– ¿Cuándo vienen a ayudarnos nuestros militares, señor marqués?
– Ya falta menos -murmura Malpica, mirando al francés.
Al otro lado de la puerta de Toledo suenan clarines, crece el rumor de caballerías al galope, y Malpica, que reconoce el toque de carga, mira inquieto más allá de la matanza que lo rodea. Una masa de acero centelleante, cascos, corazas y sables, empieza a cruzar compacta bajo el arco de la puerta de Toledo. Entonces comprende que hasta ahora no se las han visto más que con la avanzadilla de la columna francesa. El verdadero ataque empieza en este momento.
«Esto no puede durar», piensa.
El capitán Luis Daoiz está inmóvil y pensativo en el patio del parque de Monteleón, escuchando los gritos de la multitud que reclama armas al otro lado de la puerta. Procura evitar las miradas que, a pocos pasos, en grupo junto a la entrada de la sala de banderas, le dirigen Pedro Velarde, el teniente Arango y los otros jefes y oficiales. En la última media hora han llegado ante el parque nuevas partidas, y las noticias corren como pólvora inflamada. Habría que estar sordo para ignorar lo que ocurre, pues el ruido de disparos se extiende por toda la ciudad.
Daoiz sabe que no hay nada que hacer. Que el pueblo que combate en las calles se queda solo. Los cuarteles cumplirán las órdenes recibidas, y ningún jefe militar arriesgará su carrera ni su reputación sin instrucciones del Gobierno o de los franceses, según las lealtades de cada cual. Con Fernando VII en Bayona y la Junta que preside el infante don Antonio abrumada y sin autoridad, pocos de quienes tienen algo que perder se pronunciarán hasta que se perfilen vencedores y vencidos. Por eso no hay esperanza. Sólo una insurrección militar que arrastrase al resto de guarniciones españolas habría tenido posibilidades de éxito; pero todo se ha torcido, y no será la voluntad de unos pocos la que lo enderece. Ni siquiera abrir las puertas del parque a quienes reclaman afuera, armarlos contra los franceses, cambiará las cosas. Sólo extenderá la matanza. Además están las órdenes, la disciplina y todo el resto.
Órdenes. Con gesto maquinal, Daoiz extrae de la vuelta de su casaca el papel que le entregó el coronel Navarro Falcón antes de salir de la Junta Superior de Artillería, lo desdobla y vuelve a leerlo por enésima vez:
No tomará en ningún momento iniciativa propia sin órdenes superiores por escrito, ni fraternizará con el pueblo, ni mostrará hostilidad ninguna contra las fuerzas francesas.
Con amargura, el artillero se pregunta qué harán en ese momento el ministro de la Guerra, el capitán general, el gobernador militar de Madrid, para justificarse ante Murat. A Daoiz le parece oírlos: el populacho y sus bajas pasiones, Alteza. Gente descarriada, inculta, agitadores ingleses. Etcétera. Lamiendo las botas al francés pese a la ocupación, al rey prisionero, a la sangre que corre por todas partes. Sangre española, en suma; vertida con razón o sin ella -hoy la razón es lo de menos- mientras se ametralla al pueblo indefenso. El recuerdo del incidente de ayer por la tarde en la fonda de Genieys asalta de nuevo a Daoiz, produciéndole una insoportable vergüenza. Al capitán de artillería le escuece su honor maltrecho. Aquellos oficiales extranjeros insolentes, burlándose de un pueblo desgraciado… ¡Cómo se arrepiente ahora de no haberse batido! ¡Y cómo, sin duda, se arrepentirá mañana!
Estupefacto, Daoiz mira el papel de la orden a sus pies. No es consciente de haberlo roto, pero ahí está, arrugado y hecho pedazos. Al fin, como si despertara de un sueño incómodo, mira alrededor, observa el asombro de Velarde y los otros, las expresiones ansiosas de artilleros y soldados. De pronto se siente liberado de un peso enorme, casi con ganas de reír. No se recuerda tan sereno y lúcido jamás. Entonces se yergue, comprueba que lleva bien abotonadas casaca y chupa, saca el sable de la vaina y apunta con él hacia la puerta.
– ¡Las armas al pueblo!… ¡A batirnos!… ¿No son nuestros hermanos?
Además del presbítero de Fuencarral, a quien sus feligreses retiraron malherido del combate, hay otro sacerdote que pelea en las inmediaciones de la puerta del Sol: se llama don Francisco Gallego Dávila. Capellán del convento de la Encarnación, se echó a la calle a primera hora de la mañana, y tras batirse en Palacio y junto al Buen Suceso huye ahora fusil en mano, con un grupo de civiles, hasta la calle de la Flor baja. El ayudante de la Real Caballeriza Rodrigo Pérez, que lo conoce, lo encuentra arengando a los vecinos a tomar las armas para defender a Dios, al rey y a la patria.
