Arturo Pérez-Reverte - Un Día De Colera

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Este relato no es ficción ni libro de Historia. Tampoco tiene un protagonista concreto, pues fueron innumerables los hombres y mujeres envueltos en los sucesos del 2 de mayo de 1808 en Madrid. Héroes y cobardes, víctimas y verdugos, la Historia retuvo los nombres de buena parte de ellos: las relaciones de muertos y heridos, los informes militares, las memorias escritas por actores principales o secundarios de la tragedia, aportan datos rigurosos para el historiador y ponen límites a la imaginación del novelista. Cuantas personas y lugares aparecen aquí son auténticos, así como los sucesos narrados y muchas de las palabras que se pronuncian. El autor se limita a reunir, en una historia colectiva, medio millar de pequeñas y oscuras historias particulares registradas en archivos y libros. Lo imaginado, por tanto, se reduce a la humilde argamasa narrativa que une las piezas. Con las licencias mínimas que la palabra novela justifica, estas páginas pretenden devolver la vida a quienes, durante doscientos años, sólo han sido personajes anónimos en grabados y lienzos contemporáneos, o escueta relación de víctimas en los documentos oficiales.

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Mientras el capitán Daoiz se debate con su conciencia en el patio del parque de Monteleón, al sur de la ciudad, en el extremo opuesto, a Joaquín Fernández de Córdoba, marqués de Malpica, y a los paisanos voluntarios, se les seca la boca cuando ven aparecer la caballería francesa que sube hacia la puerta de Toledo. Más tarde, al hacer balance de la jornada, se confirmará que esa fuerza imperial, que viene de su campamento en los Carabancheles bajo el mando del general de brigada Rigaud, consta de dos regimientos de coraceros: novecientos veintiséis jinetes que ahora remontan la cuesta al trote, entre las rectas arboledas que se inclinan hasta el Manzanares, con intención de dirigirse por la calle de Toledo hacia la plaza de la Cebada y la plaza Mayor.

– Cristo misericordioso -murmura el sirviente Olmos.

Con pocas esperanzas, el marqués de Malpica mira alrededor. En torno al embudo de la puerta de Toledo, por donde forzosamente deben penetrar los franceses en la ciudad, hay apostados cuatrocientos vecinos de los barrios de San Francisco y Lavapiés. Decir que abundan entre ellos los tipos populares -chaquetillas pardas, pañuelos de franjas blancas y negras, calzones con las boquillas sueltas y la pierna al aire- es quedarse corto: en su mayor parte son manolos y gente baja, rufianes de navaja fácil y mujeres de las calles de mala fama próximas al lugar, aunque no falten vecinos honrados de la Paloma y las casas cercanas, carniceros y curtidores del Rastro, mozos y criadas de los mesones y tabernas de esa parte de la ciudad. Pese a sus esfuerzos por plantear una defensa razonable en lo militar, y tras muchas discusiones y voces desabridas, el de Malpica no ha podido impedir que se organicen a su manera, según grupos y afinidades, de forma que cada cual toma las disposiciones que cree oportunas: unos bloquean la calle con carros, vigas, cestones y ladrillos de una obra cercana, y aguardan detrás, confiados en sus navajas, cuchillos, machetes, chuzos, espetones de asador u hoces de segar. Otros, los que tienen fusiles, carabinas o pistolas, han ido a apostarse en el hospital de San Lorenzo y en los balcones, ventanas y terrazas que dominan la puerta de Toledo y la calle, donde hay mujeres que disponen ollas de aceite y agua hirviendo. El de Malpica, que por su grado de capitán en la reserva del regimiento de Málaga es el único con verdadera experiencia militar, apenas consigue imponer algunos consejos tácticos. Sabe que los jinetes franceses acabarán forzando la débil barrera, así que ha situado algo más atrás, escalonada al amparo de un soportal próximo a la esquina de la calle de los Cojos, a la gente que acata sus órdenes: una treintena de personas que incluye a sus criados y la partida levantada en la calle de la Almudena, la mujer con el hacha, el mancebo de botica y algunos más que se unieron por el camino. Su misión, ha explicado, será atacar por el flanco a los jinetes enemigos que pasen la barrera. Y a quienes tienen fusiles de reglamento -el dragón de Lusitania, los cuatro desertores de Guardias Walonas, el criado Olmos y el conserje de los Consejos- les recomienda disparar con preferencia a los oficiales, abanderados y cornetas. En cualquier caso, a los que cabalguen delante, den órdenes o muevan mucho las manos.

– Y si nos dispersan, corred y reuníos de nuevo, retrocediendo poco a poco hacia la plaza de la Cebada… Si hay que retirarse, nos juntaremos allí.

Uno de los voluntarios, el caballerizo de Palacio que empuña un trabuco, sonríe confiado. Para el pueblo español, acostumbrado a la obediencia ciega a la Religión y la Monarquía, un título nobiliario, una sotana o un uniforme son la única referencia posible en momentos de crisis. Eso quedará patente muy pronto, en la composición de las juntas que hagan la guerra a los franceses.

– ¿Cree usía que vendrán nuestros militares?

– Claro que sí -miente el aristócrata, que no se hace ilusiones-. Ya lo veréis… Por eso hay que aguantar lo que se pueda.

– Cuente con nosotros, señor marqués.

– Pues vamos. Cada uno en su puesto, y que Dios nos ayude.

– Amén.

