Arturo Pérez-Reverte - Un Día De Colera

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Este relato no es ficción ni libro de Historia. Tampoco tiene un protagonista concreto, pues fueron innumerables los hombres y mujeres envueltos en los sucesos del 2 de mayo de 1808 en Madrid. Héroes y cobardes, víctimas y verdugos, la Historia retuvo los nombres de buena parte de ellos: las relaciones de muertos y heridos, los informes militares, las memorias escritas por actores principales o secundarios de la tragedia, aportan datos rigurosos para el historiador y ponen límites a la imaginación del novelista. Cuantas personas y lugares aparecen aquí son auténticos, así como los sucesos narrados y muchas de las palabras que se pronuncian. El autor se limita a reunir, en una historia colectiva, medio millar de pequeñas y oscuras historias particulares registradas en archivos y libros. Lo imaginado, por tanto, se reduce a la humilde argamasa narrativa que une las piezas. Con las licencias mínimas que la palabra novela justifica, estas páginas pretenden devolver la vida a quienes, durante doscientos años, sólo han sido personajes anónimos en grabados y lienzos contemporáneos, o escueta relación de víctimas en los documentos oficiales.

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Feu!

El rosario de fogonazos lo deslumbra, y siente el plomo golpear a su espalda en la tierra, chascar en la carne de los hombres que tiene alrededor. Se revuelve con un espasmo angustiado, intentando hurtar el cuerpo, y de pronto siente las manos libres, como si al caer sus compañeros quedase rota la atadura por un tirón o una bala. Lo cierto es que se mantiene sobre sus piernas, ofuscado y lleno de terror tras la descarga, entre otros que siguen de pie o arrodillados y gritan, se agrupan o caen heridos, muertos. Un ramalazo confuso y desesperado recorre el cuerpo del chispero, haciéndolo retroceder de espaldas hasta dar en el talud. Allí, tras mirar incrédulo sus muñecas libres, llevado por súbita resolución, aparta a manotadas a los hombres que aún lo rodean, y pisoteando cadáveres y moribundos, lodo y sangre, corre despavorido hacia la oscuridad. Pasa así, veloz y afortunado, entre sombras amigas o enemigas, manos que intentan retenerlo, voces, fogonazos de tiros que lo rozan a quemarropa. Al fin, disparos y gritos quedan atrás. La noche se torna tinieblas, agua negra, chapoteo de barro bajo los pies que siguen corriendo con la desesperación del instinto que a ellos fía la vida. Desaparece de pronto el suelo, rueda Suárez por la cuesta de una hondonada y llega magullado, sin aliento, hasta una tapia alta. De nuevo oye voces de franceses que corren detrás y le dan alcance.

Arrête, salaud!… Viens ici!

Suenan más tiros y un par de balazos zumban cerca. Salta el chispero con un gemido de angustia, se agarra a lo alto de la tapia y trepa como puede, resbalando en la pared mojada. Sus perseguidores están allí mismo, queriendo agarrarlo por las piernas; pero él se desembaraza pataleando. Y aunque siente los golpes de un sable hiriéndolo en un muslo, un hombro y la cabeza, cae vivo al otro lado, se incorpora sin mirar atrás y sigue corriendo a ciegas, recortado en la estrecha línea azulgris del alba que empieza a definirse en el horizonte, bajo la lluvia.

A las cinco y cuatro minutos amanece sobre Madrid. Ha dejado de llover, y la claridad brumosa del día empieza a extenderse por las calles. Envueltas en sus capotes, inmóviles en las esquinas de la ciudad atemorizada y silenciosa, las siluetas grises de los centinelas franceses se destacan amenazantes. Los cañones enfilan avenidas y plazas donde los cadáveres permanecen tirados en el suelo, arrimados a los muros sobre charcos de lluvia reciente. Una patrulla de caballería francesa pasa despacio, con ruido de herraduras resonando en las calles estrechas. Son dragones, y llevan los cascos mojados, los capotes color ceniza sobre los hombros y las carabinas cruzadas en el arzón.

– ¿Llevan prisioneros?

– No. Van solos.

– Creí que venían a buscarte.

Desde la ventana de su casa, el teniente Rafael de Arango ve alejarse a los jinetes franceses mientras se anuda el corbatín. Ha pasado la noche en blanco, preparando su fuga de Madrid. Murat ha ordenado al fin que se detenga a cuantos artilleros participaron en la sublevación del parque de Monteleón, y el joven teniente no va a quedarse esperando. Su hermano, el intendente honorario del Ejército José de Arango, en cuya casa vive, lo ha convencido para que se evada de la ciudad, haciendo los preparativos adecuados mientras Rafael dispone lo necesario para el viaje. Como primer paso, ambos se proponen cumplir con una formalidad mínima: visitar al ministro de la Guerra, 0’Farril, con quien la familia Arango tiene lazos de parentesco y paisanaje, para consultarle los pasos a dar. En previsión de que el ministro no quiera comprometerse en favor del teniente artillero, su hermano ha trazado ya, con algunos amigos militares, un plan de fuga: Rafael irá al cuartel de Guardias Españolas, donde tienen previsto esconderlo hasta que, disfrazado de alférez de ese cuerpo, puedan hacerlo salir de la ciudad.

