– Lo vi hacer de don Pedro en La comedia nueva … ¡Impresionante!
– Se lo agradezco mucho, pero no es momento. Vayamos a lo nuestro.
El descanso dura poco. Apenas pasa el grueso del nuevo ataque francés, todos, Máiquez incluido, salen otra vez a la calle, sobre el empedrado de la acera, resbaladizo de sangre. José Antonio López Regidor, de treinta años, recibe un balazo a bocajarro en el mismo instante en que, encaramado a la grupa del caballo de un mameluco, le parte a éste el corazón de una puñalada. Caen también en esas cargas francesas, entre otros, Andrés Fernández y Suárez, contador de la Real Compañía de La Habana, de sesenta y dos años; Valerio García Lázaro, de veintiuno; Juan Antonio Pérez Bohorques, de veinte, mozo de caballos de las Reales Guardias de Corps, y Antonia Fayola Fernández, vecina de la calle de la Abada. El noble guipuzcoano José Manuel de Barrenechea y Lapaza, de paso por Madrid, que al oír el tumulto salió esta mañana de su fonda con un bastón estoque, dos pistolas de duelo al cinto y seis cigarros habanos en un bolsillo de su levita, recibe un sablazo que le parte la clavícula izquierda, abriéndola hasta el pecho. Y unos pasos más allá, en la esquina de la casa del Correo con la calle Carretas, los niños José del Cerro, de diez años, que va descalzo y con las piernas desnudas, y José Cristóbal García, de doce, resisten a pedradas, cara a cara, el embate de un dragón de la Guardia Imperial bajo cuyo sable pierden la vida. Para entonces, el presbítero don Ignacio Pérez Hernández, espantado por cuanto presencia, ha abierto la navaja que traía en el bolsillo. Remangados hasta la cintura los faldones de la sotana, pelea a pie firme entre los caballos, junto a sus feligreses foncarraleros.
Cuando el capitán Pedro Velarde llega al parque de Monteleón con la fuerza de Voluntarios del Estado y los paisanos que los acompañan, el gentío en la calle de San José supera el millar de personas. Viendo aparecer los uniformes blancos con un capitán de artillería al frente, todos prorrumpen en vítores y aplausos, y a duras penas logra Velarde abrirse paso hasta la puerta. Al encontrarla cerrada, la golpea con firmeza y autoridad. Se entreabre ésta un poco, y al ver los de dentro -dos franceses y un artillero español- sus charreteras de capitán, le franquean el paso sin más trámite, aunque sólo permiten que entren él y otro oficial, que resulta ser el teniente Jacinto Ruiz. En cuanto pisa el recinto, Velarde ve al capitán francés con sus oficiales y la gente formada; y antes de presentarse a Luis Daoiz, que se encuentra con el teniente Arango en la sala de oficiales, se dirige en línea recta, resuelto y escoltado por Ruiz, hacia el jefe de los imperiales.
– Está usted perdido -le suelta a bocajarro- si no se oculta con toda su gente.
El capitán francés, inseguro ante la ruda actitud del español e impresionado por su casaca verde de estado mayor, se queda mirándolo desconcertado.
– El primer batallón de granaderos está en la puerta -farolea Velarde, impertérrito, señalando al teniente Ruiz-. Y los demás vienen marchando.
El francés lo observa fijamente, y luego a Jacinto Ruiz. Después se quita el chacó, secándose la frente con la manga de la casaca. Velarde casi puede oír sus pensamientos: desde el día anterior carece de órdenes superiores, desconoce la situación en el exterior, y ninguno de los enlaces que mandó en busca de noticias ha regresado. Ni siquiera sabe si llegaron a su cuartel o han sido despedazados en las calles.
– Que los suyos entreguen las armas -lo intima Velarde-, pues el pueblo está a punto de forzar la entrada y no respondemos de que sea usted atropellado.
El otro contempla a sus hombres, que se agrupan como un rebaño antes del sacrificio, mirándose inquietos mientras oyen arreciar los gritos de la gente que pide armas y cabezas de gabachos. Luego balbucea unas palabras en mal español, intentando ganar tiempo. No sabe quién es este capitán ni lo que representa, aunque la autoridad con que se expresa, el gesto exaltado y el brillo fanático de sus ojos, lo desconciertan. A Velarde, que advierte el ánimo de su oponente, ya no hay quien lo pare. En el mismo tono, apoyada la mano izquierda en la empuñadura del sable, exige al francés que haga de buena voluntad lo que, de negarse, le obligarán a hacer a la fuerza. El tiempo es precioso, y urge.
