Al cabo de unos instantes, Michael volvió a oír la voz débil del agente de policía a través del altavoz del teléfono.
– Vaya, qué te parece -dijo el australiano-. Qué dulce. Has llamado a tu novia. Dulce, pero travieso. Creo que es hora de un castigo. ¿Quieres que te corte otro dedo o que te enganche los electrodos a los huevos?
– Nooooo.
– Lo siento, amigo, tendrás que vocalizar mejor. Explicarme qué prefieres. A mí me da lo mismo y, por cierto, tu colega Mark es un cabrón maleducado. He pensado que te gustaría saber que no se despidió.
Michael parpadeó para protegerse de la luz. No sabía de qué hablaba aquel hombre. ¿Mark? Se preguntó vagamente adónde se habría ido Mark.
– Voy a darte algo en lo que pensar, Mikey. Ese millón doscientas mil libras que tienes guardaditas en las islas Caimán son unos buenos ahorrillos, ¿no te parece?
Michael se preguntó cuánto sabía ese hombre sobre él y su vida. ¿Era eso lo que perseguía? Podía quedárselo, hasta el último puto penique, si le soltaba. Intentó decírselo.
– Urrrrrrrrrr. Pdddsss qqqdddrrrrtttlllllo.
– Qué majo, Mikey, sea lo que sea lo que hayas dicho. Aprecio de verdad el esfuerzo que estás haciendo, pero el tema es éste, verás. Tu problema es que ya lo tengo. Y eso significa que ya no te necesito.
Poco antes de la medianoche, Grace entró con el coche en el aparcamiento de Sussex House, saludando cansado con la cabeza al guardia de seguridad. Habían hablado poco mientras volvían del edificio Van Alen; Grace y Branson estaban sumidos en sus pensamientos.
Mientras Grace aparcaba el coche, Branson bostezó ruidosamente.
– ¿Crees que podemos irnos a casa, meternos en la cama y dormir un poco?
– Qué poco aguante, chaval -le reprendió Grace.
– ¿Y tú estás superdespierto y rebosante de energía? Trabajando a toda máquina, ¿eh? He oído decir que cuando pasas de cierta edad ya no necesitas dormir tanto. Lo cual, al parecer, es mejor, porque te pasas la mitad de la noche levantándote para ir a mear.
Grace sonrió.
– No me apetece mucho hacerme viejo -dijo Branson-. ¿Y a ti?
– Sinceramente, no pienso demasiado en ello. Veo a un tipo como Mark Warren, ahí destrozado, con el cerebro desparramado por el suelo, y recuerdo que hace unas horas estaba hablando con él. Cosas así hacen que crea en vivir día a día.
Branson volvió a bostezar.
– Yo vuelvo al trabajo -dijo Grace-. Tú puedes largarte a casa si quieres.
– ¿Sabes? A veces puedes ser un cabronazo -dijo Branson antes de seguirle a regañadientes hacia la entrada principal, cruzar las puertas y subir la escalera pasando por delante de la exposición de porras.
Emma-Jane Boutwood, que llevaba una rebeca blanca sobre los hombros y una blusa rosa, era la única persona que quedaba en el centro de investigaciones. Grace se acercó a ella, luego señaló las mesas vacías.
– ¿Dónde está todo el mundo?
Ella se inclinó hacia delante como para leer una letra pequeña en la pantalla del ordenador y dijo distraídamente:
– Creo que se han ido todos a casa.
Grace miró su rostro cansado y le dio una palmadita suave en el hombro y su mano tocó la suave lana de la rebeca.
– Creo que tú también deberías irte a casa. Ha sido un día largo.
– ¿Puedes darme sólo un minuto, Roy? Tengo algo que creo que te interesará, os interesará.
– ¿Alguien quiere un café? -preguntó Grace-. ¿Agua? ¿Coca-cola?
– ¿Invitas tú? -dijo Branson.
– No, esta vez invitan los contribuyentes de Sussex. Quieren que trabajemos a medianoche, pues que nos paguen el café. Ésta corre a cargo de la ciudad.
– Yo quiero una coca-cola light -dijo Branson-. Bueno, no, voy a cambiar. Que sea una coca-cola normal. Necesito la inyección de azúcar.
– Me encantaría tomarme un café -dijo Emma-Jane.
Grace salió y recorrió el pasillo vacío hasta el área de descanso con su cocina americana y sus máquinas expendedoras. Rebuscando en el bolsillo, sacó unas monedas, compró un expreso doble para él, un capuchino para Emma-Jane y una coca-cola para Branson, luego los llevó al centro de investigaciones en una bandeja de plástico.