Al otro lado de la puerta de Toledo, el sol hace relucir, elocuente, corazas, cascos y sables. Los gritos y vivas con los que hace un momento se animaba la gente han cesado por completo. Las bocas están ahora mudas, abiertas; y todos los ojos, desorbitados, fijos en la brigada de caballería que se acerca en masa compacta. Arrodillado tras el pilar de madera de un soportal, con una carabina en las manos, dos pistolas cargadas y un machete al cinto, el sombrero inclinado sobre la frente para que no lo deslumbre el sol, el marqués de Malpica piensa en su mujer y en sus hijos. Luego se persigna. Aunque es hombre piadoso que no oculta sus devociones, procura hacerlo con disimulo; pero el ademán no pasa inadvertido. Su criado Olmos lo imita, y al cabo hacen lo mismo cuantos se encuentran próximos.

– ¡Ahí están! -exclama alguien.

Por un instante, el marqués no presta atención a la puerta de Toledo. Intenta averiguar la causa de una extraña vibración creciente que nota bajo la rodilla apoyada en tierra. Entonces comprende que se trata del suelo que tiembla con las herraduras de los caballos que se acercan.

A mediodía, el centro de Madrid es un continuo y confuso combate. En el espacio comprendido entre la embocadura de la calle de Alcalá y la carrera de San Jerónimo, la casa de Correos, San Felipe y la calle Mayor hasta los portales de Roperos, hay cadáveres de ambos bandos: franceses degollados y madrileños que yacen en el suelo o son retirados a rastras dejando regueros de sangre, entre relinchos de caballos moribundos. Y la lucha sigue sin cuartel, por una ni otra parte. Los pocos fusiles y escopetas cambian de manos al morir sus dueños, arrebatados por quienes esperan a que alguien caiga para coger su arma. Los grupos dispersos en la puerta del Sol vuelven a reunirse después de cada carga de caballería, y saltando desde los zaguanes y soportales, el claustro del Buen Suceso, la Victoria, San Felipe y las calles adyacentes, acometen de nuevo a cuerpo descubierto, navajas contra sables, trabucos contra cañones, tanto a los dragones y mamelucos que siguen llegando de San Jerónimo y vuelven grupas por Alcalá, como a los soldados de la Guardia Imperial que, bajo el mando del coronel Friederichs, avanzan por Mayor y Arenal, desde Palacio, barriendo las calles con fusilería y fuego de las piezas de campaña que emplazan en cada esquina. Uno de los primeros heridos por estas descargas es el joven León Ortega y Villa, el discípulo del pintor Francisco de Goya, que lleva un rato desjarretando a navajazos caballos de los franceses. Y cerca de los Consejos, tras retirarse ante una carga de jinetes polacos junto a sus feligreses de Fuencarral, el presbítero don Ignacio Pérez Hernández es alcanzado por una andanada de metralla francesa, da unos pasos vacilantes y se desploma. Pese al nutrido fuego enemigo, sus compañeros logran rescatarlo, aunque herido de gravedad, y ponerlo a cubierto. Llevado más tarde y con muchas peripecias al Hospital General, don Ignacio salvará la vida.

Por toda la ciudad se suceden casos particulares, combates que a veces llegan a ser individuales. Tal es el que libra frente a la residencia de la duquesa de Osuna, en solitario, el carbonero Fernando Girón: topándose en una esquina con un dragón francés, lo desmonta de un garrotazo y, tras rematarlo a golpes, le quita el sable y con él se enfrenta a un pelotón de granaderos antes de ser muerto a bayonetazos. Un mallorquín llamado Cristóbal Oliver, antiguo soldado de Dragones del Rey al servicio del barón de Benifayó, sale de la hostería donde se alojan ambos en la calle de los Peligros, y con un espadín de su amo como única arma, camina hasta la esquina de la calle de Alcalá, donde acomete a cuanto francés pasa a su alcance, mata a uno y hiere a dos; y al rompérsele en el último la hoja del espadín, con sólo la empuñadura en la mano, regresa tranquilamente a su hostería. De ese modo, las relaciones de los combates y sus incidencias registrarán, más tarde, la actuación de muchos hombres y mujeres anónimos, como el que los vecinos de la calle del Carmen ven desde sus ventanas, vestido con ropa de cazador, polainas de becerro y una canana llena de cartuchos, que parapetado en una esquina de la calle del Olivo dispara uno tras otro diecinueve tiros contra los franceses, hasta que, sin munición, arroja la escopeta, saca un cuchillo de monte y se defiende espalda contra la pared, hasta que lo matan. Tampoco llega a saber nadie el nombre del calesero -conocido sólo como El Aragonés - que, emboscado en un zaguán de la calle de la Ternera, dispara un trabuco cargado con puntas de tapicero, a bocajarro, contra todo francés que pasa por la calle. Ni los nombres de cuatro chisperos que pelean a navajazos con unos polacos en la calle de la Bola. Ni el de la mujer todavía joven que, en Puerta Cerrada, tras derribar del caballo a pedradas a un batidor francés mientras le grita «¡date, perro!», lo degüella con su propio sable. Nunca se conocerá, tampoco, el nombre del granadero de Marina desarmado -desertor de su cuartel o del piquete del alférez de fragata Esquivel- que en la calle de Postas pone a salvo a un grupo de mujeres y niños acosado por los franceses; y cayendo luego sobre un dragón desmontado, lo estrangula con las manos desnudas; aunque más tarde, en la relación de bajas de la jornada, figurarán los nombres de tres soldados que hoy visten ese uniforme: Esteban Casales Riera, catalán -muerto-, Antonio Durán, valenciano, y Juan Antonio Cebrián Ruiz, de Murcia.

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