– Rinda las armas inmediatamente.
Cuando el capitán Luis Daoiz sale al patio a ver qué ocurre, el jefe imperial, desmoronado, acaba de rendirse a Velarde con toda su tropa y los Voluntarios del Estado se encuentran ya dentro del parque. De modo que Daoiz, como comandante del recinto, asume las disposiciones adecuadas: los fusiles franceses a la armería, el capitán y los mandos al pabellón de oficiales con órdenes de ser exquisitamente tratados, y los setenta y cinco soldados en las cuadras al otro extremo del edificio, lo más lejos posible de la puerta y bajo la vigilancia de media docena de Voluntarios del Estado. Luego de ordenar todo eso, coge aparte a Velarde y, encerrándose con él en la sala de banderas, le echa una bronca.
– Que sea la última vez que das una orden en este cuartel sin contar conmigo… ¿Está claro?
– Las circunstancias…
– ¡Al diablo las circunstancias! ¡Esto no es un juego, maldita sea!
Por muy exaltado que sea, Velarde aprecia mucho a su amigo. Lo respeta. Su tono se vuelve conciliador, y las excusas son sinceras.
– Discúlpame, Luis. Yo sólo quería…
– ¡Sé perfectamente lo que querías! Pero no hay nada que hacer. ¡Nada!… A ver si te lo metes de una vez en la cabeza.
– Pero la ciudad está en armas.
– Sólo cuatro infelices, al final. Y sin ninguna posibilidad. Estás hablando de batir al ejército más poderoso del mundo con paisanos y unas cuantas escopetas… ¿Es que te has vuelto loco? Léete la orden que me dio Navarro cuando salí esta mañana -Daoiz golpetea con los dedos sobre el papel que ha sacado de una vuelta de la casaca-. ¿Ves?… Prohibido tomar iniciativas o unirse al pueblo.
– ¡Las órdenes ya no valen, tal como están las cosas!
– ¡Las órdenes valen siempre! -al levantar la voz, Daoiz también eleva su escasa estatura empinándose sobre las puntas de las botas-. ¡Incluidas las que yo doy aquí!
Velarde no está convencido, ni lo estará nunca. Se roe las uñas, agita con violencia la cabeza. Le recuerda a su amigo el compromiso para la sublevación de los artilleros.
– Lo decidimos hace unos días, Luis. Tú estabas de acuerdo. Y la situación…
– Eso ya es imposible de ejecutar -lo interrumpe Daoiz.
– El plan puede seguir adelante.
– El plan se ha ido al traste. La orden del capitán general nos destroza a ti, a mí y a unos pocos más, pero es una disculpa estupenda para los indecisos y los cobardes. No disponemos de fuerza suficiente para sublevarnos.
Sin darse por vencido, llevándolo hasta la ventana, Velarde señala a los Voluntarios del Estado que fraternizan con los artilleros.
– Te he traído casi cuarenta soldados. Y ya sabes todos los paisanos que hay afuera, esperando armas. También veo que han venido algunos compañeros fieles, como Juanito Cónsul, José Dalp y Pepe Córdoba. Si armamos al pueblo…
– Métetelo en la cabeza, Pedro. De una vez. Nos han dejado solos, ¿comprendes?… Hemos perdido. No hay nada que hacer.
– Pero la gente se está batiendo en Madrid.
– Eso no puede durar. Sin los militares, están sentenciados. Y nadie va a salir de los cuarteles.
– Demos ejemplo y nos seguirán.
– No digas simplezas, hombre.
Dejando a Velarde murmurar sus inútiles argumentos, Daoiz se aleja de él, sale al patio y se pone a pasear solo, descubierta la cabeza, las manos cruzadas a la espalda sobre los faldones de la casaca, sintiéndose blanco de todas las miradas. Fuera del parque, al otro lado de la gran puerta cerrada bajo el arco de ladrillo y hierro, la gente sigue dando mueras a Francia y vivas a España, al rey Fernando y al arma de artillería. Por encima de sus voces, amortiguado en la distancia, resuena crepitar de fusilería. A Luis Daoiz, que vive el momento más amargo de su vida, cada uno de esos gritos y sonidos le desgarra el corazón.
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