no sacaba algo de esto.

Observó a Tindall buscar huellas primero en los lugares más probables: el retrovisor, la palanca de cambios, el claxon, los tiradores interior y exterior de la puerta. Cuando acabó con esto, Tindall cogió un cabello del reposacabezas del conductor con unas pinzas y lo guardó en una bolsa de plástico. Luego, también con las pinzas, sacó una de las varias colillas que había en el cenicero y la metió en otra bolsa.

Cinco minutos después, salió del coche, un poquito más alegre que cuando había llegado.

– He conseguido buenas huellas, Roy. Volveré ahora mismo y haré que los chicos las introduzcan en el NAFIS.

El NAFIS era el sistema nacional automatizado de información sobre huellas dactilares.

– Los resultados estarán esperándote.

– Te lo agradezco.

– En realidad, me importa una mierda que me lo agradezcas o no -dijo el agente del SOCO, mirando con dureza al comisario.

A veces, a Grace le resultaba difícil distinguir cuándo Joe Tindall hablaba en serio y cuándo bromeaba; el hombre tenía un sentido del humor peculiar. Ahora no sabría decir.

– ¡Bien! -dijo Grace, intentando seguirle la corriente-. Admiro tu profesionalidad imparcial.

– ¡A la mierda la imparcialidad! -dijo Tindall-. Lo hago porque me pagan. Me da igual que me agradezcan las cosas. -Se quitó la indumentaria protectora, la metió en una bolsa y se dirigió hacia la escalera de salida.

Grace y el agente de Tráfico se miraron.

– ¡Puede ser un cabrón cascarrabias!

– Pero lleva unas gafas guapas… -dijo el agente.

Grace registró el interior del coche, miró en la guantera, en la que sólo había el manual del usuario, y en cada uno de los compartimentos de las puertas, que estaban vacíos. Tocó debajo de los asientos delanteros, levantó el asiento trasero y miró debajo. Nada. No había absolutamente ningún objeto personal en el coche; parecía más un coche alquilado que particular.

Luego, miró en el maletero. Estaba impoluto, contenía sólo una caja de herramientas, la rueda de recambio y un triángulo de preseñalización de peligro que imaginó que venían con el coche. Al final, se arrastró debajo del Golf; no había barro, ni nada fuera de lo normal.

Volvió a ponerse en pie, le dijo al agente de Tráfico que podía cerrar el vehículo y conectar de nuevo la alarma y se fue a su coche, impaciente por regresar a Sussex House. Confiaba desesperadamente que el antipático pero genial Joe Tindall obtuviera algún resultado con esas huellas.

Y que el equipo de vigilancia no perdiera el Volkswagen.

Paralizar Brighton no iba a mejorar en absoluto la opinión que Alison Vosper tenía de él; no favorecería sus posibilidades de evitar el traslado a Newcastle, con Cassian Pewe o sin Cassian Pewe.

Entonces, de repente, pensó en Cleo. Eran las doce y veinte. No le había devuelto la llamada.

Capítulo 80

Tom se lanzó al suelo y palpó frenéticamente la dura superficie de piedra con las manos, intentando encontrar las cuerdas. Una luz atravesó la oscuridad; se posó brevemente en Kellie, luego en su cara, luego saltó a la pared, iluminando una hilera de bidones de sustancias químicas.

Incluido el que no tenía tapa.

«Mierda, mierda, mierda, mierda, mierda.»

Se tumbó de lado, muy quieto, aguantando la respiración, las manos rígidamente a los costados, las piernas muy juntas. Estaba sudando a mares. Oyó el sonido de unos pasos que se le acercaban. El corazón le iba a mil por hora, la sangre que le recorría las venas rugía en sus oídos. La bilis amarga del terror le subía por la garganta.

Aquél era el momento. Iban a descubrirle. Dios santo, ¿quizás había cometido otra estupidez? Primero la estupidez de haber salido de casa, de haber dejado que entraran en el coche. Y, ahora, la estupidez, la estupidez increíble, de haber intentado escapar.

Kellie tenía razón, con lo que había dicho antes. Al llamarle fracasado.

Cerró los ojos un instante, rezando, esforzándose por no vomitar. ¿Así iba a acabar su vida? ¿Todos sus sueños? ¿No volvería a ver a los niños? ¿No volvería…?

Hubo un ruido fuerte. Oyó algo rodando por el suelo. Lo que fuera le golpeó en la cabeza. Era un objeto duro, pero ligero.

Se dio la vuelta, recordando mantener la postura, como si estuviera atado. La luz le enfocó directamente a los ojos un momento, y lo cegó. Entonces, oyó la misma voz de antes que hablaba en un inglés roto.

– Para orinar. Cagar no.

La luz se apartó de su cara e iluminó un objeto tirado en el suelo a unos centímetros de distancia. Era un cubo de plástico naranja.

Los pasos se alejaron. Se volvió para mirar; vio la luz de la linterna balanceándose por el suelo hasta que el hombre llegó al rectángulo de luz en la distancia. Tom pensó, fugazmente, que el tipo no parecía haber pensado en cómo iba a utilizar el cubo con las manos atadas a los costados.

La puerta de metal se cerró con un estruendo.

Y, entonces, una vez más, la oscuridad fue absoluta.

Capítulo 81

– ¿Te has vuelto loco, joder? -gritó Carl Venner, la cara morada como la camisa con los botones tensados sobre la barriga. Se le marcaban las venas en las sienes. El arañazo que la joven le había hecho durante la última vez que el visitante había estado allí aún era visible-. ¿Qué crees que haces viniendo aquí? Te dije que no vinieras nunca, nunca, nunca, a menos que te lo dijera. ¿Qué parte de «no vengas nunca, nunca, nunca, a menos que te lo diga» no has entendido, John?

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