Al entrar, vio que la joven detective señalaba algo en la pantalla de su ordenador y que Branson, inclinado sobre su hombro, parecía absorto.
– Roy, ¡ven a ver esto! -intervino Glenn sin volver la cabeza.
Emma-Jane se volvió hacia Grace.
– Me pediste que investigara a Ashley Harper.
– Sí. ¿Qué has encontrado?
– En realidad, bastante -dijo hinchándose de orgullo.
– Cuenta.
Pasó un par de páginas de una libreta llena de su letra pulcra, comprobando sus notas mientras hablaba.
– La información que me diste era que Ashley Harper nació en Inglaterra y que sus padres se mataron en un accidente de coche en Escocia cuando ella tenía tres años; que posteriormente la criaron sus padres adoptivos, primero en Londres, luego se mudaron todos a Australia; cuando tenía dieciséis años se marchó a Canadá y se fue a vivir con su tío y su tía, y que su tía murió hace poco. Su tío se llama Bradley Cunningham. El nombre de la tía no lo tengo.
Leyendo aún su libreta, prosiguió:
– Ashley Harper regresó a Inglaterra, a sus raíces, hará unos nueve meses. Dijiste que anteriormente había trabajado en una inmobiliaria en Toronto, Canadá, que era una filial del grupo Bay.
La chica miró a Grace y a Branson como buscando su confirmación.
Grace contestó.
– Sí, es correcto.
– Bien -dijo ella-. Hoy he hablado con el jefe de recursos humanos del grupo Bay en Toronto. Como sabrás, es una de las cadenas de grandes almacenes más importantes de Canadá. No tienen ninguna filial inmobiliaria ni tampoco ha trabajado para ellos ninguna Ashley Harper. He seguido investigando y he descubierto que no hay ninguna inmobiliaria en Canadá que se llame Bay
– Interesante -dijo Branson, tirando de la anilla de la coca-cola.
Se oyó un silbido agudo.
– Pues aún es más interesante -dijo ella-. No aparece ningún Bradley Cunningham en ninguna guía de teléfonos de Toronto, ni tampoco en todo Ontario. Aún no he tenido tiempo de comprobar el resto de Canadá, pero… -Hizo una pausa para beber un sorbo de la espuma espolvoreada de chocolate de su capuchino-. Tengo una amiga periodista en Escocia que trabaja para el Glasgow Herald. Ha revisado los archivos de los principales periódicos escoceses. Si una niña de tres años quedara huérfana debido a un accidente de tráfico, habrían publicado la noticia, ¿verdad?
– Normalmente, sí -dijo Grace.
– Ashley dice tener veintiocho años. Le he pedido que retrocediera veinticinco años y luego que mirara cinco años antes y cinco después a partir de esa fecha. El apellido Harper no aparece por ningún lado.
– Podría haber cogido el apellido de sus padres adoptivos -dijo Branson.
– Sí -aceptó Emma-Jane Boutwood-, pero lo que estoy a punto de enseñaros reduce esa posibilidad.
Grace miró con admiración a la joven detective. Parecía ganar confianza en su presencia. Era exactamente la savia nueva que tanto necesitaba el cuerpo de policía. Jóvenes listos, trabajadores y con determinación.
– He introducido el nombre de Ashley Harper en la red Holmes, como me pediste -dijo dirigiéndose a Grace.
Holmes-2 era la segunda fase de una base de datos informatizada de delitos que conectaba todos los cuerpos policiales del Reino Unido con la Interpol y, más recientemente, con otras redes policiales extranjeras.
– No aparece nada bajo el nombre de Ashley Harper -dijo-, pero aquí viene lo interesante. Al coger las iniciales «AH» y vincularlas a una amplia categoría titulada «inmobiliarias», Holmes ha encontrado lo siguiente. Hace dieciocho meses, una jovencita llamada Abigail Harrington se casó con un rico promotor inmobiliario de Lymm, Cheshire, llamado Richard Wonnash. Era muy aficionado a saltar en paracaídas. Tres meses después de la boda, murió al no abrirse el paracaídas durante un salto. Hace cuatro años, en Toronto, Canadá, una mujer llamada Alexandra Huron se casó con un promotor inmobiliario llamado Joe Kerwin. Cinco meses después de la boda, el hombre se ahogó en un accidente de navegación en el lago Ontario. Hace siete años, una mujer llamada Ann Hampson se casó con un promotor inmobiliario de Londres llamado Julian Warner. Era un soltero de la alta sociedad que tenía grandes propiedades en la zona portuaria londinense por la época del crac inmobiliario de principios de los noventa. Seis meses y dos días después de la boda, se suicidó con monóxido de carbono en un aparcamiento subterráneo en Wapping.
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