Tom le leyó a Jessica unas páginas de El grúfalo. No le puso ningunas ganas y la niña no le escuchaba demasiado. Tampoco le había ido mejor con Max.
No hacía más que pensar, abatido, en que debía de ser un padre horroroso. Los niños querían a su madre, lo cual era totalmente comprensible, pero comenzaba a sentirse más que inepto como sustituto. Ahora incluso parecían preferir la compañía de Linda Buckley a la suya. La agente estaba sentada abajo, esperando a que llegara el compañero de Relaciones Familiares que iba a reemplazarla durante la noche.
Tom cerró el libro, dio un beso de buenas noches a su hija, que estaba muy despierta y cerró la puerta. Luego entró en su estudio y realizó otra ronda de llamadas: a los padres de Kellie, que habían estado telefoneando prácticamente a cada hora; a todos sus amigos; y, de nuevo, a su hermana de Escocia, que estaba preocupadísima. Nadie sabía nada de ella.
Después, fue a su cuarto y abrió el cajón de arriba de la cómoda victoriana donde Kellie guardaba su ropa. Hurgó entre sus jerséis, y olió su perfume en las prendas. Pero no encontró nada. Después, abrió el cajón de abajo, que estaba atestado de ropa interior. Y su mano tocó algo duro y redondeado. Lo sacó.
Era una botella de vodka de la marca Tesco; sellada, sin abrir.
Encontró una segunda botella, también sin abrir. Luego una tercera.
Esta estaba medio vacía.
Se sentó en la cama y se quedó mirándola. ¿Tres botellas de vodka en el cajón de la ropa interior?
«Seguramente sólo querrá beber vodka. La vi. Prometí que no lo contaría.»
Dios santo.
Volvió a mirar la botella. ¿Debería llamar al sargento Branson y contárselo?
Intentó estudiar la situación detenidamente. Si se lo contaba, ¿qué pasaría? Quizás el detective perdería interés, quizá creería que Kellie era rara y que tal vez se había ido de juerga.
Pero él la conocía mejor. Al menos, hasta hacía un minuto.
Rebuscó entre el resto de los cajones, pero no encontró nada más. Dejó las botellas en su sitio, cerró el cajón y bajó.
Linda Buckley estaba sentada en el salón, viendo la tele, una serie policiaca ambientada en los sesenta. El sargento de la comisaría tenía una cajetilla de cigarrillos sobre la mesa y ofreció uno a una mujer con el pelo recogido en un moño que parecía nerviosa.
– ¿Le gusta ver series de policías? -le preguntó Tom sin convicción, intentando entablar una conversación.
– Sólo las ambientadas en el pasado -dijo-. Las modernas no me gustan. Se equivocan en muchas cosas, me ponen histérica. Estoy todo el rato refunfuñando, diciéndome: «¡Eso no es así, por el amor de Dios!».
Tom se sentó y se preguntó si era prudente confiar en ella.
– Tiene que comer algo, señor Bryce. ¿Quiere que le caliente la lasaña en el microondas? -le preguntó la policía antes de que tuviera ocasión de decir nada.
Tom le dio las gracias; tenía razón. Aunque lo único que le apetecía era tomar un trago bien fuerte. La policía se levantó y fue a la cocina. Tom se quedó mirando fijamente la pantalla, pensando en las botellas de vodka, preguntándose por qué Kellie tenía un escondite secreto. ¿Cuánto tiempo hacía que bebía? Y, lo que era más importante, ¿por qué?
¿Explicaba aquello su desaparición?
No lo creía. O, al menos, no quería creerlo.
La serie de policías terminó y comenzaron las noticias de las nueve. Le llegó el olor a carne, y se le revolvió el estómago. No tenía apetito. Tony Blair y George Bush se estrechaban la mano. Tom desconfiaba de los dos, pero hoy apenas se fijó en ellos. Vio unas imágenes movidas de Iraq, luego una fotografía de una adolescente guapa a quien habían encontrado violada y estrangulada cerca de Newcastle, seguida del ruego de un inspector torpe y con dificultades de expresión que llevaba el pelo de punta y que era evidente que carecía de experiencia ante los medios de comunicación.