– Quítese usted de ahí, don Francisco… Que lo van a matar, y éstas no son cosas de su ministerio. ¡Qué dirán sus monjas!
– ¡Qué monjas ni qué niño muerto! Hoy, mi ministerio se ejerce en la calle. Así que únase a nosotros, o vaya a su casa a esconderse.
– Prefiero irme a casa, con su permiso.
– Pues vaya con Dios y no importune más.
Animados por su tonsura, sotana y actitud decidida, varios fugitivos se congregan alrededor del sacerdote. Entre ellos se encuentran el conductor de Correos Pedro Linares, de cincuenta y dos años, que lleva en la mano una bayoneta francesa y al cinto una pistola sin munición, y el zapatero de treinta años Pedro Iglesias López, vecino de la calle del Olivar, armado con un sable de su propiedad, a quien hace media hora vieron matar a un soldado enemigo en la esquina de la calle Arenal.
– ¡Volvamos a pelear! -los exhorta el sacerdote-. ¡Que no digan que los españoles damos la espalda!
El grupo -seis hombres y un muchacho provistos de cuchillos, bayonetas y un par de carabinas cogidas a los dragones enemigos- se encamina resuelto hacia la calle de los Capellanes, junto a cuya fuente, agazapados tras un guardacantón, turnándose para apuntar y disparar mientras el compañero carga, hay tres soldados haciendo fuego con fusiles.
– ¡Ya están aquí nuestros militares! -exclama don Francisco Gallego, gozoso.
La desilusión llega pronto. Uno de los uniformados es el sargento segundo de Inválidos Víctor Morales Martín, de cincuenta y cinco años, veterano de los dragones de María Luisa, que se ha echado a la calle por su cuenta, abandonando sin permiso el cuartel de la calle de la Ballesta con algunos compañeros de los que se vio separado en la refriega. Los otros dos soldados son jóvenes, visten casaca azul con cuello del mismo color y solapas rojas, y llevan en la escarapela roja del sombrero la cruz blanca que distingue a los regimientos suizos al servicio de España. Uno de ellos no tarda en confirmar a los recién llegados, en un español de rudas resonancias germánicas, que él y su camarada -se trata de su hermano, pues son los soldados Mathias y Mario Schleser, del cantón de Aargau- se encuentran allí combatiendo por gusto, pues su regimiento, el 6.° suizo de Preux, tiene órdenes de no salir a la calle. Ellos iban al cuartel cuando se vieron en mitad del tumulto; así que desarmaron a unos franceses a los que sorprendieron fugitivos y aislados, y aquí están. Librando su propia guerra.
– Que Dios os bendiga, hijos míos.
– Apárrtese de ahí, reverrendo. Vienen más frranzosen. Ja .
En efecto. Desde la plazuela del Celenque suben, con muchas precauciones, dos dragones franceses desmontados parapetándose tras sus caballos, seguidos por un pequeño grupo de uniformes azules. Apenas ven a los concentrados en la esquina, se detienen y hacen fuego. Algunas balas levantan desconchones en el yeso de las paredes.
– ¡De lejos no hacemos nada! -grita el sacerdote-… ¡A ellos!
Y acto seguido, pese a los esfuerzos de los militares por detenerlo, se lanza blandiendo el fusil como una maza, seguido ciegamente por los paisanos. La nueva descarga francesa, cerrada y bien dirigida, los encuentra al descubierto, mata al sargento de Inválidos Morales, hiere de muerte al soldado Mathias Schleser -que hace dos días cumplió veintinueve años- y alcanza con un rebote superficial a su hermano Mario, mientras don Francisco Gallego, aturdido, es arrastrado por los otros en busca de refugio. Cargan ahora los franceses con sus bayonetas, y los supervivientes corren despavoridos hacia las Descalzas golpeando las puertas que encuentran al paso, aunque ninguna se abre. El zapatero Iglesias y el conductor de Correos Linares logran escabullirse hacia la plazuela de San Martín; pero el sacerdote, que cojea por haberse lastimado un pie, sólo llega hasta la puerta principal del convento. Allí, dando golpes con la culata del fusil, pide refugio; mas nadie responde dentro, y los franceses le dan alcance. Resignado a su suerte, se vuelve mientras reza el acto de contrición, dispuesto a entregar a Dios su alma. Pero al ver su sotana y su tonsura, el oficial que manda el grupo, un veterano de bigote cano, aparta con el sable a los que quieren atravesarlo allí mismo.
Читать дальше