– Tu paseo me ha costado cinco rosarios, Antoñito. Y una promesa a Jesús Nazareno.
La sirvienta retira ahora los platos de la mesa, mientras Antonio Alcalá Galiano permanece en el balcón, satisfecho, humeándole entre los dedos un cigarro sevillano de los que fuma uno cada noche y que, por respeto, nunca enciende delante de su madre.
– Quítate del balcón, hijo. Me da miedo que sigas ahí.
– Ya voy, mamá.
Suena otra descarga apagada, lejos. Alcalá Galiano aguza el oído, pero no oye nada más. La ciudad sigue a oscuras y en silencio. En la esquina de San Ildefonso se adivinan los bultos de los centinelas franceses. Un día agitado, concluye el joven. Pronto se olvidará todo, en cualquier caso. Y él ha tenido la suerte de no complicarse la vida.
A esa misma hora, a sólo una manzana de la casa donde Antonio Alcalá Galiano fuma asomado al balcón, otro joven de su edad, Francisco Huertas de Vallejo -que sí se ha complicado hoy la vida, y mucho- está lejos de tenerlas todas consigo. Su tío don Francisco Lorrio, en cuya casa se refugió después del combate y la accidentada fuga desde Monteleón, lo vio llegar con inmensa alegría, sólo enturbiada por el hecho de que el sobrino llevara en las manos un fusil que podía comprometerlos a todos. Sepultada el arma en el fondo de un armario, el doctor Rivas, médico amigo de la familia, ha limpiado y desinfectado la herida del muchacho; que no reviste gravedad, por tratarse de un rebote de bala que ni siquiera fracturó las costillas:
– No hay hemorragia, y el hueso sólo está contuso. El único cuidado será vigilarlo dentro de unos días, cuando se resienta la herida. Si no supura, todo irá bien.
Francisco Huertas ha pasado el resto de la tarde y el comienzo de la noche en cama, tomando tazas de caldo, tranquilamente abrigado y bajo los cuidados de su tía y sus primas de trece y dieciséis años. Éstas lo miran como a un Aquiles redivivo, y se hacen referir una y otra vez los pormenores de la aventura. Sin embargo, avanzada la noche, retiradas las primas y adormilado el joven, su tío entra en la alcoba, demudado el semblante y con un quinqué en la mano. Lo acompaña Rafael Modenés, amigo de la familia, secretario de la condesa de la Coruña y alcalde segundo de San Ildefonso.
– Los franceses están registrando las casas de la gente que anduvo en la revuelta -dice Modenés.
– ¡El fusil! -exclama Francisco Huertas, incorporándose dolorido en la cama.
Su tío y Modenés lo hacen recostarse de nuevo en las almohadas, tranquilizándolo.
– No hay razón para que vengan aquí -opina el tío-, pues nadie te vio entrar, e ignoran lo del arma.
– Pero puede haber imprevistos -apunta Modenés, cauto.
– Ésa es la cuestión. Así que, por si acaso, vamos a librarnos del fusil.
– Imposible -se lamenta el muchacho-. Cualquiera que salga de esta casa con él, se expone a que lo detengan.
– Yo había pensado desmontarlo para esconderlo por piezas -dice su tío-. Pero si hubiera un registro serio, el riesgo sería el mismo…
Desesperado, Francisco Huertas hace nuevo intento de levantarse.
– Soy el responsable. Lo sacaré de aquí.
– Tú no vas a moverte de esa cama -lo retiene el tío-. A don Rafael se le ha ocurrido una idea.
– Los dos tenemos mucha amistad con el coronel de Voluntarios de Aragón -explica Modenés-. Así que voy a pedirle que mande cuatro soldados a esta casa, con cualquier pretexto, para que se hagan cargo del problema. A ellos nadie les pedirá explicaciones.
El plan se pone en práctica de inmediato. Don Rafael Modenés se ocupa de todo, y el resultado es de lo más feliz: por la mañana, apenas amanecido el día, cuatro soldados -uno de ellos sin fusil- se presentarán en la casa para beberse una copita de orujo ofrecida por el tío de Francisco Huertas, antes de regresar a su cuartel, cada uno con un duro de plata en el bolsillo y un arma colgada del hombro.