– Estoy listo -dice el joven, poniéndose el sobretodo.

Su hermano lo mira con detenimiento. Le lleva casi diez años, lo quiere mucho y cuida de él como lo haría su padre ausente. Rafael de Arango observa que parece emocionado.

– Hay que darse prisa.

– Claro.

El teniente de artillería se mete en los bolsillos -viste de paisano, por precaución- un cartucho de monedas de oro y el reloj que su hermano acaba de darle, así como los documentos falsos que lo acreditan como alférez de Guardias Españolas y una miniatura con el retrato de su madre que tenía en el dormitorio. Por un momento contempla el cachorrillo cargado que hay sobre la mesa, dudando si cogerlo o no, mientras prudencia e instinto militar se debaten en su ánimo. El hermano resuelve la cuestión, moviendo la cabeza.

– Es peligroso. Y tampoco serviría de nada.

Se miran un instante en silencio, pues apenas hay más que decir. Rafael de Arango consulta la hora en el reloj.

– Siento darte tantas inquietudes.

Sonríe el otro, melancólico.

– Hiciste lo que tenías que hacer. Y gracias a Dios sigues vivo.

– ¿Recuerdas lo que me dijiste ayer por la mañana, casi a esta misma hora?… Acuérdate siempre de que hemos nacido españoles .

– Ojalá todos lo hubiéramos hecho… Ojalá todos nos hubiéramos acordado de lo que somos.

Cuando los dos se dirigen a la puerta, el teniente se detiene, pensativo, tomando a su hermano por el brazo.

– Espera un momento.

– Tenemos prisa, Rafael.

– Espera, te digo. Hay algo que no te he contado todavía. Ayer en el parque, hubo momentos extraños. Me sentía raro, ¿sabes?… Ajeno a todo cuanto no fuese aquella gente y aquellos cañones con los que nos esforzábamos tanto… Era singular verlos a todos, las mujeres, los vecinos, los muchachos, pelear como lo hicieron, sin municiones competentes, sin foso y sin defensas, a pecho descubierto, y a los franceses tres veces rechazados y hasta en una ocasión prisioneros… Que eran diez veces más que nosotros, y no pensaron en fugarse cuando les tiramos el cañonazo, porque estaban más atónitos que vencidos… No sé si comprendes lo que quiero decir.

– Lo comprendo -sonríe el hermano-. Te sentías orgulloso, como yo lo estoy ahora de ti.

– Quizá sea la palabra. Orgullo… Me sentía así entre aquellos paisanos. Como una piedra de un muro, ¿entiendes?… Porque no nos rendimos, fíjate bien. No hubo capitulación porque Daoiz no quiso. No hubo más que una ola inmensa de franceses anegándonos hasta que no tuvimos con qué pelear. Dejamos de luchar sólo cuando nos inundaron, ¿ves lo que quiero decir?… Como se deshace y desmorona un muro después de haber aguantado muchas avenidas y torrentes y temporales, hasta que ya no puede más, y cede.

Calla el joven y permanece absorto, perdida la mirada en los recuerdos recientes. Inmóvil. Luego ladea un poco la cabeza, vuelta hacia la ventana.

– Piedras y muros -añade-. Por un momento parecíamos una nación… Una nación orgullosa e indomable.

El hermano, conmovido, apoya con afecto una mano en su hombro.

– Fue un espejismo, ya lo ves. No duró mucho.

Rafael de Arango sigue quieto, mirando la ventana por la que, como un gris presentimiento, entra la luz del 3 de mayo de 1808.

– Nunca se sabe -murmura-. En realidad, nunca se sabe.

La Navata , octubre de 2007

Nota del autor

Además de largos paseos por las calles de Madrid y consultas puntuales de documentos, es abundante el material bibliográfico manejado como base para este relato. Quizá sea útil consignar algunas referencias que permitan al lector profundizar en la materia, deslindar -si lo desea- los límites entre lo real y lo inventado, y cotejar los aspectos históricamente probados con los muchos puntos oscuros que, doscientos años después de la jornada del Dos de Mayo, todavía discuten historiadores y expertos militares. Esta relación no incluye libros ni documentos publicados después de junio de 2007:

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