– ¡La lasaña está en la mesa! -gritó la agente de Relaciones Familiares con tono autoritario.
Manso como un cordero, entró en la cocina y se sentó. El televisor estaba encendido, con las mismas noticias.
Comió un par de bocados de lasaña, luego la dejó; le costaba tragar.
– Creo que deberíamos poner una nota en la puerta de entrada -dijo-, para que su compañero no llame al timbre. No quiero que los niños se despierten y piensen que es su madre que llega a casa.
– Buena idea -dijo la agente, que cogió un trozo de papel de su carpeta y se dirigió hacia la puerta-. Y quiero ver el plato limpio cuando vuelva.
– Sí, jefa -dijo Tom, esbozando una sonrisa forzada. Luego se obligó a comer otro trozo de lasaña mientras ella lo vigilaba.
Entonces, momentos después de que la policía hubiera salido de la cocina, el presentador del informativo anunció una noticia de última hora.
– La policía de Sussex investiga esta noche el asesinato del pederasta convicto Reginald D'Eath, hallado muerto hoy en su casa del pueblo de Rottingdean en East Sussex.
En la pantalla apareció una fotografía de D'Eath. A Tom se le cayó el tenedor, horrorizado.
Era el capullo del tren.
El club náutico de Brighton llevaba en construcción desde que Roy Grace tenía memoria, desde su infancia. Hoy en día seguía en obras y quizás estaría así siempre, especuló. En una gran zona polvorienta cerrada al paso había dos grúas, una excavadora JCB y una excavadora de oruga, entre montañas de materiales de construcción debajo de lonas impermeabilizadas que la fuerte brisa agitaba.
Nunca se había parado a pensar si le gustaba el proyecto o no. Ocupaba una posición extraña al pie de los acantilados altos y blancos al este de la ciudad y albergaba dársenas interiores y exteriores de yates, alrededor de las cuales crecía y seguía creciendo el Marina Village, que era el nombre que le habían puesto al club náutico. Había grupos de casas adosadas de imitación de la época de la Regencia y bloques de pisos, docenas de restaurantes, cafés, pubs y bares, un par de proveedores de yates, numerosas tiendas de ropa, un supermercado enorme, una bolera, un cine multisalas, un hotel y un casino.
No obstante, siempre le había parecido un poco una maqueta. Como una versión adulta de una construcción de Lego hecha por un niño. Incluso después de treinta años, todo seguía pareciendo nuevo y un poco frío e impersonal. La única parte que le gustaba de verdad era el lugar adonde se dirigían ahora él y Nick Nicholl: el paseo marítimo entarimado, construido hacía sólo unos años, que recorría todo el muelle.
En una cálida noche como la de hoy, había mucho movimiento, con gente de todas las edades sentada en los cafés y restaurantes, contemplando los pocos yates que regresaban a sus atracaderos entre los pontones, hablando, besuqueándose, escuchando la música estridente y los chillidos de las gaviotas.
Grace, que se sentía más humano tras la inyección de azúcar del donut, notó una gran punzada en el corazón al pasar por delante de una pareja de jóvenes sentados en una terraza, mirándose a los ojos, claramente enamorados. ¿Por qué Cleo no había mencionado que estaba prometida?
¿Por qué no se le había ocurrido preguntarle si tenía una relación?
Ese largo beso en el taxi -todo el trayecto hasta el piso de Cleo- no se correspondía con el comportamiento de una mujer enamorada de su prometido, ¿verdad? ¿Incluso habiendo bebido tanto?
Con el sol que se ponía, pero aún bien visible en el horizonte, Grace contempló su sombra alargada rozando los tablones de madera, la sombra notablemente más alta de Nicholl se extendía a su lado. El detective, con las manos en los bolsillos y con un sobre que contenía las fotografías de Janie Stretton debajo del brazo, le seguía a paso rápido, un poco encorvado, como si se avergonzara de sus casi dos metros de estatura. Había estado callado, como siempre, durante el camino; un silencio que Grace agradeció aquella noche, pues no estaba de humor para chácharas.
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