No todos tienen amigos con influencia para salvaguardar esta noche su libertad o sus vidas. Pasada la una de la madrugada, bajo la lluvia que rompe a ráfagas sobre la ciudad en tinieblas, una gavilla de presos empapados y deshechos de fatiga camina con fuerte escolta. Casi todos van despojados, descalzos, en chaleco o mangas de camisa. El grupo lo forman Morales, Canedo y Martínez del Álamo -los tres sorteados en el diezmo de Chamartín- y el escribano Francisco Sánchez Navarro. De paso por otros depósitos y cuarteles, se unen a ellos el sexagenario Antonio Matías de Gamazo, el mozo de tabaco de la Real Aduana Domingo Braña, los funcionarios del Resguardo Anselmo Ramírez de Arellano, Juan Antonio Serapio Lorenzo y Antonio Martínez, y el ayuda de cámara de Palacio Francisco Bermúdez. Casi al final del trayecto, en la plaza de Doña María de Aragón, se suman el palafrenero Juan Antonio Alises, el maestro de coches Francisco Escobar y el sacerdote de la Encarnación don Francisco Gallego Dávila, que tras pelear y ser apresado junto a las Descalzas acabó en un calabozo del palacio Grimaldi. Allí, el duque de Berg en persona le echó un vistazo al volver de la cuesta de San Vicente. Cuando se encaró con el sacerdote, Murat seguía descompuesto, furioso por los informes de bajas, aunque todavía resultara imposible calcular las dimensiones de la matanza.
– ¿Eso es lo que manda Dios, cuga?… ¿Degamag sangue?
– Sí que lo manda -respondió el sacerdote-. Para enviaros a todos al infierno.
El francés lo estuvo mirando un poco más, despectivo y arrogante, ignorando la paradoja de su propio destino. Dentro de siete años será Joachim Murat quien, con mala memoria y peor decoro, derrame lágrimas en Pizzo, Nápoles, cuando lo sentencien a morir fusilado. Sin embargo, el lugarteniente del Emperador en España no ha sabido ver esta tarde, ante él, más que a un cura despreciable de sotana sucia y rota, con huellas de culatazos en la cara y un brillo fanático, pese a todo, en los ojos enrojecidos de sufrimiento y cansancio. Vulgar carne de paredón.
– Lo dice el Evangelio, ¿no, cuga?… El que a hiego mata, a hiego muere. Así que te vamos a fusilag.
– Pues que Dios te perdone, francés. Porque yo no pienso hacerlo.
Ahora, bajo la lluvia que arrecia, don Francisco Gallego y los demás llegan a las huertas de Leganitos y el cuartel del Prado Nuevo. Allí permanecen largo rato en la puerta, mojándose y temblando de frío, mientras los franceses reúnen dentro otra cuerda de presos. Salen en ella los albañiles Fernando Madrid, Domingo Méndez, José Amador, Manuel Rubio, Antonio Zambrano y José Reyes, capturados por la mañana en la iglesia de Santiago. También vienen maniatados y medio desnudos el mercero José Lonet, el oficial jubilado de embajadas Miguel Gómez Morales, el banderillero Gabriel López y el soldado de Voluntarios del Estado Manuel García, a quien antes de salir despojan los guardias de las botas, el cinturón y la casaca del uniforme. Una vez fuera del cuartel, el oficial francés que manda la escolta cuenta los prisioneros a la luz de un farol. Disconforme con el número, dirige unas palabras a los soldados, que entran en el edificio y a poco regresan con cuatro hombres más: el platero de Atocha Julián Tejedor, el guarnicionero de la plazuela de Matute Lorenzo Domínguez, el jornalero Manuel Antolín Ferrer y el chispero Juan Suárez. Puestos con los otros, el oficial da una orden y el triste grupo prosigue la marcha hacia unas tapias que están muy cerca, entre la cuesta de San Vicente y la alcantarilla de Leganitos. Son las tapias de la montaña del Príncipe Pío.
Esta misma noche, mientras el sacerdote don Francisco Gallego camina con la cuerda de presos, sus superiores eclesiásticos preparan documentos marcando distancias respecto a los incidentes del día. Más adelante, sobre todo después de la derrota francesa en Bailén, la evolución de los acontecimientos y la insurrección general llevarán al episcopado español a adaptarse a las nuevas circunstancias; aunque, pese a todo, diecinueve obispos serán acusados, al final de la guerra, de colaborar con el Gobierno intruso. En todo caso, la opinión oficial de la Iglesia sobre la jornada que hoy concluye se reflejará, elocuente, en la pastoral escrita por el Consejo de la Inquisición:
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