– ¿Te gusta tu trabajo? -le preguntó Cleo.
Grace bebió un sorbo de coca-cola.
– Sí. Menos… cuando tropiezo con personas en mi organización de mentes limitadas.
Cleo dio unas vueltas a su bebida con un palillo, como si buscara algo, y, por un momento, la intensidad de su mirada le recordó a Grace a cuando la veía trabajar en la sala de autopsias, cuando cogía una muestra de tejido. Se preguntó cómo sería si alguna vez hacía el amor con ella. ¿Le recordaría su cuerpo desnudo a todos los cadáveres desnudos que había visto con ella? ¿Se le bajaría la libido saber que debajo de su hermosa piel había los mismos órganos internos horribles, viscosos, cubiertos de grasa que tenían todos los humanos y todos los mamíferos?
– Roy, hay algo que hace tiempo que quiero preguntarte. Y, por supuesto, vi el tema en los periódicos la semana pasada. ¿Cómo empezaste a interesarte por lo sobrenatural?
Ahora le tocaba a él probar su bebida. Con el palillo de plástico estrujó la pulpa del limón para exprimir el jugo en la coca-cola.
– Cuando era pequeño, mi tío, el hermano de mi padre, vivía en la isla de Wight, en Bembridge. Solía ir todos los veranos a pasar una semana, y me encantaba. Tenían dos hijos, uno un poco mayor que yo, el otro un poco menor. Se puede decir que crecí con ellos desde los seis años. No sé si has estado alguna vez en Cowes.
– Sí, papá me ha llevado muchas veces a navegar allí durante la Semana de Cowes.
– Vaya, papá te lleva a navegar -dijo Grace imitando su acento pijo.
Con una gran sonrisa y sonrojándose, Cleo le dio un codazo amistoso en el brazo.
– ¡No seas malo! Sigue con tu historia.
– Tenían una casita adosada, pero justo enfrente había una casa impresionante, una mansión, de cuatro pisos. En ella vivían dos ancianas encantadoras que siempre estaban sentadas tras un gran mirador en el piso de arriba y nos saludaban cada vez que las veíamos. Cuando tenía catorce años mi tía y mi tío vendieron la casa y emigraron a Nueva Zelanda y no volví a aquel lugar hasta al cabo de unos ocho años. Luego, en la primavera del año que Sandy y yo nos casamos, hicimos una de esas excursiones de «conoce a los antepasados» y pensé que sería divertido enseñarle Cowes y el lugar donde había pasado tantísimas vacaciones felices de niño.
Hizo una pausa para encenderse un cigarrillo, fijándose en que Cleo fruncía el ceño sorprendida, luego prosiguió.
– Cuando llegamos a la casa de mi tío, vimos que estaban derruyendo la hermosa mansión de enfrente para construir un bloque de pisos. Pregunté a los obreros qué había sido de las dos ancianas y me presentaron al promotor inmobiliario, que había vivido en Cowes toda su vida y conocía a casi todo el mundo. Me dijo que la casa estaba vacía desde hacía más de cuarenta años. -Hizo una pausa para dar una calada al cigarrillo-. Habían vivido allí dos ancianas, hermanas. Ambas habían perdido a sus maridos en la primera guerra mundial, decían. Se volvieron inseparables y luego a una le diagnosticaron un cáncer y la otra decidió que no quería seguir viviendo sola. Así que se suicidaron con monóxido de carbono en esa habitación del último piso, sentadas en el mirador. Fue en 1947.
Cleo se quedó quieta unos momentos, pensando.
– ¿Nunca viste a las ancianas fuera?
– No, yo era joven; en realidad, un niño. Supongo que entonces no se me ocurrió pensar que siempre estaban dentro. Supuse que algunas personas mayores no salían de casa.
– ¿Y tu tío y tu tía?
– Se lo comenté después, los llamé a Nueva Zelanda. Me dijeron que ellos saludaban a una ventana vacía para seguirnos la corriente. ¡Creían que esas dos ancianas eran nuestros amigos imaginarios!
– ¿Y para ti eran reales?
– Las busqué en las hemerotecas. Había fotografías de ambas, inconfundibles. No me quedó absolutamente ninguna duda. Eran las dos ancianas a las que yo saludaba y que me saludaron todos los días durante una semana, durante diez años de mi infancia.
– ¡Increíble! Es una historia bastante convincente -dijo-. ¿Cómo lo explicas?
Grace vio que el vaso de Cleo estaba vacío.
– ¿Otra?
– Sí, por qué no -dijo ella-, pero ahora invito yo.
– Te he hecho esperar una hora y veinte minutos. Yo invito a las copas. ¡No pienso discutirlo!
– Siempre que me dejes invitarte en nuestra siguiente cita, ¿hecho?
Se miraron fijamente, sonriendo.
– Hecho.
Luego, Cleo dio unos golpecitos impacientes en la mesa con sus uñas arregladas.
– Venga, vamos, ¿cómo lo explicas?
Grace le pidió a Cleo Morey un tercer vodka de arándanos, luego dijo:
– Tengo diversas teorías sobre los fantasmas. -Tras una breve pausa, añadió-: Lo que quiero decir es que creo que hay distintos tipos de fantasmas…
El pitido de su móvil lo interrumpió.
Se disculpó con Cleo y contestó con un «Grace al habla» más seco de lo habitual.
Era la detective Boutwood desde el centro de investigaciones.
– Siento molestarle, señor. Tenemos novedades. ¿Está regresando ya?
Grace miró a Cleo Morey, resistiéndose a separarse de ella, y contestó más que a regañadientes:
– Sí, llegaré dentro de quince minutos.
En el ambiente solícito del centro de investigaciones el tiempo apenas se entremetía. A las diez y cinco, cuando Grace volvió a entrar, casi todas las mesas estaban ocupadas. En la zona de trabajo de la operación Salsa, Nick se llevaba a la boca comida china, Bella masticaba una manzana y Emma-Jane estaba sentada pegada a la pantalla de su ordenador, bebiendo un zumo con pajita. Durante unos momentos, nadie se fijó en él.
– Hola-dijo-. ¿Qué pasa?
De inmediato, los tres alzaron la vista.
– Glenn ha tenido que irse corriendo a casa -dijo Bella Moy con la boca llena-. Algún problema con la canguro. Volverá enseguida.
– ¡Genial! ¿Ésa era la novedad que queríais contarme?
La detective Boutwood lo miró nerviosa. Como era la más nueva del equipo, aún no había pasado suficiente tiempo con él para saber cuándo estaba de broma o cuándo estaba furioso. Tuvo la sensatez de ser prudente: en estos momentos el límite era incierto y estaba cansado.
– Señor, han encontrado un ataúd en una tumba oculta en el terreno propiedad de Inmobiliaria Doble M, a partir del diagrama que proporcionó.
– ¡Estupendo! ¡Una noticia fantástica!
Luego, Grace vio que los tres pares de ojos lo miraban y que algo pasaba.
– ¿Sí?
– Me temo que la noticia no es tan buena, señor. No hay nadie dentro.
– ¿Sólo un ataúd vacío? ¿En una tumba?
– Por lo que tengo entendido, señor, sí.
Emma-Jane estaba cada vez más nerviosa.
– Pero ¿había alguien dentro? Quiero decir… ¿Había habido alguien dentro?
– Al parecer sí. En la tapa, por dentro, había señales de ello, señor.
– Déjate ya de «señor», ¿vale? Llámame Roy.
– Sí, señor. Quiero decir… Roy.
Grace le ofreció una sonrisa fugaz para tranquilizarla.
– ¿Qué tipo de señales tiene la tapa por dentro?
– Hay pruebas de alguien que intentó rascar…, escarbar… la tapa para salir.
– ¿Y Michael Harrison, o quien fuera, lo logró?
– La tapa estaba abierta, señor… Roy, pero, al parecer, la tumba estaba cubierta con una plancha de hierro ondulada y alguien había echado matas y musgo por encima. Parece que intentaban ocultarla.
Grace apoyó los brazos en la mesa de la zona de trabajo, cansado.
– ¿A quién diablos nos estamos enfrentando? ¿A Houdini?
– No tiene demasiado sentido -añadió Nicholl.
– Ese tipo, Michael Harrison, tiene fama de ser un bromista. Tiene muchísimo sentido -contestó Grace, irritado.
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